Territorio Lovecraft, de Matt Ruff

Territorio LovecraftEl supremacismo anglosajón de H. P. Lovecraft es un tema ampliamente tratado. Lo que difícilmente podía pensar es que esta postura, más allá del terreno de la no ficción, sirviera de abono para una novela como Territorio Lovecraft, escrita hace tres años y recién publicada en España por Destino, con traducción de Javier Calvo. Matt Ruff se nutre de esa xenofobia, compartida por parte de la población blanca de EE.UU., y del pulp clásico de Weird Tales, para alimentar la maquinaria de un conjunto de historias entrelazadas que comparten personajes y acontecen en unos años 50 del siglo pasado cuando la mentalidad segregacionista estaba grabada a fuego en el ADN del país.

Además de la primera historia, “Territorio Lovecraft” es el epítome de las otras siete incluidas en el libro. Su protagonista, Atticus Turner, regresa a Chicago para encontrar que su padre se ha desplazado hasta un misterioso condado de Nueva Inglaterra particularmente hostil para los afroamericanos, empujado por descubrir el posible origen de la familia de su difunta esposa. Acompañado de su tío George y su amiga Letitia, inicia un viaje hacia el poblado de Ardham para caer en las redes de una logia de hombres blancos regentada por los Braithwhite, Samuel, el padre, y Caleb, su hijo, descendientes del hombre que a finales del siglo XVIII orquestó un macabro ritual durante el cual murieron todos los celebrantes. Este misterio, la salsa del pulp entre el horror y el weird, durante muchas páginas parece una cuestión menor si se lo compara con las muestras de racismo explícito e implícito a lo largo y ancho de la geografía de Territorio Lovecraft. Sigue leyendo

El Pescador, de John Langan

El PescadorReconozco que el terror es un género que antes leía con más frecuencia. El manierismo y la caída en el tópico de muchas novelas acaba cansándome y me cuesta no abandonar la lectura cuando tengo la sensación de que todas las piezas de una historia están demasiado orientadas a pasar por el cliché. A esto se suman las épocas que hemos sufrido sin que llegase apenas material o con malas traducciones. Sin embargo, en el año pasado he encontrado en la editorial La biblioteca de Carfax un par de novedades que me han recordado lo que antes tanto disfrutaba de este género: Cero y este El Pescador.

La novela de John Langan fue merecedora del Premio Bram Stoker en el año 2016 y contiene un equilibrio que no se encuentra tan habitualmente entre buena literatura y buen género, sea terror, ciencia ficción o novela erótica. En los agradecimientos, el autor cuenta que el proceso de escribirla le llevó unos trece años, algo que no sorprende vistas las decisiones y el tono de la novela. Esta no es una obra de digestión rápida que busque el premio inmediato, su intención es que el lector se zambulla con lentitud en el ambiente y las circunstancias de los protagonistas a la par que avanza el elemento fantástico para que, llegado el momento, se pueda sentir el salto al vacío en su plenitud. John Langan, del que no he leído más libros, opta por un estilo inspirado, denso en ocasiones y que busca la estancia del lector en un hábitat extraño durante las páginas finales. Pero eso ya es mucho adelantar.

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La primera vez que vi un fantasma, de Solange Rodríguez Pappe

LaPrimeraVezQueViUnFantasmaIncluso aunque los cuentos recogidos en La primera vez que vi un fantasma pertenecieran a ese tipo de historias entretenidillas, pero familiares y trilladas, que te dejan con la sensación de haberlas oído antes en alguna parte, merecería la pena leer esta antología. Sí, así de bien escribe Solange Rodríguez Pappe (Ecuador, 1976). Su prosa tiene carácter y está dotada de una fuerza, una sutileza y una capacidad de evocación que la sitúan a medio camino entre la poesía y el puñetazo en la boca estómago. Pero, si el envase es excelente, el contenido no se queda, en este caso, atrás. Sus tramas te atrapan, juegan contigo, te mastican y te escupen para acabar dejándote, en la mayor parte de los casos, con el cuerpo del revés. O, por ir directamente al grano: La primera vez que vi un fantasma es una antología sobresaliente e inusual.

El libro está integrado por quince relatos, varios de los cuales no superan las dos páginas de extensión. Ni falta que les hace, gracias a la capacidad de su autora para hipnotizar al lector desde el primer párrafo y dotar de profundidad y voz propia a sus personajes con apenas un par de pinceladas. Aunque la mayor parte de sus historias tienen elementos que las podrían situar en el ámbito de la literatura de terror (también en el de la ciencia ficción, en el caso de un par de ellas), los cuentos de Rodríguez Pappe trascienden de alguna manera las fronteras del género, en el sentido de que no creo que el objetivo principal de sus narraciones sea causar inquietud, sino que esa sensación que provocan no es más que, por así decirlo, un efecto secundario del estilo de la autora. Salvo un par de relatos más “convencionales” (como “Un paseo de domingo”, una historia cortísima con aroma a Shirley Jackson ambientado en unos grandes almacenes, o “El atanudos”, un cuento confeccionado con escuadra y cartabón que recuerda al Stephen King de El umbral de la noche), el elemento terrorífico o perturbador es más bien atmosférico y a menudo (“Funeral doméstico”, “Conversación de los amantes”) incluso difícil de determinar con precisión.

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Experimental film, de Gemma Files

Experimental filmEs de alabar la labor detrás de La biblioteca de Carfax. En menos de un año han creado ex novo una colección dedicada exclusivamente a un género comercialmente rayando en lo suicida; le han proporcionado una imagen propia cuidada al milímetro; han reunido un equipo de traducción solvente; han equilibrado la selección de títulos entre novelas y relatos o libros de diferentes épocas (novedades, inéditos de décadas anteriores, reediciones)… Quizás por eso me duele que mi primera experiencia con su catálogo, este Experimental film, novela ganadora del premio Shirley Jackson de 2016, haya resultado parcialmente decepcionante. Más cuando ciertos aspectos que en otros títulos me enervan aquí me han parecido trabajados con acierto.

Experimental film está contada por Lois Cairns, una experta en cine canadiense próxima a los 40. Tras consagrarse al estudio de un campo donde no tiene par, está lejos de alcanzar el soñado estatus durante su juventud. En la más absoluta precariedad y con un hijo con un trastorno de espectro autista, sale adelante por el apoyo de su familia. Su colaboración le permite continuar persiguiendo la quimera de ganarse la vida con su pasión. La oportunidad se le presenta cuando en una película experimental descubre fragmentos tomados de la obra de la señora Whitcomb, una de las pioneras del cine en Canadá. Las imágenes la ponen sobre la pista de su obra y su vida, marcada por una serie de sucesos entre los cuales su presunta muerte tras desaparecer sin dejar rastro de un vagón de tren no es el más extraño. Mientras investiga en su biografía, una figura se manifiesta como común denominador: la Dama del Mediodía. Una deidad wenda cuya presencia domina el film e imprime un carácter más angustioso a la obsesión de Cairns cuando irrumpe en su cotidianidad.

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Aguas profundas, selección de José María Nebreda

Aguas profundasEl verano pasado me zambullí (guiño, guiño) en Mares tenebrosos, la afamada antología editada por José María Nebreda para Valdemar. Por su selección de autores, la diversidad de narraciones, su calidad, un muestrario de relatos de terror y misterio en el mar imprescindible. En esta línea, Aguas profundas era una apuesta arriesgada. Al continuar la senda marcada por aquel libro, las comparaciones iban a ser inevitables.¿Estaría la galería de nombres a la altura? ¿Conseguiría Nebreda mantener las señas de identidad, variando el menú lo suficiente como para insuflar frescura en su propuesta? ¿Sería capaz de encontrar un nuevo “Al otro lado de la montaña“?

El primer “relato”, una columna del semanal del grupo Vocento escrita por Pérez Reverte, supone una pequeña bofetada en la mejilla. Vale, el creador del Capitán Alatriste habla sobre una supuesta experiencia con un barco fantasma mientras se encontraba en la costa de Tarifa, y la conecta con su bagaje personal sobre este tópico. Un texto anecdótico, que podría haber pasado como una presentación del volumen con mínimos retoques, se incluye como parte esencial en un puesto de privilegio. Me parece una decisión poco afortunada en una antología donde la atmósfera, la descripción de los escenarios, las emociones de los personajes, la pequeñez del hombre frente a la inmensidad del océano, marcan el paso de las páginas. Más cuando, puestos a alejarse del “clasicismo”, se incluyen un par de textos notables que podrían haber ocupado su lugar; sendos cuentos de escritores españoles impresos por primera vez en este libro.

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Piercing, de Ryu Murakami

PiercingAnte todo, no confundir a Ryu Murakami con Haruki Mukami. Éste último, por alguna razón del todo inaprensible para mí, es un superventas con un preocupante lado cursi y blandengue. Ryu Murakami, sin ser tampoco, ni mucho menos, un escritor imprescindible, nada tiene que ver con el anterior.

Empezando por sus temas. Piercing es una novela que parece un poco un inventario, una ordenada sucesión de escalas en el descenso a los infiernos del protagonista, Kawashima Masayuki.

Se nos dice, casi desde el principio, que el tal Kawashima debería estar más que contento con la vida. Tiene un buen trabajo, una mujer que le quiere, acaba de ser padre. La mujer, Yoko, además de quererle, le apoya y le comprende, y se dedica a hacer pan casero porque da clases de cocina en casa. El olor a pan recién hecho permanece, quizá de forma abusiva, como un símbolo del hogar que le fue hurtado a Kawashima en su infancia, y que ahora ha recuperado gracias a esa mujer y a esa hija.

Entendemos que tener una familia tiene una gran importancia para él, puesto que pronto sabremos que, abandonados él y su hermano por su padre, Kawashima quedó en manos de su madre, una mujer desquiciada. A los cuatro años empezó a pegarle, a infligirle toda clase de humillaciones y malos tratos.

Pero, un momento, así no es como empieza la novela; Piercing tiene uno de los arranques más desasosegantes que he leído en los últimos tiempos. Es de noche y Kawashima no puede dormir. Está parado ante la cuna donde duerme el bebé de cuatro meses. Pudiera parecer que se trata de uno de esos padres abnegados que se levantan a velar el sueño de sus retoños. Nada más lejos de la realidad. Kawashima, con un punzón de hielo en el bolsillo, sueña con apuñalar con él a la hija. “Cogiendo el punzón ligeramente para temblar lo menos posible, colocó la punta junto a la mejilla de la niña”.

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Mandíbula, de Mónica Ojeda

“¿Qué es lo que pasa cuando vemos algo blanco?”, le preguntó Annelise a Fernanda sin esperar respuesta. “Que sabemos que se va a manchar”

MandíbulaEste brevísimo fragmento resume como pocos el leit motiv de Mandíbula, una siniestra novela en la que Mónica Ojeda escarba en las inseguridades y miedos de la adolescencia. Esos años de certezas resquebrajádonse y de nuevos valores abriéndose paso, impulsados por una educación que actúa por varias vías. El resultado conduce a una abracadabrante xenogénesis desencadenada por un entorno ciego, insensible a las consecuencias de su acción sobre esa personalidad extremadamente plástica. Este terreno, ya de por sí atractivo, viene en Mandíbula acompañado de una característica que imprime un jugoso amargor: cómo el relato se apoya en lo cotidiano para acariciar el horror cósmico, sin llegar a penetrar en los transitados caminos de lo preternatural y lo ominoso. Unos adjetivos que, de tan manoseados, han perdido resonancia y parte de su sentido.

Ya desde su estructura, Ojeda se muestra perspicaz. Huye del relato cronológico para acudir a una sucesión de textos enhebrados con ingenio. Las entrevistas de una joven con su psicólogo, breves diálogos entre dos adolescentes, un ensayo escrito por una alumna… se integran entre una terna de narraciones más convencionales. En la primera, en una cabaña perdida en las afueras de una ciudad ecuatoriana, una estudiante ha sido atada a una silla por su profesora. En las otros dos se rememoran las historias que propician ese trágico acontecimiento: la de Clara, la profesora de literatura que sufrió un asalto unos meses antes y ha terminado perpetrando un acto semejante; y la de Fernanda y sus compañeras de un colegio del Opus, entregadas a las exploraciones habituales de su edad sin complejos, con amplias exhibiciones de falta de empatía y desprecio por cualquier autoridad.

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De la nueva carne a la nueva naturaleza

No lo oculto: este artículo se construye como una excusa para recomendar tres de los libros que más me han impresionado en los últimos meses. Se trata de Cero, de Kathe Koja, El alfabeto de fuego, de Ben Marcus, y Fafner, de Daniel Pérez Navarro, todos de reciente publicación en nuestro país, aunque escritos en un amplio espacio de tiempo entre 1991 y 2017.

Existe un vínculo posible entre estas tres remotas novelas, más allá de que se adentren por el territorio de lo fantástico y lo inquietante; tiene que ver, por un lado, con su apuesta por el relato físico, por la corporeidad como escenario y como código expresivo; por otro lado, los tres libros comparten una atmósfera de condición póstuma (término que tomo muy libremente de la filósofa Marina Garcés). Todos sus protagonistas se enfrentan a la certeza de un tiempo que se acaba: se acaba el amor en Cero, se acaba la familia en El alfabeto, se acaba el mundo tal y como lo conocemos en Fafner. La idea de extinción, íntima o colectiva, atraviesa el núcleo de estas tres novelas como una revelación fatal, un aprendizaje sin recompensa.

Videodrome

Clive Barker, fundador de la nueva carne junto con David Cronenberg a mediados de los ochenta, decía que sus historias no eran censuradas tanto por el exceso de violencia como porque amenazaban la integridad y la dignidad del cuerpo humano. Era necesario, para el ojo censor, preservar los límites de lo que se puede o no se puede hacer al cuerpo y con el cuerpo. Contra ese tabú, desde ficciones como Videodrome, Libros de sangre, la literatura cyberpunk o incluso el splatterpunk se abrió la veda para especular con todo tipo de transgresiones corporales, degradaciones, violaciones, mutaciones o hibridaciones que coincidió con la época dorada de los videoclubs y la efervescencia de cierta subcultura hecha en trastienda del mainstream.

Jamás he encontrado disfrute en el gore, pero en lo que se refiere a la exploración de lo físico siempre me ha atraído más el camino del terror que el de la ciencia ficción, quizá porque pone más el foco en el padecimiento humano que en el novum especulativo. Y padecimiento es otra palabra clave que vincula estas tres novelas, de las que solo Cero puede adscribirse al fenómeno de la nueva carne. Por supuesto, lo excepcional de estos tres títulos no proviene de la crudeza con que muestran la corrupción, el sexo o la violencia, sino de cómo consiguen que nos importe. El truco, como sucede siempre con la gran literatura, está en el lenguaje. Marcus, Koja y Pérez Navarro trabajan concienzudamente la prosa, en unos casos más lírica y en otros más directa o asfixiante, para sumergirnos en las tribulaciones emocionales y físicas de los protagonistas hasta lograr nuestra total identificación.

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Sueño del Fevre, de George R. R. Martin

Sueño del FevreSueño del Fevre es una novela de George R. R. Martin antes de convertirse en GRRM, el autor de Canción de hielo y fuego, padre putativo de la celebérrima, espectacular y archiconocida serie de televisión Juego de tronos. Se trata de una de sus primeras novelas, y supone una incursión en el trabajoso y arduo género del vampirismo. Fue publicada inicialmente en 1982, y ha sido reeditada hace unas semanas por Gigamesh en su colección Omnium.

Hay géneros sobre los que cabría la tentación de afirmar que todo está dicho ya, si semejante estupidez se pudiera decir en ficción. En Sumer ya existían vampiros. La sangre es la vida, dice la ley mosaica. De todos los fluidos corporales estigmatizados por el tabú y guardados por un código de conducta que se erige para salvaguardar la civilización, la sangre es uno de los más cargados de simbolismo.

El vampiro moderno salta de la literatura al cine, convirtiéndose así en un mito de la modernidad para la nueva sociedad de masas que consume entretenimiento y estremecimiento en películas, cómics y novelas. La lista de los que han coqueteado con el no-muerto es inacabable. Lovecraft tocó el tema en varias de sus obras, y Richard Matheson imaginó un gran triunfo vampírico en Soy leyenda (1954). Stephen King lo abordó en El misterio de Salem’s Lot, y Anne Rice lo renovó con Entrevista con el vampiro (1969). El ansia (1981), de Whitley Strieber, concibió a los vampiros como una raza paralela a la humana, a la cual parasita. Los ejemplos en la literatura y el cine son incontables, y en 2005 el tema pareció haber tocado fondo con las ñoñas aventuras de las criaturas de Stephanie Meyer en la saga Crepúsculo.

Es por ello que el género aparece particularmente manoseado hoy en día, cuando ha pasado por los filtros de la llamada baja cultura, la cinematografía de serie B, la novela pulp y el folletín, y ha sido rescatado y vuelto a filtrar para resurgir, cada tanto tiempo, como una próspera moda que trasciende los límites de la ficción y se arrastra por la periferia de la realidad, con gente que declara que bebe sangre humana de verdad. Como todos los géneros, responde a su propia lógica y limitaciones, quedando confinado a una serie de elementos que se convierten en el tejido folklórico del mismo, y que es lo que se espera encontrar cuando se aborda su lectura. Para el lector, es tranquilizador saber que en el género de zombies o el de fantasmas va a hallar los mismos familiares aspectos una y otra vez. Para el autor, el reto tal vez resida en darle otra vuelta de tuerca, en encontrar un giro diferente, una nueva situación, reparar en lo que nadie ha reparado antes que él, y así contribuir a una tradición vampírica literaria de celebrar los hallazgos pasados reelaborándolos o negándolos.

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Una cabeza llena de fantasmas, de Paul Tremblay

Confieso que cometí el error de ver El exorcista, la cinta seminal del subgénero de posesiones y familias amenazadas por entes diabólicos infernales, ya con veintimuchos y en plan listillo, así que he de reconocer que el relato de unos señores mayores fuertemente armados con rosarios, cruces, agua bendita y el Tubular Bells, enfrentándose a las gamberradas de un demonio que parecía un secundario de Desmadre a la americana o Los incorregibles albóndigas, no sólo no me impresionó demasiado, sino que además acabó por hacerme reír, convencido de que, muy probablemente, la película había sido generosamente financiada por el Vaticano. Visto ahora con la distancia y la serenidad de espíritu que da la vejez, es muy probable que la intención de William Friedkin fuese presentar de forma irónica el venerable relato que alimenta este subgénero; el de la autoridad divina y solar metiendo en vereda al impulso sexual femenino, libre y torrencial, que, sin la pertinente represión, amenazaría con sumir en el caos y la anarquía el orden social. Y es que si el género de terror anglosajón es, en general, y con excepciones, conservador en lo ideológico, este subgénero de posesiones, heredero moderno de la literatura gótica, es ya el epítome de los valores de la Iglesia y la reacción norteamericana; familias de bien amenazadas por demonios del averno que intentan subvertir el sagrado orden áureo familiar a base de tacos, gruñidos de death metal, chorreones de sangre menstrual y vómitos de colores. Algo que debió llamar la atención de Paul Tremblay,  a quien imagino lanzándose a escribir Una cabeza llena de fantasmas tras asistir a la popularidad de imitaciones aún más mojigatas de El exorcista, como El exorcismo de Emily Rose o las cosas de la factoría Wan, (mismamente, The Conjuring 2 debe ser una de las películas de terror más reaccionarias que he tenido el placer de ver recientemente). Pero, desgraciadamente, el resultado no está a la altura de las intenciones.

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