Hijas de norte, de Sarah Hall

Hijas del NorteDeben estar funcionándole bien a Alianza los libros de Sarah Hall como para publicar este Hijas del norte, novela aparecida originalmente en 2007 con el título de The Carhullan Army. Y en cierta forma es una alegría para los que la conocimos hace más de una década cuando la tristemente desaparecida Tropismos tradujo El Miguel Ángel eléctrico. Aquella novela, parcialmente fallida, era una promesa, ambiciosa y con pasajes realmente hermosos (en España beneficiados por el trabajo de Manuel de los Reyes). Suelto esta chapa porque si todo hubiera ido como debiera, Hijas del norte habría aparecido en la editorial salmantina en vez de quedar enterrada en un cajón hasta ahora, tantos años después de su publicación original. En un momento, para qué negarlo, particularmente propicio para una ficción como la que Hall aborda en estas páginas: una historia intimista en un escenario de futuro cercano con un Reino Unido sumergido en una espiral de decrecimiento aderezada con una tormenta reaccionaria. Además, protagonizada por una mujer que busca romper con una vida alienada marcada por los abusos.

Esta brevísima puesta en situación resume las 100 primeras páginas de Hijas del norte. El relato en primera persona de una mujer que huye de la ciudad de (Pen)Rith, en el norte de Inglaterra, hacia la granja de Carhullan. Condenada a una existencia rutinariamente opresiva, con la maternidad imposibilitada por un DIU que se le ha implantado y cualquier autoridad, civil, policial o militar es libre de comprobar que continúa ahí, con todas las relaciones más o menos cálidas condenadas a marchitarse, es fácil entender su idealización de esa comunidad de mujeres. Un Shangri-La donde aspira a reconectar con su humanidad y poner en práctica relaciones más sanas. No extraña que la disonancia entre sus aspiraciones y la Carhullan real sea de aúpa.

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Fariña, de Nacho Carretero

FariñaHa pasado más de un año desde que la popularidad de este libro, ya bastante asentada, se viera amplificada hasta lo indecible por el secuestro de su décima edición y la emisión de su adaptación al formato televisivo, en Antena 3 y en Netflix. La estúpida denuncia del exalcalde de O Grove y la absurda decisión judicial empujaron el libro a un primerísimo plano con el consiguiente efecto Streisand: adelanto del lanzamiento de la serie de televisión y una atención mediática absoluta, con múltiples premios para la producción y nuevas ediciones en papel una vez se levantó el secuestro. Y aunque como atestiguan las ediciones previas, la labor de Nacho Carretero y Libros del KO no necesitaban de este impulso, Fariña bien merecía esta proyección al gran público. Repasa con amplitud un problema enquistado en la sociedad española contemporánea mientras construye un relato muy ameno.

La primera mitad de este libro me parece portentoso. Documenta el nacimiento de la tradición contrabandista en Galicia y contextualiza su paso del estraperlo al tráfico de tabaco y otras sustancias. La extrema pobreza de las primeras décadas de la dictadura franquista, la condición de frontera con un país más rico, la necesidad de productos de primera necesidad, se convierte en el contexto ideal para la aparición de una serie de nombres que de mover chatarra y penicilina, pasaron al tabaco de batea; fardos con miles de cajetillas suministrados por las propias compañías tabaqueras en condiciones muy ventajosas que enriquecieron a una serie de personas que nutren el imaginario colectivo de quiénes guardamos recuerdos de las dos primeras décadas tras la reinstauración de la democracia.

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Episodes, de Christopher Priest

EpisodesEn la reseña de The Gradual (2016) ya me mostraba sorprendido por el vigor creativo de Christopher Priest a lo largo de esta década. Si bien todavía no ha llegado a la fecundidad de los autores más prolijos, tras su aparición ha publicado dos nuevos libros: An American Story, una novela sobre el 11S y la disonancia entre las historias oficiales y las paralelas, y este Episodes, un volumen particularmente interesante. Supone su primera colección de relatos en mucho tiempo. De hecho, si descartamos The Dream Archipielago, el libro que recoge las historias breves que se desarrollan en este lugar narrativo, es su primer libro de relatos desde Un verano infinito, publicado en 1979. Hace justo 40 años.

Este pequeño acontecimiento encuentra explicación en uno de los textos de acompañamiento de Episodes. Priest reconoce que su inspiración casi siempre ha estado guiada por la escritura de novelas, y la mayor parte de sus escasos relatos surgieron después de un encargo. No es algo que tenga connotaciones negativas, pero sí llama la atención en un entorno tan dominado por la ficción breve como la ciencia ficción, un género al cual ha estado vinculado desde mediados de los 60. Y debo confesar que, a pesar de mis reservas dada la pequeña decepción con The Gradual, hay en Episodes material potente. Quizás no al nivel de Un verano infinito, una colección engendrada al inicio de su período de plenitud como escritor, en la fecunda tierra entre la ciencia ficción de inspiración wellsiana de Un mundo invertido y el fantástico de naturaleza más ambigua de La afirmación. Sin embargo en Episodes ofrece dos o tres piezas con enjundia suficiente como para recomendar su lectura.

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Fracasando por placer (VI): Alien nº1, diciembre de 1981

Cabecera Alien

Es una pregunta que surge periódicamente en la cabeza de alguien, por lo general poco informado: si las revistas de cualquier temática suelen ser grandes y con los santos a colores, ¿por qué no hacer una de literatura de ciencia ficción así? Al fin y al cabo, bien lustrosas quedan las ilustraciones de naves, las jamonas espaciales, las esferas de Dyson… Hay otros factores adicionales, como que ese tamaño permite la difusión en quiosco y el cobro de mejores tarifas de publicidad.

Sin embargo, y deseándole lo mejor a la actual Windumanoth, lo cierto es que este razonamiento ha demostrado ser reiteradamente erróneo. Casi todas las revistas más longevas en España (si no consideramos revista a una publicación sin ninguna estructura profesional como BEM, lo que sería otra discusión ya bastante repetida), prácticamente 24 de las 25 más longevas en Estados Unidos, han sido en formato libro o al menos más pequeñas de lo normal en cualquier otro sector, como Gigamesh o Solaris. La inglesa Interzone es casi la única excepción. Las castañas que hemos vivido aquí con este tipo de proyectos, que suelen ser necesariamente aparatosos, han sido curiosas y forman parte de los momentos más divertidos de nuestra intrahistoria.

¿Por qué no suelen funcionar esos experimentos? Básicamente, porque las tiradas exigidas para la distribución en quiosco, que históricamente han sido de varios miles de ejemplares, no se corresponden en modo alguno con el interés el público real. Las revistas de otras temáticas asumen que para vender 50.000 deben imprimir 80.000 y mandar al crematorio 30.000, pero 50.000 ya es un número bueno tanto como ingreso en sí como por lo que permite cobrar a los anunciantes. Imprimir 15.000 para vender con mucha suerte 5.000 no permite una escala equivalente en modo alguno. Y estoy dando datos de los años ochenta, que no se corresponden de ninguna manera con los actuales, tanto por el encogimiento del número de lectores de género como por los del mercado de revistas en sí.

Por otra parte, la publicidad en revistas especializadas tiene la dificultad adicional de cuál es la consideración que tiene el nicho temático tratado para los anunciantes. Lamento comunicar que la percepción tradicional del nicho friki en España fue que éramos la escoria, pobres como ratas y empeñados en comprar cosas totalmente apartadas del mercado publicitario en general.

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Autonomous, de Annalee Newitz

AutonomousAutonomous hierve de propuestas sugerentes. Su planteamiento inicial es brillante: la creación de un fármaco que provoca adicción al trabajo como herramienta definitiva al servicio de empresarios sin escrúpulos… o solución al tedio de los empleados con ocupaciones monótonas. El personaje de Paladín —ese robot atormentado por la imposibilidad de diferenciar los verdaderos sentimientos de la programación preinstalada en su sistema— es fascinante. El libre albedrío, los peligros del capitalismo salvaje o la manera en la que los prejuicios relacionados con el género pueden afectar a nuestra forma de relacionarnos con los demás son algunas de las cuestiones con las que la autora —la debutante Annalee Newitz— bombardea constantemente al lector, obligándole a reflexionar.

Creo que la novela cuenta con ingredientes suficientes como para convertirse en un libro de referencia dentro del género (“Autonomous es a la biotecnología y la IA lo que Neuromante fue para Internet”, reza un blurb de Neal Stephenson, ni más ni menos, en la contraportada de esta edición de Minotauro) y que, sin embargo, se queda a medio camino de conseguirlo. A pesar de sus virtudes incontestables, la novela tiene un talón de Aquiles en el que se apelotonan un estilo narrativo tibio —la lectura me resultó, en líneas generales, agradable, pero nunca adictiva ni deslumbrante—, un ritmo lastrado por la abundancia de flashbacks que no aportan demasiado a la historia, y una protagonista —Jack— muy bondadosa y con un elevado sentido de la justicia, pero sin aristas ni matices. No obstante, ante todo y sobre todo, me resulta frustrante lo poco que la autora profundiza en algunas de las cuestiones más apasionantes que plantea. Como muestra, un botón: la acción se desarrolla en una sociedad donde fármacos como la Zacuidad (la droga que activa los centros de placer de los trabajadores cuando realizan sus tareas) son legales, pero la narración se centra más en los efectos secundarios nocivos que tiene esta sustancia —y en el hecho que la multinacional que la fabrica, cual productora de carne mechada con listeriosis, centre todos sus esfuerzos en ocultarlos en lugar de en garantizar la seguridad del producto que comercializa— que en explorar las implicaciones éticas de la existencia de una droga así. Por exigencias del guión, la narración se mueve principalmente en escenarios marginales —los bajos fondos de las ciudades, los reductos donde se reúnen los activistas antisistema…—, y esto impide que el lector pueda tener una perspectiva más global de la sociedad concebida por Newitz, en la que la frontera entre trabajo y esclavitud —debido a la existencia de “servicontratos”, otro interesantísimo concepto presente en la novela— es en ocasiones borrosa. Por entendernos, y recurriendo a una comparación un tanto tosca, tengo la sensación de que Newitz hubiera podido escribir algo en la línea de Un mundo feliz y, en lugar de eso, confeccionó una novela más parecida a Las bóvedas de acero.

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