Si algo ha perjudicado al cyberpunk en su toma de contacto con el lector español es que, en general, es un subgénero que hemos conocido de oídas o por su pálido reflejo, meramente estético y superficial, en otros campos de la cultura popular como el cine, la música o la animación japonesa. Problema agudizado por el efecto distorsionador de muchas obras tardías o derivativas, explotación comercial de un subgénero cuyos fundadores habían abandonado ya. Hasta que al final se ha tomado la parte por el todo, es decir, Neuromante y todo lo que vino después, como plantilla de una corriente más diversa de lo en un principio podría parecer. Que obras claves del movimiento permanezcan aún inéditas contribuye a crear esta deformada imagen popular del cyberpunk como una enorme urbe decadente donde personajes marginales se ven envueltos en confusas tramas construidas a base de los peores clichés del género negro, abundante quincallería tecnológica y virtual, capitalismo extremo y un corto y aburrido etcétera. Paradigma de esta situación lo tenemos en el retraso de veinte años con que nos llega por fin Cismatrix, obra emblemática del subgénero, la seminal y ambiciosísima space opera de Bruce Sterling cuya onda expansiva aún se puede sentir en la ciencia ficción moderna (sobre todo en la nueva space opera británica desde Alastair Reynolds hasta Charles Stross). La obra que atestigua que el cyberpunk era mucho más que estética vacua, el cyberpunk era una actitud, una literatura reflejo del mundo, de los temores, ansiedades y deseos de su época que todavía es un poco la nuestra.
Abelard Lindsay, niño pera heredero de una rancia familia aristocrática Mecanista, cae en desgracia viéndose obligado a huir de su hábitat circunlunar natal debido a las complicadas mareas de la política interplanetaria y las maquinaciones de su antiguo amigo y ahora némesis, Philip Constantine. Prácticamente con una mano detrás y otra delante Abelard se embarca en un larguísimo viaje iniciático buscándose la vida como vagabundo, empresario y diplomático a lo largo y ancho del complejísimo Sistema Solar posthumanista que propone Sterling. Un sistema fracturado en dos bloques opuestos que recuerdan poderosamente al sistema de fuerzas establecido durante la Guerra Fría; los Formistas (que optan por aprovechar las ventajas de la biotecnología para mejorar sus capacidades tanto intelectuales como físicas a la hora de adaptarse al espacio exterior) y los Mecanistas (que emplean tecnología cibernética y nanotecnología con el mismo fin). Las fricciones entre ambas facciones son económicas, políticas, estéticas, diplomáticas e incluso militares y Abelard, como el resto de los seres humanos que pululan por el Sistema Solar, no duda en cambiar de bando según determine su suerte o la oportunidad del momento. Pero a medida que avanzamos por la novela siguiendo las peripecias de Abelard durante cientos de años nos iremos dando cuenta que la dinámica de estos dos grupos es de todo menos estable y duradera. El cisma inicial acaba por derivar en un Sistema Solar donde apenas se puede encontrar un ser humano reconocible como tal y la civilización humana no es más que un sindiós de clados (ramificaciones surgidas en la evolución de los seres humanos) cuya apariencia es radicalmente diferente a lo que conocemos ahora mismo como humanidad, un bullir de seres que han tomado el control de su evolución en un universo lleno de posibilidades y maravillas.
El rasgo cyberpunk más característico que uno detecta rápidamente en Cismatrix es la obsesiva integración hombre-máquina, aquí llevada hasta sus últimas consecuencias. En Cismatrix el mismo cuerpo humano ha quedado obsoleto, a merced de las modificaciones tecnológicas necesarias para sobrevivir en el entorno hostil del Sistema Solar, reducido a instrumento diplomático de comunicación (no es baladí la importancia del teatro en una época de videomanicura y manipulación digital). Sencillamente la humanidad tal y como la entendemos ahora ha muerto. Pero eso, para la civilización posthumanista, no es en absoluto negativo; es necesario, liberador. Porque la Humanidad es mucho más que una comunidad de seres con rasgos físicos semejantes, sino que se trata de un estado sumamente complejo, cambiante, una matriz que surge de una combinación de elementos dispares; economía, política, historia, tecnología y estética. Donde la tecnología sería la estructura dominante, la que condiciona todas las demás, la que define, en el fondo, el propio conflicto Formador/Mecanista y, por extensión, el caldo de cultivo de las múltiples culturas posthumanistas que prosperan por todo el Sistema Solar.
Conflicto que ni es estático ni dura eternamente. La narración, que abarca cientos de años en la historia de un Sistema Solar sumido en el cambio constante, nos otorga la perspectiva necesaria para comprender el carácter cíclico de la Historia, la necesidad de adaptación al fluir del cambio, e, incluso más aún, la necesidad de anticiparse a dichos cambios, provocarlos y dominarlos. Así, tras una (no muy sutil) simbólica visita a las profundidades marinas de un prácticamente abandonado planeta Tierra, Lindsay se convierte en un exitoso promotor de la terraformación, generando un nuevo impulso económico, cultural y político en todo el Sistema. La moraleja de Cismatrix es clara; todo el que se encierre en su cáscara de nuez ideológico-cultural será barrido por el futuro. Cuando llega el final de un ciclo es absurdo dejarse inmolar en una defensa inútil de viejas concepciones caducas, la lealtad a la tribu, a una forma de pensar y vivir que ya no sirve en las nuevas circunstancias. Para sobrevivir sólo podemos ser fieles al continuo flujo de información. No es extraño que en la novela todos los conflictos que surgen del enfrentamiento entre nuevas y viejas concepciones del mundo se resuelvan de manera trágica para con los individuos que se aferran a códigos de valores obsoletos (buen ejemplo de esto lo encontramos en la suerte dispar de Lindsay y su esposa Nora, tras decidir si abandonan o no a su clan Mecanista en un momento clave de la historia).
Por otro lado es importante detenerse un momento en otro rasgo clave en el cyberpunk que también comparte Cismatrix; el manejo de la forma para causar un efecto determinado en el lector. Si en otras novelas de Sterling su estilo era mucho más sencillo y directo, en esta ocasión la gestalt de multitud de culturas en avance rápido evolutivo genera un lenguaje propio; el idioma del futuro posthumanista que Sterling plasma con exhaustivo detalle. En una estrategia similar a la empleada por Gibson y heredera de William Burroughs, aquí nos encontramos con una prosa densa hasta lo ininteligible, extremadamente barroca, incluso poética, reflejo de un universo extremadamente caótico y dinámico, donde no siempre es distinguible donde acaba el cuerpo y comienza la tecnología. Como si el objetivo de Sterling fuera infectar el cerebro de sus lectores con un virus de complejas metáforas de alta tecnología que permitieran la asimilación de su discurso posthumanista, imposible de aceptar desde nuestra actual concepción del mundo. Convirtiéndose el propio texto en un catalizador de las ansias y temores de toda una era post-industrial, una interfaz entre la lógica implacable de la Máquina y los paisajes surrealistas de nuestro inconsciente.
Lamentablemente, al final Sterling acaba por traicionar el discurso tan sólidamente construido a lo largo de la novela y no puede evitar concederle a Lindsay la trascendencia hacia un estado superior del ser con deus ex machina extraterrestre incluido. Pero, a pesar del desliz, a esas alturas nosotros ya sabemos de la naturaleza implacable del cambio en un universo aterrador y maravilloso donde cada uno puede crear su propia realidad, tomar las riendas de su destino sin miedo y asumir la responsabilidad de ser libre. Y sabemos que nada termina. Nunca.