Aldebarán y Betelgeuse: los sólidos cimientos de la saga de «Los Mundos de Aldebarán», de Leo

AldebaránTreinta años han pasado desde que arrancó la saga de «Los Mundos de Aldebarán», de Leo, y la serie sigue vivita y coleando (su entrega más reciente, el segundo volumen del ciclo de Bellatrix, ha visto la luz en septiembre de este 2024) a pesar de no ser —al contrario que otras franquicias superlongevas— exactamente un fenómeno de masas. Como no podía ser de otra manera en una construcción de semejante envergadura, toda ella se sostiene sobre unos cimientos bien robustos: los cinco volúmenes del ciclo de Aldebarán, que se publicaron entre 1994 y 1998, y los otros tantos —quizás algo más maduros que los anteriores, más redondos, más cuajaditos— del ciclo de Betelgeuse (2000-2005). Regresar a cualquiera de ellos hoy, varias décadas más tarde, sigue siendo una experiencia absorbente plagada de aventuras, sentido de la maravilla, crítica social y personajes inolvidables. Y no se trata solo de que las historias hayan envejecido bien. Es que son tan actuales que, si hubieran sido publicadas la semana pasada, no faltaría quien las acusase de oportunistas, de wokismo o de haberse subido a la ola de «corrección política» para engatusar al público de hoy en día. Pero no, amigos míos. «Los mundos de Aldebarán» nació así, lleno de mujeres fuertes que cortan el bacalao —empezando por la protagonista Kim Keller, por supuesto, pero no solo ella— ya desde su origen, a mediados de los noventa.

Su autor, Leo (seudónimo de Luiz Eduardo de Oliveira), nació en Brasil, aunque ha desarrollado toda su carrera creativa en Francia y su obra se inscribe plenamente en la tradición del cómic europeo. No obstante, su trayectoria vital previa es fácilmente rastreable en su trabajo: se intuye una inspiración brasileña en los paisajes alienígenas de Aldebarán (las selvas y los pueblecitos de pescadores); su pasado como activista de la izquierda clandestina es palpable en cada viñeta (me hace gracia que la editorial francesa Dargaud afirme, en la biografía que tienen colgada en su página web, que «en 1974 renunció a todo compromiso político y decidió dedicarse al dibujo», como si sus historias no estuviesen cargadas, cargadísimas, de mensaje); y es fácil reconocer, en esos personajes que allá donde van se ven hostigados por el autoritarismo y la codicia de sus gobernantes, el periplo del propio autor: Leo se mudó de Brasil a Chile, huyendo de la dictadura militar de su país natal, pocos años antes del golpe de estado de Pinochet, por lo que se vio obligado a escapar de nuevo, esta vez a la convulsa Argentina de la época, antes de regresar a Brasil furtivamente.

Aldebarán está ambientado a finales del siglo XXII en el planeta Aldebarán-4, un mundo oceánico salpicado de islas, el primero fuera del Sistema Solar en haber sido colonizado con éxito. Debido a un problema en un satélite, Aldebarán se encuentra incomunicado con La Tierra y, tras más de un siglo de aislamiento, atraviesa un estado de regresión, tanto tecnológico como social, en el que las autoridades religiosas han tomado el control del ejército. Una serie de extraños sucesos pondrá en contacto a la jovencísima Kim Keller y su interés amoroso, Mark Sorensen, con unos científicos al margen de la ley que se han consagrado al estudio de «la Mantris», una misteriosa criatura marina cuyo ciclo vital de diez años causa un gran impacto en los océanos… y aquí lo dejo para no desvelar nada de la trama a los afortunados que no lo hayan leído aún.

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Némesis, de Isaac Asimov

NémesisHay veces en que apetece algo de un autor y resulta que ya no tienes. Siendo a priori no tan fan de Asimov, hay veces que la simpatía, la pereza, la nostalgia, una combinación de varias de esas posibles causas, hacen que me pida el cuerpo una dosis. Y ahora ya lo leí todo. De hecho, releí en los últimos años, en torno a la pandemia, toda la saga Robots-Fundación. Y antes Los propios dioses. No me quedaba más que El fin de la eternidad. Aunque…

Un momento…

Tenía una novela de Asimov sin leer. Se me había olvidado por completo.

Puedo aducir varias razones. Cuando apareció Némesis yo venía del desengaño consecuente al entusiasmo juvenil por Asimov. Recibí con verdadero entusiasmo y leí luego con creciente escepticismo el retorno a la actividad en el género que supuso Los límites de la Fundación, que cuando yo tenía 15 años llegó a anunciar su edición en la tv española. Mi fervor decreció con las sucesivas entregas, al punto de aguardar a comprármelas en bolsillo finalmente, y creo que en algún caso ni llegar a leerlas en su momento. A mí el cuerpo me pedía más y Asimov me iba dando cada vez menos; la edición que en su momento adquirí de Némesis ni siquiera fue la primera que apareció en bolsillo, sino que aguardé supongo a algún momento propicio para después dejarla más o menos sepultada y olvidada. Tampoco recuerdo que apareciera por entonces ninguna reseña que la elogiara especialmente, lo que podría haberme servido de motivación. Creo que casi todos andábamos en un barco parecido.

En mi caso, además, llevé muy mal la década de los ochenta de los clásicos, impulsada por un rendimiento comercial que posiblemente ninguno de ellos había conseguido en los momentos más distinguidos de su carrera. Los veinte años largos finales de Robert Heinlein fueron en resumen ridículos, acumulando gruesos volúmenes consagrados a pontificar anarcomachiruladas incoherentes y chocheando con fantasías incestuosas (cada vez más vergonzantes, hasta el descarrilamiento final de la nunca reeditada Viaje más allá del crepúsculo, que es quizá el único libro publicado en la historia que tiene como tema central «qué cosa rica zumbarte a tu familia, hum»). Pero bueno, en realidad me da igual: que Heinlein terminara cascándosela como más o menos pudiera ante la idea de echarle un polvo a su madre está en realidad a la altura del nivel mostrado en una notable porción de su trayectoria literaria y vital.

Más penoso es que las novelas finales de autores más entrañables como Theodore Sturgeon, Clifford Simak y Alfred Bester, Cuerpodivino, La autopista de la eternidad y Los impostores, son metahomenajes vacíos, con momentos en algún caso autoparódicos. Arthur C. Clarke, algo más joven, tardó más en echarse totalmente al monte, pero ya he escrito unas cuantas veces que 3001 es uno de los libros más vergonzosos que he leído en mi vida.

En comparación con ellos, Asimov no consiguió mantener su mejor tono, pero sí al menos la amenidad y la dignidad, dos cualidades importantes para cualquier escritor. (Lo mismo puede decirse de dos amigos que le sobrevivieron y siguieron escribiendo hasta edad muy avanzada, Frederick Pohl y Jack Williamson, con sus más y sus menos como es natural). Tras la relectura que hice de Robots-Fundación, se me hicieron obvios y algo cansinos una serie de manierismos del Asimov crepuscular, sumados a los ya conocidos (sí, las escenas fuera de cámara y los diálogos interminables sobre todo): los personajes adolescentes marisabidillos, la inclusión de subtramas memorablemente superfluas para alcanzar con precisión milimétrica la extensión acordada con la editorial, la creciente sensación de que todo lo exhibido forma parte de un teatrillo gigante más improvisado de lo que se quiere reconocer.

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El transhumanismo de la Trilogía Cósmica de Víctor Conde

  1. 6 A.M.Introducción

La ciencia ficción es el género de la imaginación disciplinada. Poniéndonos técnicos, toda la literatura es imaginación disciplinada. Si acudimos a una definición más rigurosa, quizás se entienda mejor: «La ciencia ficción es el género no realista que no está basado en fenómenos sobrenaturales», entendiendo lo sobrenatural como aquello que refiere a principios divinos, místicos o mágicos. Por peregrina que sea, el hecho de que exista una justificación científica en la obra implica una visión materialista de la realidad y, por consiguiente, cierta angustia por la falta de sentido y de esperanza en un universo indiferente, así como una reconsideración de lo inamovible de nuestros principios culturales. Por estos motivos, Csicsery Ronay Jr., uno de los mayores expertos en el género, afirma que la cf es uno de los géneros más venerables, porque «fue la primera en dedicar su imaginación al futuro y a las incesantes revoluciones del saber y del deseo que acompañan a la aplicación de los conocimientos científicos y técnicos a la vida social». «Imaginación disciplinada», al fin y al cabo.

Esta visión materialista y este escepticismo hacia las imposiciones culturales, hace que la imaginación pueda especular sobre las más locas ideas respecto a otras formas de entender el Ser y la cultura, sin recurrir a «lo inefable».

La línea más prospectiva ―término que Julián Díez propuso acertadamente en su artículo «Secesión»― de este género desarrolla paradigmas socio-políticos alternativos  y por ello se desarrolla especialmente en distopías.

Sin embargo, hay otra rama que, si bien no suele ignorar lo prospectivo, apuesta más por lo sublime. En filosofía se entiende por «sublime» un sentimiento más o menos perturbador, pero que nuestra imaginación nos permitirá gestionar de algún modo. En general, las obras de cf lo trabajan desde las desaforadas medidas del universo, tanto espaciales como temporales y/o con una evolución extrema del ser humano. Disponemos de dos acercamientos especialmente lúcidos a lo sublime en la cf: el de Csicsery Ronay Jr., en su libro The Seven Beauties of Science Fiction y el de Cornel Robu en diferentes artículos, como los publicados en la revista Hélice.

Lo sublime lleva emparejado en estas obras lo que coloquialmente se ha denominado «vértigo cósmico», un concepto relacionable con la náusea de Sartre: la consciencia de nuestra pequeñez respecto a las colosales dimensiones del universo, que implica además una incapacidad para superar la conciencia de la propia muerte respecto a la idea de una eternidad sin nosotros. Podría vincularse lo sublime con el vértigo cósmico desde miradas como la de Jacques Derrida:

El placer (Lust) provocado por lo sublime es negativo. […] En el sentimiento de lo sublime, el placer solo brota indirectamente. Viene después de la inhibición, la detención, la suspensión (Hemmung) que retienen las fuerzas vitales A esta retención sigue una brusca expansión, un derrame (Ergiessung) aún más potente.

Si bien el concepto tiene cierta relación con el horror cósmico, célebre especialmente por las obras de Lovecraft con polémica relación con lo sublime ―recomiendo los trabajos de Vivian Ralickas sobre Lovecraft y lo sublime―, el vértigo cósmico no se centra tanto en la mentalidad de criaturas que superan nuestro entendimiento como en las dimensiones materiales espacio-temporales. Evidentemente, el horror cósmico lovecraftiano también tiene relación con grandes magnitudes espaciotemporales, pero no se centra tanto en ellas como en las propias criaturas.

Respecto al control de la imaginación, es un concepto complicado de entender entenderlo por cuanto que se trata de una facultad del ser humano que tiene que ver con la proyección de su consciencia hasta más allá de sentirse en contacto con lo ilimitado.

En la cf, la interacción del sentido de lo sublime con la imaginación lleva al «sentido de la maravilla», a través de una posible superación de ese vértigo cósmico. Para ello es necesaria dotar de sentido estético al ser humano respecto a esas dimensiones.

Existen numerosas historias de cf que trabajan estos recursos. Las más famosas quizás sean la película 2001 y su novela. Otras películas en esta línea son Interstellar o Anihilation.

Entre las novelas, hay incluso más ejemplos, como Mundos en el abismo, de Juan Miguel Aguilera y Javier Redal; Casa de soles, de Alastair Reynolds; Starplex, de Robert J. Sawyer; El otoño de las estrellas, de Miquel Barceló y Pedro Jorge Romero; El fin de la infancia, de Arthur C. Clarke, o La guerra interminable, de Joe Haldeman. En español tenemos, por ejemplo, «La estrella», de Elia Barceló, y, ambas de Juan Miguel Aguilera: «Todo lo que un hombre puede imaginar» y La red de Indra.

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A Hidden Place, de Robert Charles Wilson

A Hidden PlaceLo que me atrajo fue la portada. Está ese dicho en inglés que sugiere, con bastante sentido común, no juzgar un libro por su portada. Pero la verdad es que no hice mucho caso y el libro ya me atrajo, sin saber de qué iba, sólo por lo evocadora que me parecía la posición de los personajes en primer plano, con ese brillo azul en la mirada de la chica, y, en segundo plano, más allá de la curva de la carretera, por ese otro personaje, vulnerable y desamparado, que claramente era el foco de atención de la imagen. Poco hablamos de las portadas. De lo importantes que son. Esta, del espléndido Jim Burns, aunque pueda tener algo de cutrecilla, me encantó hasta el punto de comprarme la novela, esta A Hidden Place de la que conocía el autor –Robert Charles Wilson– pero no el título y me llevé el ejemplar sin ningún tipo de miramiento. ¡Menudo acierto!

Porque detrás de esta portada hay vagabundos en un tren de mercancías yendo de un sitio a otro en la geografía norteamericana; hay, también, un despliegue de paisajes y la aventura de la itinerancia; y, en medio de esta inmersión en la ciencia ficción rural, están la pobreza, la quiebra de la sociedad y un poco del amor que queda en el mundo. Sobre el vagabundo del tren de mercancías reconozco que decirlo así, pierde (como todo pierde en traducción), pero esa es la idea, o el resumen de la idea, del hobo americano. Es un imaginario que conocemos por el cine (y por Los Simpson) y por algunas lecturas, y por lo visto en la ciencia ficción teníamos esta encantadora, esta excelente ópera prima de Robert Charles Wilson como representante de ese imaginario, como sobresaliente historia de ciencia ficción rural.

La novela se abre con un preludio en el que vemos ese cuadro conocido y a la vez desconocido, y recuerda en su emulsión de aventura, despreocupación, peligro y violencia a las descripciones de estos mismos mundos, de estas almas libres y pobres, que podemos leer en ensayos como Lonesome Traveller de Jack Kerouac, y, sobre todo y más a fondo, en Riding Toward Everywhere de Willam T. Vollmann.

Una delicia de apertura.

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50 en 50. Medio siglo de relatos, de Harry Harrison

50 en 50En “Retrato de un artista” Harry Harrison cuenta un día de trabajo de un antiguo dibujante de cómic, Pachs, encargado de dar instrucciones a una máquina que dibuja tebeos. Lee el guión a ilustrar, divide la página en viñetas, señala con un boceto mínimo qué va en cada lugar e indica los detalles. La máquina lo lleva a cabo en un estilo impersonal, repetitivo, industrial. Él aporta unos últimos detalles; unas lágrimas en una cara triste, unas líneas de expresión de una sonrisa… A media mañana deja esa tarea para asistir a una reunión con el editor. Éste le comunica que la empresa le “deja ir”; han adquirido un aparato más moderno y han contratado a un becario que será capaz de hacer su labor sin la implicación del artista. La nueva máquina está capacitada para seguir la línea de otros creadores (Kubert, Barry, Caniff…). Poco importa su historial de renuncias y de fidelidad a la empresa. La decisión es definitiva. Pachs regresa a su puesto y afronta el dibujo de una página, su obra maestra, antes de terminar ese último día de trabajo.

Mientras leía la historia me sentí empujado a ponerla en valor, difundiéndola en Twitter y señalando la cualidad anticipatoria de la ciencia ficción. Cómo un cuento publicado en The Magazine of Fantasy of Science Fiction en 1964 recrea una situación de máxima actualidad que tan preocupado tiene a los dibujantes de cómic, ilustradores de libros, traductores en todos los campos… Pero esto no es eldiario.es o El Confidencial y la brillantez del relato va mucho más allá de esas cualidades proféticas. En sus páginas se respira el conocimiento de Harrison del oficio de dibujante, profesión que ejerció durante los años 50 antes del colapso provocado por la autocensura de la propia industria del tebeo ante el caso Wertham. Transmite con elocuencia el proceso histórico que entonces se vivía en el mundillo editorial del tebeo, y particularmente en las empresas de impresión, de la pérdida de empleos aparejadas al salto tecnológico. Y condensa en muy pocas páginas la frustración de alguien que ni rebajándose consigue mantenerse en el negocio que le da de comer; ya ha cedido todo en el pasado pensando que vendrán tiempos mejores.

El desenlace es emocionante. Y contra lo que suele ser este espacio, lo voy a contar. Apenas es un relato de los cincuenta que recoge 50 en 50; pueden disfrutar de su lectura aun sabiendo como termina. El hecho es que Pachs salta por la ventana. El editor se acerca a su mesa de dibujo y observa esa última página, una representación perfectamente secuenciada de los momentos previos al salto y el suicidio. Entonces Harrison incide en la edad de Pachs: era un anciano que continuaba “atado” a su mesa de trabajo por la carencia de seguros sociales o ahorros. Las últimas palabras del editor, señalando una discrepancia entre la página y la realidad que pretendía evocar (“¿No le decía yo siempre que ese hombre nunca fue bueno con los detalles?”) son un aldabonazo sobre ser un engranaje más en una máquina deshumanizada. También, el contrapunto que subraya la crueldad de un modo de vida donde la creación lo era todo y llevó a Pachs a verse atrapado y conducido hacia un desenlace que era cuestión de tiempo.

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“Papi siempre lleva razón”: Robert A. Heinlein en el siglo XXI

Expanded Universe

En 1961, Robert A. Heinlein dijo que la John Birch Society, un think tank de ultraderecha creado tres años antes, era “preferible a los liberales y los conservadores moderados, aunque sea una organización fascista”. En 2016, la John Birch Society aseguró que la elección de Donald Trump como presidente hacía posible que al fin “muchos de nuestros impulsos fundacionales hayan llegado a la Casa Blanca”.

A la muerte de Heinlein en 1988 se creó un galardón con su nombre para “impulsar y premiar el progreso en las actividades comerciales en el espacio”. Ha sido otorgado sólo tres veces: a Elon Musk, Jeff Bezos y Peter Diamandis. Lo primero que aparece en Google al buscar quién es Diamandis es que organizó un evento en enero de 2021 en Santa Mónica, en el que cobraba 30.000 dólares por asistencia, y en el que a pesar de difundir algunos tratamientos alternativos muy singulares sobre el covid (por ejemplo, ketamina), la práctica totalidad de los asistentes se contagió por la absoluta falta de medidas de prevención.

Entre los doce libros que Elon Musk asegura que le cambiaron la vida, cita La Luna es una cruel amante y Forastero en tierra extraña. Paul Allen, uno de los cofundadores de Microsoft, es otro admirador confeso.

Milton Friedman, el célebre economista ultraliberal que fue uno de los fundadores de la Escuela de Chicago, asesor de los gobiernos de Augusto Pinochet o Margaret Thatcher, publicó en 1975 una recopilación de ensayos titulado There’s No Such Thing As a Free Lunch, Aunque esa frase existiera de antes, Heinlein fue quien la popularizó en La Luna es una cruel amante, novela que Friedman elogió por la época de su publicación original.

Mientras que la influencia de Ayn Rand en la visión de la política conservadora actual es un hecho bien conocido, la de Heinlein parece pasar en comparación de puntillas. Todo en torno a la situación de Heinlein hoy resulta chocante: el que tradicionalmente se consideró como uno de los “tres grandes” del género no tiene ahora mismo más que un libro a la venta para el lector español, la juvenil Ciudadano de la galaxia. Como es natural, en consecuencia, Heinlein está fuera del debate. Mientras su obra quizá sea más importante que nunca como referente ideológico, por ejemplo entre los miles de entradas de esta web en sus años dedicados al género no hay una sola sobre él. Posiblemente lo único que sepa sobre Heinlein cualquier lector de cf de menos de treinta años es que era un señor antiguo y rancio, sobre el que se ha discutido muchas veces. Aunque quizá sea quien más ha cumplido ese secreto sueño de la cf de dar forma a la realidad, más que anticiparla.

¿A nadie más le parece fascinante esta extraña combinación?

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Expect Me Tomorrow, de Christopher Priest

Expect Me Tomorrow(Algunas de) Las últimas novelas de Christopher Priest pueden tomarse como una pequeña cruzada escéptica, una censura a visiones dominantes de nuestro presente. No sólo tengo en cuenta An American Story, donde ponía en solfa la versión oficial del 11S. The Separation (El último día de la guerra) era un libro poliédrico que además de sumergirse en los momentos de cambio que dan lugar a las ucronías y la dificultad de conciliar las historias orales, sacudía la percepción de la Segunda Guerra Mundial como un acontecimiento granítico ocurrió-como-tenía-que-ocurrir. Hay más ejemplos.

Esta enmienda de la interpretación unívoca de lo factual no es fruto de una deriva hacia terrenos mcgufos, una candidatura para convertirse en colaborador recurrente del equivalente a Íker Jiménez en el Channel 4. Tiene más que ver con alejarse de visiones simplificadoras de los hechos, abrazar la complejidad de un presente en el cual se prescinde de todo lo que no concuerda con una versión, como si no existiera, para emitir mensajes rotundos, incontrovertibles, reduccionistas. Este propósito en su caso llega con un peaje potencial: quedarse en novela de tesis, o con varias tesis; un riesgo para el relato dramático a abordar. A través de la estructura, el tono, la voz, Priest lograba acomodar forma y fondo en sus grandes obras. Sin embargo, en los últimos años de su vida he percibido descuido en ese andamiaje. En demasiadas ocasiones los enigmas que se van resolviendo, lejos de ser transformadores, transmiten una excesiva finalidad didáctica/paternalista. A falta de leer Airside, su último libro publicado en vida, Expect Me Tomorrow vendría a ser el ejemplo más reciente.

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La carretera, de Cormac McCarthy

La carreteraFue ver The Last of Us y querer volver una vez más al mundo de La carretera. Me entraron unas ganas incontenibles, viscerales y entusiásticas, de volver a leer, por tercera vez, La carretera. Lo que tampoco es tan raro: tanto es el parecido, tantas las concomitancias, que viendo la serie recordaba sin esfuerzo la novela. La he releído por eso y porque en principio se estrena, a finales de año, una adaptación al cine de Meridiano de sangre dirigida por John Hillcoat, autor de ese neowestern australiano, violento y árido, que es The Proposition, y quería tener fresco en la cabeza el pensamiento de McCarthy, el imaginario de su escritura. Roger Ebert, en la crítica que escribió en su momento de The Proposition, dijo que esta película, escrita nada menos que por Nick Cave, ya era, de hecho, un pariente cercano de Meridiano de sangre (aunque yo diría que más por su estética y composición que por su representación de la violencia), así que veremos en qué se convierte ese proyecto.

Hace unos meses mencioné en esta página un texto poco interesante que no escribí sobre La carretera, y este sigue, por suerte, sin ser ese texto. De lo que me he dado cuenta, en esta tercera lectura del libro, es de lo mucho que te machaca el autor: no ves las ruinas ni todo ese destrozo, sino que avanzas por él, rodeado, y cada párrafo añade un detalle más de ese horror que se acumula. Te quiere hundir en ese contexto de espanto y degradación y cuando pensabas que el cuadro ya por fin estaba terminado le añade un buen par de pinceladas más para que no te confundas y sepas que estás en un entorno de violencia sin fin. He visto que no te da tregua, y eso que la segunda vez leí La carretera como relato optimista.

La primera vez leí la novela como relato de aventuras, como sinigual historia de supervivencia entre gente demenciada y rota; la segunda, como historia de esperanza, como tenue, pálida y lejana pero aún viva luz de esperanza en un mundo arrasado; y esta vez, esta tercera lectura de La carretera, ha sido para mí la lectura moral. Sé que no descubro nada nuevo con esto pero he visto que el niño es el garante del sentido de la moral en ese mundo. Sin pretenderlo, sin ser plenamente consciente de ello, pero lo es. A pesar de los instintos de supervivencia del padre.

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El nacimiento del ciberpunk. Eclosión (4 de 4)

La periferia

Algo se cocía en los 80. La nueva generación de escritores fue agrupándose en torno a una serie de ideas y publicando interesantes novelas alrededor de ellas, aunque es la aparición de Neuromante la que concreta la nueva sensibilidad y el carácter distinto de la corriente. Diferentes novelas y relatos publicados en los primeros años de la década tenían un definitivo tono y carácter ciberpunk, pero es la obra de Gibson la que representa a todas, pues sintetiza y concreta el alma de lo que se intuye como una nueva rama de la ciencia ficción, presentando un futuro que suena a muchos, pero que no se había visto antes. No es apocalíptico, no está al borde de la destrucción ni, en el otro extremo, es la utopía cósmica que exhibe la space opera. Es, seguramente, la lógica evolución de nuestra sociedad, un futuro cercano más creíble que los aparecidos anteriormente y que presenta los grandes rasgos de la civilización del siglo XX y muchos de sus vicios multiplicados: redes informáticas, piratería digital, grandes corporaciones, marketing y merchandising alienantes, biotecnología, drogas de diseño, globalidad y multiculturalidad, tribus urbanas y, en definitiva, una nueva sensibilidad humana asentada sobre los elaborados productos de desecho de la época de la razón. El gran acierto de Neuromante es fundir el producto destilado de todos los escritores de décadas anteriores con la sensibilidad de sus coetáneos y darle una forma novedosa, moderna, presta a la identificación del lector de ciencia ficción de finales del siglo XX, abrumado ciudadano inmerso en la realidad de un mundo que se encuentra, más que nunca, al borde del futuro.

Antes de que Gibson ejerciera de partero, distintos autores recién llegados al género fueron tocando en esos mismos años los escenarios y los elementos temáticos que conformarían el ciberpunk, anticipándose a lo que había de venir. Lo hicieron con tal clarividencia que muchas de sus obras posteriores, realizadas años después de ser bautizada la corriente, encajan peor en la categoría que las que publicaron durante el primer lustro de la década. Si seguimos la definición amplia de Sterling, se trata de obras inequívocamente ciberpunkis, pertenecientes al subgénero en la misma medida que la propia Neuromante. El poso dejado por esas novelas y cuentos fue crucial para la inevitable eclosión del movimiento. Tanto como los otros medios artísticos de los cuales el ciberpunk extrajo la fisonomía de sus escenarios y muchos de sus elementos estéticos. El recuerdo del ciberpunk asentado en el imaginario colectivo, el trasfondo en el que transcurren gran parte de las historias narradas por los autores ciberpunkis, procede del cine y del cómic e incluso de la música de aquellos años.

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Lo que ruge, de Izaskun Gracia Quintana

Lo que rugeEn una mayoría de los relatos de Lo que ruge hay una emoción compartida por sus protagonistas, narren o no la historia. Una opresión derivada de su enfrentamiento contra unos condicionantes que los conducen por unos raíles de los cuales es imposible salirse. De lo sistémico a lo ontológico, ese imperativo lleva a unas resoluciones donde, entre una cotidianidad desalmada, el vacío y la desesperanza se abren camino. Estas claves son esenciales en el cuento que, a modo de manifiesto, abre el libro: “El gran día”.

Como si estuviéramos ante el anverso de “Amor es el plan, el plan es la muerte“, de James Tiptree, Jr., Izaskun Gracia Quintana despliega la experiencia de la futura reina de una colonia ¿humana? prima hermana de la que constituyen los insectos sociales. El narrador omnisciente relata los pormenores del ritual alrededor de su primer encamamiento y el alumbramiento de su descendencia. Es una descripción exhaustiva que entrelaza factores externos (la decadencia de la especie) e internos (el rechazo de la protagonista; la inevitabilidad y su vivencia). En el entramado, a través de unas palabras elegidas con precisión, se vislumbra una existencia que tiene mucho de representación; ineludible, desganada, castradora. Y evoca una continua sensación de horror, tanto de lo que se cuenta como del cómo se cuenta. Esta angustia consigue sobreponerse a una circunstancia que me ha separado de alguno de los relatos, particularmente el último (“La victoria de la insania”). Una tendencia a sobreexplicar que, en mi caso, socava la potencia de las narraciones con una inclinación hacia la albañilería de mundos.

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