Para leer un ND que no tenga ya archisabido tengo que rebuscar un poco, lo que también es agradable. Recuerdo que este número tardé en localizarlo algo más que otros, y para entonces ya había leído dos de los cuentos incluidos, que tuvieron alguna fama, y había criado algún prejuicio sobre la novela corta principal, que en los correos de números sucesivos todo el mundo puso a caer de un burro.
El contenido por el que es recordado este número concreto es uno con una historia bien conocida, «Gu Ta Gutarrk», de Magdalena Mouján Otaño. En breve (porque esta historia la conoce todo el mundo), iba a publicarse en el número 14 de Nueva Dimensión, allá en el proceloso fin de los sesenta, pero las autoridades (en concreto el ministerio que dirigía Manuel Fraga, más tarde antecesor de Pablo Casado en otros cargos) ordenaron el secuestro preventivo de la revista. El perverso mecanismo de la censura franquista consistía no en leerse previamente cada contenido, sino en que los editores supieran que si algo no les gustaba, se sacaban de la venta todos los ejemplares y se ocasionaban pérdidas económicas mucho más dolorosas que cualquier sanción.
No sé en detalle cómo, pero ND consiguió hacerse con los ejemplares y sustituir cuadernillos para que donde estaba el relato hubiera un cómic. El tropiezo creó cierta escandalera en el fandom internacional y estuvo a punto de llevarse a la revista por delante. Se dice que algún ejemplar original sobrevivió (el que tengo en mi colección no es uno de ellos). Ya en 1979, cien números después, Domingo Santos decidió darse el homenaje de repescar el cuento, al hilo de los nuevos tiempos. Fue bien recibido y se incluyó en la antología sobre ciencia ficción latinoamericana que apareció en Super Ficción de Martínez Roca, donde yo lo leí.
En resumen, el cuento va sobre vascos. Vascos como gente totalmente aparte de los demás, no ya españoles, sino de la raza humana, según se nos explica ya en la primera página. Es graciosillo, está escrito con modismos localistas y construcciones oracionales inversas de esas tan de Bilbao, por una señora argentina que los debió oír a su familia teniendo en cuenta sus apellidos (el primer redactor jefe que tuve se apellidaba Otaño, un vasco recio de sentido del humor demoledor y entrañable recuerdo). Pero tiene mal aguantar cincuenta años después de que se escribiera originalmente.
Los chistes sobre vascos incluidos están a estas alturas ya muy manidos: en la primera página, recordando la batalla de Roncesvalles, se dice que «las peñas las alzábamos en vilo, y cuando faltaban las peñas los despeñábamos nosotros. Bueno, ellos, pero cuando un basko habla, por su boca habla la especie entera». Y así todo el rato: que si su origen desconocido no puede ser atlante, porque Dios no destruiría un continente lleno de vascos; que si los vascos que se van a América se reblandecen porque se ponen a jugar al rugby en vez de levantar piedras y partir troncos, que si a los hombres neolíticos en Euskadi los llaman los «nuevaoleros», etc. Este último chiste, por cierto, me lo hizo el músico Carmelo Bernaola en una entrevista a comienzos de los noventa.
El protagonista se va de viaje de novios «al extranjero», a Málaga, y pilla una radiación en lo de Palomares. Con lo que empieza tener hijos con una mutación consistente, en resumidas cuentas, en ser todavía más vascos. De tan listos que son, acaban por construir una máquina del tiempo, pero una con la que no es posible que haya problemas, «porque ningún basko mataría a su abuelo». Les ayudan unos científicos extranjeros, catalanes, castellanos y gallegos, que para demostrar que son inteligentes deben pasar la prueba de aprender euskera.
De verdad que el relato tiene momentos graciosos y está escrito con convicción y soltura, pero es inevitable apuntar un detalle. Imaginaos una historia en la que resulta que los arios sí son especiales porque viajaron hacia atrás en el tiempo, para dar nacimiento endogámico a un grupo aparte y superior al resto de la humanidad. Publicar este cuento al fin en 1979 fue un grito de libertad y de progresismo, pero como muchas cosas relacionadas con los nacionalismos (de CUALQUIER tipo), ahora huele un poco fuerte, a cerrado y rancio. Las vueltas que da la vida.
El otro relato notorio que ya conocía, porque fue recogido en la antología de Domingo Santos sobre ciencia ficción española también en Super Ficción, es «Litobio», de José Ignacio Velasco. Recuerdo que, en cierta ocasión, Juanma Santiago señaló que el único defecto de esa antología de Santos era no haber visto a Rafa Marín, cuando ya llevaba varios relatos publicados. En cambio, sí daba cabida a Velasco, que a la postre sólo publicaría una quincena de cuentos, aunque seis de ellos en ND. Traté por carta siendo adolescente con el doctor Velasco, un caballero muy amable que me explicó allá por 1987 que había perdido todo interés en estar activo en el género, pero me dio algún buen contacto y consejo. Este «Litobio» no ha aguantado tampoco muy allá el paso del tiempo: va de una piedra alienígena inteligente a la que el machirulo explorador terrestre le da una patada sin darse cuenta y hala, adiós a una especie. El relato trabaja bien una justificación científica del asunto y está redactado con solvencia, una combinación notable para la época.
La novela corta polémica que mencionaba es «Aventurero del espacio», firmada por Webber Martin, que luego por chinchar los de ND desvelarían en respuesta a una de las cartas quejosas que recibieron que era un seudónimo de Robert Silverberg. Cuando Silverberg, allá por los primeros cincuenta, aún no se había forrado en la bolsa y escribía a mansalva descomunales ñordos para llegar a fin de mes. Originalmente se publicó en el número de noviembre de 1958 de Infinity SF, la revista de Larry Shaw, en la que también se incluían los relatos «Ozymandias», de Ivar Jorgensen (el seudónimo más habitual de Silverberg) y «There Was an Old Woman…», firmado por el propio Silverberg, que escribía el artículo científico y todas las reseñas de libros. Fue el último número de Infinity, por cierto.
A ver, este «Aventurero del espacio» es como una especie de Jack Vance sórdido, con un protagonista tan duro que empieza la historia ganando una subasta por un esclavo y seguidamente le pega un tiro, sólo por llamar la atención y dejar claro lo malote que es. Hay mucha floritura de trajes raros, extraterrestres peculiares y demás parafernalia que relacionamos con Vance, aderezada con sensualidad de cuarta y unas viscerillas. No va a ningún lado, y dedicarle tantas páginas es una decisión cuestionable, pero es difícil entender las quejas especiales que mereció porque en cada número de ND hay siempre algún que otro churrete. Supongo que la razón es que, en la introducción, Santos justifica incluirlo porque en la revista había poca espada y brujería. El cuento es en realidad ese tipo de space opera tan falto de conexión con nada real que es verdaderamente más fantasía que cf, pero en ND no dieron nunca la impresión de defender esa postura tan posmoderna que le leí defender por primera vez a Juan Ignacio Ferreras.
En el resto de los cuentos, me cae especialmente mal «El planeta casto», de John Updike. El infierno de los escritores guarda un rincón especial para los grandes autores que en algún momento decidieron consumar una bazofia absoluta para demostrar que, si querían, podían hacer cf, que era cosa de taraditos y focomelos, y él podía perpetrar cuando quisiera una porquería de esas de marcianos con un tono sarcástico guiño-guiño. Como nos ha pasado a todos en algún momento, los de ND cayeron en la fascinación del Gran Nombre para recoger esta cosa que avergüenza leer y que concluye con una especie extraterrestre volviéndose impotente.
No es el único contenido en este número con esos simpáticos rasgos de humorismo picante (hoy limitado a las aulas de alumnos de doce o trece años) tan característicos de ND, y en general de la producción cultural de la época. Hay dos cómics de una sola página, el primero de ellos precedido y seguido de páginas diciendo «a ver si os quejáis en el correo». Va de que un robot está limpiando ventanas, ve a una señora suculenta en una de ellas, esta le empieza a practicar una felación y entonces aparece el marido o conviviente, baja la ventana y el golpe en la cabeza de la señora provoca un cierre de mandíbulas que le cercena la genitalia al que hasta entonces se creía afortunado protagonista. Tronchante, ¿verdad? Pue el siguiente es incluso más hilarante: es un astronauta en un paseo espacial que le entran unas prisas, y tras algunas peripecias (una página tampoco da para muchas) resulta que se estaba cagando vivo.
Sin ser gran cosa, el resto de cuentos se mantienen holgadamente por encima del nivel de Updike y estas simpáticas viñetas. El mejor es con diferencia «La mujer del bosque», un clásico bastante reeditado de Abraham Merritt que viene a recordarnos que hubo una fantasía muy madura antes de la eclosión de la cf, que originalmente era para los que no llegaban a estos estándares. Evocador, bien escrito, interesante.
«M’Batican», de Luis Reyes, es una curiosa ucronía sobre la jerarquía cristiana radicándose en Uganda, un escenario en el que al parecer el autor pensaba desarrollar una novela. En realidad, la idea no da para tanto, pero es curiosa. Dentro del género, Reyes apenas publicó dos cuentos en ND, pero luego ha sido un periodista notable, sobre todo como corresponsal de guerra. Colabora hasta hoy con una columna semanal, sospecho que ya jubilado, en la web Vozpopuli. En la introducción del relato, ND explica que el retraso en contestarle sobre su primer cuento pudo motivar que Reyes se volcara en el periodismo, lo que está claro que fue para él una excelente decisión y posiblemente una pérdida para el género.
Finalmente, «En los huesos» es un relato demasiado largo de Gordon R. Dickson sobre un explorador espacial al que derriba una pirámide misteriosa al llegar a un planeta y cómo consigue acceder a ella. Creo que ya van varias veces en las que despacho un relato de Dickson sin mayores comentarios. Esta vez lo haré: creo que quizá sea el escritor menos interesante de los que componen la teórica aristocracia del género. Se me ocurre una docena de escritores sin nada más que cuentos sueltos traducidos al español mejores que este señor, que ganó premios, logró muy buenas ventas con rollos de fantasía y sus dorsais, y ha caído bastante en el olvido. Nunca es del todo malo, pero no le he leído nada realmente bueno.
Por supuesto, las páginas de información y reseñas sí que las tenía leídas, puesto que lo hacía siempre rigurosamente nada más comprar un número de ND en la Cuesta de Moyano o donde fuere. Inevitablemente, debo destacar la sección de reseñas que firma Emilio Serra. Este librero madrileño de carácter singular se convirtió, con apenas una docena de secciones en la revista y colaboraciones sueltas en varios fanzines, en el modelo que toda la naciente crítica del género siguió en España en los años ochenta: de él, que apenas publicó algunos textos sueltos, no muy extensos y poco estructurados, sale la línea que continúa en Joan Carles Planells, Albert Solé y Alejo Cuervo, y de la que después derivamos como mínimo Juanma Santiago, Alberto Cairo, Adolfina García y su seguro servidor. Serra murió en 1989 con apenas 36 años, tras una vida jalonada de historias sórdidas que uno no sabe nunca en qué medida son ciertas o parte de su leyenda. Yo me interesé por conocerle allá por 1986, en la época en que empecé a relacionarme con el fandom, pero los viejos del lugar (Ignacio Romeo, Paco Arellano, Alberto Santos, Agustín Jaureguízar, que parece que fue el último con quien mantuvo trato…) me desanimaron con noticias sobre él que combinaban enfermedades y alcoholismo irredento.
Lo más significativo, a mi juicio, de las reseñas de Serra vistas desde la perspectiva de hoy es la impresión de absoluta libertad que transmiten. El tipo nos dice: voy a hablar de las novedades de este mes. Y a partir de ahí, a unos libros les dedica un párrafo, a otros varias páginas, de unos habla muy en serio y de otros se cachondea. Su tono no es académico, pero sí muestra cierto bagaje; resulta siempre informativo, y es agradable de leer por sí mismo. Hace reseñas de números atrasados de la propia ND pegándole unos palos más que curiosos, es increíblemente completista, tragándose incluso novelillas francesas equivalentes a nuestros bolsilibros que por entonces se publicaban con bastante profusión en España.
En esta ocasión, lo más destacado de la sección es que Serra se marca una clasificación temática bastante curiosa de la obra de Philip K. Dick, Es la primera vez, que yo sepa, que se reivindicaba en castellano a Dick como autor de una obra integral relevante, algo más que un secundario con algunas novelas interesantes y un Hugo por El hombre en el castillo. Ese mismo año, unos meses más tarde, Elvio E. Gandolfo haría en Argentina algo más intenso y extenso dedicándole parte sustancial de la primera antología Fénix, publicada por Adiax.
El resto de contenidos de la revista transmite su habitual y confusa mezcla de vitalidad y puñeterismo, de reflexiones inteligentes y perogrulladas (el artículo de Peter Weston es singularmente inane), porque ND transmite la sensación de que por entonces era Bigger Than Life. Sus lectores hubieran firmado sin duda este futuro que vivimos para el género, y sin embargo, hay algunos aspectos en los que tengo la sensación de que fuimos para atrás. Quizá sólo sea desgaste.