En 2005 la revista Gigamesh le dedicó un número a Philip K. Dick. Entre material de calado, caso de un ensayo de Damien Broderick sobre sus conexiones con el movimiento transrealista o una completísima bibliografía elaborada por el añorado Juan Carlos Planells, se incluía un Hit-Parade donde 12 lectores poníamos nota a sus novelas. La mejor valorada fue Una mirada a la oscuridad. Confirmaba una condición que se ha ganado como obra más sólida de su carrera, uno de los inexcusables lugares de paso para conocer a Dick con Tiempo desarticulado, Los tres estigmas de Palmer Eldritch, Ubik o Fluyan mis lágrimas, dijo el policía. De hecho se puede considerar como uno de los grandes compendios de sus inquietudes. Aunque no llega a abarcar la totalidad de las cuestiones que lo interesaron durante sus tres décadas de escritura profesional, la mayoría quedaron adosadas a una narración que funciona como semblanza de la vida de un drogodependiente en la California de los 70.
Su protagonista, Fred, actúa de agente infiltrado entre adictos a la sustancia D. Esta droga aniquila la personalidad de quienes la consumen en un proceso que, en su caso, le ha llevado a disociarse del personaje a través del cuál ejerce encubierto: Bob Arctor. Esto es algo evidente desde el segundo capítulo cuando Dick borda uno de esos momentos tan “suyos” durante los cuales quiebra el sentido de la realidad: mientras Fred expone en una conferencia su infiltración y cómo un dispositivo permite cambiar su aspecto hasta el punto que nadie puede reconocerlo, Bob Arctor se materializa en el relato y da su opinión despectiva de la audiencia desde su perspectiva de adicto a la sustancia D. Esta dislocación, por el momento oculta para Fred, sus compañeros y superiores, se hace más evidente cuando desarticular a Arctor se convierte en el objetivo principal de su misión. El policía no es consciente que esa persona a la que observa por las cámaras de vigilancia y cuyas andanzas documenta con todo detalle resulta ser él mismo.
Lo que contado así puede sonar confuso o irreconciliable, leído a través de la escena de la conferencia, o más adelante cuando observa las grabaciones de sus conversaciones, funciona a modo de maravilloso salto al vacío que alinea al lector con el trastorno esquizoide que padece el protagonista. Una enfermedad desatada por su adicción y causada por un trabajo que ha perdido el sentido que para él podía tener.
Esta fractura es la más evidente de las varias que se acumulan en Una mirada a la oscuridad. Tienen especial relevancia una serie de sabotajes que inducen una paranoia creciente en Bob y quebrantan la plácida vida de su pequeña comunidad. Le llevan a plantearse no ya quién puede estar detrás y qué busca con sus acciones; abre las puertas al autocuestionamiento de hasta qué punto la sustancia D ha alterado su percepción de la realidad, aunque este camino queda sobrepasado en un descenso a los infiernos donde las necesidades de las fuerzas de seguridad se imponen sobre las de las personas a las cuales vigilan o las de los propios agentes. Hasta el punto que termina siendo complicado distinguir entre ellos, a la postre meros medios para lograr un fin.
En la misma charla del segundo capítulo reverbera otra clave santo y seña en la carrera de Dick: la fractura entre lo humano y lo no-humano. Se caracteriza a través de un dualismo que, explícitamente, separa a la población de California en dos: unos no adictos que, en su resistencia a la sustancia D, han sucumbido a una serie de rutinas y automatismos que les convierten en (una especie de) muertos en vida; y unos adictos dominados por sentimientos y emociones que, también, les dotan de humanidad. Esta división queda ligada a la mirada costumbrista a ese mundillo marginal en ese futuro a cinco minutos vista, con una narración que perfila el vínculo con los camellos, las triquiñuelas para hacerse con la droga, los tiras y aflojas con las fuerzas de la ley o una visión poco habitual de las clínicas de desintoxicación.
En este secuencia casi cotidiana reside el gran atractivo de Una mirada a la oscuridad. Dick aborda el retrato de una adicción elaborado desde el respeto y el cariño por los que la padecen, sin paternalismos o cualquier veleidad aleccionadora, y escrito desde la amargura de saber cómo se vive dentro de ese marco… y cómo se sale de él. La connotación autobiográfica de este relato, reconocido por el propio Dick en una nota incluida al final del libro, llevó a Rudy Rucker a pensar en la idea del transrealismo. Esta semblanza me ha funcionado tan bien que me ha hecho olvidar la fragilidad de la trama en su primera mitad y una ausencia de progreso que no se encauza hasta bien avanzada su extensión.
Para la edición de la nueva Biblioteca Philip K. Dick, Minotauro ha recuperado la traducción de Estela Gutiérrez Torres del año 2002, cuando reeditó por primera vez un título que sólo contaba con una publicación en Acervo. El libro, entre el bolsillo y la rústica, se lee con agrado y tiene un precio irresistible. También es necesario lamentar que, casi 20 años más tarde, no se haya aprovechado para corregir algunas erratas que ya estaban en aquel volumen como guiones de diálogos ausentes o donde no corresponden, alguna tilde mal puesta, espacios de más o temas de traducción a enmendar como considerar a los motociclistas de Easy Rider ciclistas.
Una mirada a la oscuridad (Minotauro, col. Biblioteca Philip K. Dick, 2021)
A Scanner Darkly (1977)
Traducción: Estela Gutiérrez Torres
Rústica. 336pp.
Ficha en La tercera fundación