Huérfanos de la Tierra, de Adrian Tchaikovsky

Huérfanos de la Tierra

Las primeras páginas de Huérfanos de La Tierra son de esas que agarran al lector por el pescuezo. Uno empieza a leer a modo de tanteo, cual bañista precavido que sumerge el dedo gordo en la piscina, y de repente se encuentra con que:

  1. La humanidad está en guerra con una civilización alienígena, los Arquitectos. Y va perdiendo porque sus enemigos son, aparentemente, invencibles.
  2. Resulta que los Arquitectos son unos seres gigantescos, del tamaño de la luna, que, por motivos que escapan a nuestra comprensión, se dedican a deformar planetas enteros para convertirlos en grotescas esculturas.
  3. La Tierra dejó de existir hace décadas, transformada en una de esas «obras de arte».
  4. Desde la caída de La Tierra, el planeta Berlenhof funciona a modo de «capital» de los distintos asentamientos humanos que hay diseminados por toda la galaxia. Y un Arquitecto acaba de materializarse allí.

Me demoro en el arranque porque es brutal, pero también porque constituye una muestra pintiparada de cuáles son los puntos fuertes de Adrian Tchaikovsky como autor: su ambición, su capacidad de fascinar con los universos que imagina y su habilidad para describirlos de la manera más impactante posible. Incluso una obra menor como la fallida The Doors of Eden (no traducida al español) queda redimida por lo imaginativa que es y el puñado de instantes asombrosos que brinda. Por supuesto, todas estas características típicamente tchaikovskianas son fácilmente reconocibles en su novela de ciencia ficción más importante, la notable Herederos del tiempo, sobre la que Ignacio Illarregui escribió hace poco aquí en C. Y, desde este punto de vista, Huérfanos de La Tierra cumple también con creces todo lo que se espera de ella: el sentido de la maravilla, la aventura, la lectura como evasión.

La novela, primera entrega de la Saga de la Arquitectura Final, sigue las andanzas de la tripulación de una pequeña nave de rescate, la Dios Buitre, integrada por una pandilla heterogénea, simpaticona y con cierta tendencia a meterse en líos. Por sus páginas circulan personajes de lo más variopinto —tipos alterados quirúrgicamente para poder ser utilizados como arma contra los Arquitectos, cangrejos alienígenas que alquilan su cuerpo como soporte publicitario para recaudar fondos para sus futuras crías, guerreras concebidas por partenogénesis y robots autoconscientes formados por enjambres de insectos ciborg, por citar solo a unos cuantos— y conceptos intrigantes como el «nospacio», un ¿lugar? ¿dimensión? que permite recorrer grandes distancias en poco tiempo, pero en el que parece acechar una presencia amenazante que pone a prueba la cordura de los pilotos que osan adentrarse en él.

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Star Trek: La serie original

Foto de familia

Empecemos por el final: Prodigy, Strange New Worlds, Lower Decks, Picard y Discovery. Cinco series, ni más ni menos, tiene ahora mismo Star Trek en activo, y eso sin incluir The Orville, que técnicamente no es de la franquicia, pero como si lo fuera. La heterogeneidad de estos títulos (del humor gamberro de Lower Decks al ritmo y la espectacularidad de Discovery, pasando por la más reflexiva Picard o Strange New Worlds y su intento de recuperar el sentido de la aventura del Star Trek más clásico) demuestra que las posibilidades narrativas del universo Trek son inagotables. Y si la familia no para de crecer es porque los devenires de la Federación Unida de Planetas siguen interesando al público del siglo XXI pese a lo mucho que ha llovido desde el 6 de septiembre de 1966, cuando se estrenó el primer capítulo de la saga: La trampa humana.

Ser la semilla de la que brotó todo esto bastaría quizá para otorgar a Star Trek: La serie original (TOS por sus siglas en inglés) la categoría de «clásico», incluso aunque obviáramos su tremendo impacto en la cultura popular (el saludo vulcano y los uniformes pijamescos de la Flota Estelar, por citar dos ejemplos, están asentados en el imaginario colectivo más mainstream). Pero las virtudes de TOS van mucho más allá. La serie es hoy, todavía, una delicia plenamente disfrutable, puro entretenimiento con guiones imaginativos que invitan a la reflexión y tres personajes protagonistas —el cerebral señor Spock, el apasionado capitán Kirk y el gruñón, pero entrañable, doctor McCoy— con una química espectacular y una sinergia derivada de la inteligente manera en la que se complementan entre sí. William Shatner se ha quejado en alguna ocasión de que sus excesos interpretativos como Kirk, de los que se le acusa a menudo, eran intencionados y necesarios para resaltar la contención inherente al personaje de Leonard Nimoy, Spock, y lo cierto es que tiene todo el sentido que fuera así. Las continuas pullas entre Spock y McCoy (DeForest Kelley), la amistad que mantienen a pesar de sus diferencias, y cómo Kirk debe lidiar con los dos para mantener la concordia, son una fuente inagotable de regocijo a lo largo de toda la serie.

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El rastro del rayo, de Rebecca Roanhorse

El rastro del rayoSi El rastro del rayo fuera una película, no hubiera tardado ni medio segundo en encontrar la palabra exacta para describirla: «palomitera». Y este adjetivo implica, claro, varias cosas. Por un lado, que se trata de una historia entretenida, escrita con solvencia y repleta de diálogos ágiles y personajes molones, lo que no es poca cosa. Por otro, que no hay en la novela demasiado que rascar más allá de esa diversión, un tanto facilona, que ofrece. Lo que no deja de llamarme la atención, tratándose de una obra ambientada en una Tierra devastada por el cambio climático y cuyos personajes pertenecen a una minoría oprimida. Ninguno de estos temas es, sin embargo, abordado en sus páginas, más allá de la mera enunciación.

El libro, primero de la saga de fantasía urbana «El sexto mundo», ganó en 2019 el Locus a mejor primera novela (en la portada se mencionan también los premios Hugo y Nebula, que la autora, Rebecca Roanhorse, recibió por un cuento anterior, «Bienvenido a su auténtica experiencia india»). La acción se desarrolla en una reserva navaja, uno de los pocos territorios que quedan en pie tras un apocalipsis climático (el Agua Grande) que inundó gran parte de los continentes y fue precedido por un conflicto bélico a gran escala (las Guerras de la Energía). El territorio está protegido del Agua Grande y otros peligros exteriores por la muralla de quince metros de altura que lo rodea, pero tiene sus propios problemas: los seres que pueblan las leyendas navajas, no siempre amables y bondadosos, han cobrado vida. Paralelamente, algunos humanos desarrollan poderes sobrenaturales relacionados con los atributos de los clanes a los que pertenecen.

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Aves extintas, de Simon Jimenez

Aves extintasAves extintas, debut de Simon Jimenez (así, sin tildes, que el autor no es hispanohablante, sino filipino-americano), es una space opera inusual, más centrada en los sentimientos y la vida interior de sus personajes que en aventuras y viajes espaciales, que también los hay. El libro fue finalista al Locus en 2021 (en la categoría de primera novela) y se sostiene sobre una estructura extraña, un tanto desequilibrada: algunos capítulos constituyen casi relatos en sí mismos, pero no todos; hay personajes que son presentados de manera elaborada para no volver a aparecer nunca más, y los meandros de la trama son, en ocasiones, superfluos. Menciono esta característica, sin embargo, más como una peculiaridad que como un defecto, porque no lastra la lectura y, de hecho, hay algo refrescante en el ligero desconcierto que suscita (al menos en el lector inadvertido y que se adentra en sus páginas sin conocer absolutamente nada de la trama, como fue mi caso) hasta que una comienza a vislumbrar por dónde van los tiros.

La acción se desarrolla en un futuro lejano en el que La Tierra es casi inhabitable y la humanidad (los descendientes de los pocos afortunados que consiguieron subirse a bordo de un «arca») está distribuida en planetas distantes dominados por corporaciones todopoderosas. Los viajes entre las colonias son lentos y costosos: una nave puede recorrer distancias interestelares en pocas semanas gracias a las «corrientes» que atraviesan una zona del espacio conocida como «el Bolsillo», pero estas semanas se traducen en décadas en los planetas entre los que viajan, lo que sitúa a los tripulantes en una especie de limbo temporal. Cuando, en un mundo de agricultores, aparece un misterioso niño que podría tener el don del «Salto» (la capacidad de teletransportarse a cualquier otro punto de la galaxia), Fumiko Nakajima, una científica que trabaja para la compañía Umbai, comprende que esa habilidad revolucionará el sector de los viajes espaciales y contrata a la capitana Nia Imani para que mantenga oculto al pequeño.

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Mis cinco libros de ciencia ficción (5)

Oveja mansaSoy un garbanzo negro en el fandom. Me admira que algunos aficionados puedan desgranar, con precisión y minuciosidad pasmosas, los motivos exactos que elevan el género por encima de todos los demás, o desmenuzar las características específicas que, a su juicio, concita la buena ciencia ficción (en ocasiones con tal vehemencia que diríase que las obras que incumplen determinados preceptos ni siquiera merecen su propia etiqueta y a lo mejor deberían ser consideradas otra cosa; cienciaficcioncilla, tal vez).

A mí, sin embargo, no me resulta fácil explicar las razones por las que la ciencia ficción suele resultarme tan satisfactoria. Las novelas que más me gustan, con independencia del género al que pertenezcan, son absorbentes, están bien escritas y, o bien me hacen reflexionar, o bien me descubren cosas sobre el ser humano, la sociedad o (en el caso de obras excepcionales) sobre mí misma. Así que la ciencia ficción que más disfruto me da todo eso, para empezar, pero además me aporta dos ingredientes extra de los que suele carecer el mainstream: esa heroína inofensiva que llamamos sentido de la maravilla es, supongo, el más disfrutable de los dos, aunque también hay algo especial en la posibilidad infinita de escenarios, personajes y situaciones (con la plausibilidad como única limitación) que brinda el novum.

Las novelas que recomiendo aquí tienen dos cosas en común: me encantan y las tengo frescas en la memoria (alguna, por si las moscas, la he releído específicamente para la ocasión). Como ya me he llevado más de un amargo desengaño al desempolvar viejos amores de juventud (ay, esas dolorosas costuras que descubrí en La trilogía de los trípodes), no me he atrevido a tirar de memoria, y algunos de los títulos que primero se me vinieron a la cabeza se han quedado fuera. Por eso no están aquí ni Campo de concentración de Disch, ni Quizá nos lleve el viento al infinito de Torrente Ballester, ni El doctor Moneda Sangrienta de Dick, ni Nova de Delany, ni El mundo sumergido de Ballard (ahora sí están, claro, pero solo porque acabo de hacer trampas de manera sutilísima). Recomiendo, mejor, estas otras cinco, de las que puedo afirmar sin miedo a equivocarme que a día de hoy, y por distintos motivos, me parecen maravillosas:

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Bosque Mitago y Lavondyss, de Robert Holdstock

Lavondyss Logo

¿Tiene sentido contar el argumento de Bosque Mitago y Lavondyss de la misma manera que se suele hacer con un libro convencional? Más allá, quiero decir, de la idea principal, el planteamiento en torno al cual gira todo, a saber: en Inglaterra hay un bosque, Ryhope, más grande por dentro que por fuera, en el que cobran vida los mitos fijados en el inconsciente colectivo. Algo en sus profundidades logra extraer las ideas atávicas de la cabeza de la gente y transformar los personajes legendarios en «mitagos»: seres vivos de carne y hueso que se mueven empujados por las urgencias y motivaciones de sus propias historias.

Si digo que el argumento no es en realidad tan importante es porque las dos novelas, en cierto modo, se experimentan más de esa manera fragmentada en la que se viven los sueños que como historias lineales al uso con planteamiento, desarrollo, nudo y desenlace. Ambas disponen, por supuesto, de dichos elementos, pero no es el deseo de averiguar qué será de los protagonistas lo que empuja al lector a seguir pasando páginas. Uno se adentra en la saga como un explorador en un terreno sin cartografiar, movido más por la curiosidad y el placer de bucear en los entresijos de la fantasía concebida por Robert Holdstock que por averiguar el destino que aguarda a los personajes (especialmente los del libro primero, a quienes encontré un tanto descafeinados). Y, una vez digerida la lectura, lo que perdura es, más que el relato en sí, algunas sensaciones, imágenes aisladas, retazos de situaciones fascinantes.

Pero vayamos por partes. El «Ciclo Mitago» consta de seis novelas publicadas entre 1984 y 2009, aunque únicamente las dos primeras (Bosque Mitago y Lavondyss) han sido traducidas al español. Las mismas que Gigamesh recupera ahora en una edición, por cierto, espectacular: preciosa y muy cuidada. Pese a pertenecer a la misma saga, ambos libros son independientes y autoconclusivos. Es posible leer únicamente el primero o únicamente el segundo y quedar completamente satisfecho (que es, me parece a mí, como deberían concebirse todas las novelas, independientemente de que formen o no parte de una hexalogía).

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La tierra multicolor y El torque de oro – Saga del Exilio en el Plioceno, de Julian May

La tierra multicolorQué barbaridad la saga del Exilio en el Plioceno de Julian May. Qué barbaridad en todos los sentidos: para lo bueno y para lo malo. Porque qué derroche de imaginación, aventuras y sentido de la maravilla. Cuánta ambición y originalidad. Pero, pardiez, qué cantidad de personajes, muchos de ellos —aunque no todos— de una monocromía exasperante. Sus mil y un nombres (y algunos son literalmente solo eso, un nombre que se menciona en una o dos ocasiones para no volver a aparecer jamás) acaban amalgamándose en una lista interminable que arrolla al lector sin piedad, como un tsunami de fonética extravagante. Y cuántas, cuantísimas páginas también. Muchas más de las que hubieran sido necesarias para narrar lo que tiene que ser contado, incluso teniendo en consideración los numerosos meandros que dibuja la trama. Estos son algunos de los factores que hacen que la lectura de las dos primeras entregas de la tetralogía (La tierra multicolor y El torque de oro, publicadas por La máquina que hace ping,) sea una experiencia irregular. Las novelas brindan sin duda momentos emocionantes y de auténtico disfrute: uno chapotea en los alardes de imaginación de May como un gorrino en un charco. Sus excesos, sin embargo, a veces hacen que la narración se atragante como un mendrugo a palo seco.

Publicada en 1981, La tierra multicolor ganó el Locus a la mejor novela de ciencia ficción (aunque, en mi opinión, la obra encaja más en fantasía) y fue también finalista de los premios Hugo y Nebula, entre otros. El arranque del libro describe un siglo XXII en el que la humanidad, cuyas colonias se extienden a lo largo de centenares de planetas, está integrada en el «Medio Galáctico», una especie de confederación interplanetaria a la que pertenecen también cinco especies alienígenas: los «exóticos». Esta sociedad del futuro no solo dispone de una tecnología sumamente avanzada, sino que además pululan por ella algunas personas con «poderes metapsíquicos» como telepatía o telekinesis. May, en cualquier caso, apenas nos deja vislumbrar una pizca de cómo es la vida en ese Medio Galáctico (pocos años más tarde le dedicaría su propia saga), porque aquí el quid de la cuestión es otro: un científico francés, Theo Guderian, ha creado un portal temporal que conecta con el Plioceno, aunque este funciona únicamente en sentido ida: quienes lo cruzan no pueden regresar jamás. El «Exilio en el Plioceno» acaba siendo una opción abrazada con entusiasmo por románticos e inadaptados y aceptada a regañadientes por algunos convictos, a quienes se les ofrece como alternativa a la cárcel o el tratamiento de «docilización».

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Ahora solo queda la ciudad, de Cristian Romero

Ahora solo queda la ciudadLa originalidad de los ocho relatos (siete cortos y uno largo) que integran Ahora solo queda la ciudad se manifiesta de muchas formas diferentes. La más importante de ellas —quizá también la más sutil— probablemente sea la pluma del autor, el colombiano Cristian Romero, que no solo escribe muy bien sino que, además, lo hace con un estilo propio, muy marcado y reconocible, que rezuma personalidad. El autor se expresa con frases breves y cortantes, manifiesta una cierta querencia hacia el feísmo y la mala baba, y demuestra una habilidad especial para retorcer mensajes que comienzan siendo amables, como si hubiera decidido dar un pequeño respiro al lector dentro de una trama cargada de tensión, y terminan siendo devastadores. En «Más allá de las ruinas», un personaje acaricia a un cachorrillo al que guarda en una caja, entre mantitas, para acto seguido revelarnos el destino de sus hermanos: «A los siguientes cachorros los hundió en un balde con agua. Luego se los comió asados.» En «Vientre», alguien alaba la belleza del paisaje con un «Mira qué lindo se ve el cielo» y a continuación se pregunta enseguida, en referencia al apocalipsis inminente que parece cernirse sobre ellos: «¿Cómo será cuando se chamusque?» Por poner solo un par de muestras sobre la capacidad de Romero para jugar con nuestras expectativas.

Del mismo modo, las tramas de sus cuentos rehúsan adaptarse a moldes o ideas preconcebidas. A lo largo de Ahora solo queda la ciudad me sorprendí en varias ocasiones asumiendo que el relato que acababa de empezar a leer iba de una cosa (una historia de vampiros, por poner un ejemplo, o un cuento de fantasmas de corte victoriano) para acabar descubriendo pocas páginas más adelante que los planes de Romero transcurrían por caminos muy diferentes de los que yo había anticipado. Y así, lo que yo había tomado por un vampiro resultaba ser el descendiente de una familia adinerada (y con acceso, por tanto, a costosas intervenciones de ingeniería genética) en un futuro post apocalíptico; y el supuestamente familiar escenario de terror clásico (mansión con muebles polvorientos y servidumbre a la que se llama tocando una campanilla) tampoco tardaba demasiado en romper mis esquemas entre salpicones de sangre y pus. (Ambos ejemplos, acabo de darme cuenta, corresponden a las dos primeras historias del volumen, y creo que es porque a partir de cierto momento el lector aprende a entregarse, sin más, a la idiosincrasia peculiar de esos relatos, a su —por así decirlo— cristianromeridad, y a disfrutar de las narraciones sin tratar de descifrarlas antes de tiempo, a sabiendas de que el autor le va a lanzar un gancho a la mandíbula en algún momento, pero abandonando toda esperanza de poderlo esquivar.)

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Ciudad nómada, rebaño miseria, de Pablo Loperena

Ciudad nómada, rebaño miseriaImaginativa, compleja y original, hay mucha tela que cortar en Ciudad nómada, rebaño miseria, primera novela de Pablo Loperena, publicada en 2020 por la editorial Insólita y cuyo germen es el relato del mismo nombre que ganó el premio Alberto Magno en 2016. Su principal virtud es el universo en el que se desarrolla, su complejidad y la minuciosidad con la que el autor construye cada detalle: estructura social, sistemas político y económico, lenguaje, valores, historia, mitos… Paradójicamente, el motivo por el que su lectura se me hizo, en ocasiones, cuesta arriba, está relacionado precisamente con esto: el suministro de información al respecto es constante y prolijo a lo largo de toda la narración (unas veces a través del narrador, otras mediante personajes que se explican cosas los unos a los otros) y acaba resultando abrumador. En general, da la sensación de que la trama es, más que el motor de la novela, la excusa para presentarnos el escenario en el que todo sucede con el mayor detalle posible.

Ciudad nómada, rebaño miseria transcurre en un mundo en el que la humanidad ha transformado el planeta en un gigantesco campo de cultivo (gracias a un proceso global denominado “Reparcelación”) que es trabajado incesantemente por monstruosas ciudades-máquina que lo recorren sin parar sembrando, cosechando y procesando los productos. La inmensa mayoría de la población mundial reside en el interior de estas “ciudades nómadas”. Pero en el exterior, en torno a ellas y en perpetuo movimiento para no quedarse atrás, se arraciman los marginados de la sociedad, los “rebaños miseria” del título, que reutilizan como pueden los desperdicios de la ciudad y se insultan entre sí con expresiones tan molonas como “sesoseco”, “chuscado” o “saco de costras”. La obra se centra fundamentalmente en la vida de los “rebaños miseria” a través de las andanzas de Salvaje, una niña paria que se ha consagrado en cuerpo y alma a una misión de venganza, y Diantre, el tecnomago que la toma bajo su protección. Un porcentaje de la acción, no obstante, se produce en las ciudades, que Loperena nos muestra a través de los ojos de Bo, un ciudadano de clase media, y Nat, una mecaingeniera perteneciente a las capas más bajas de la sociedad urbanita.

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Trilogía de los trípodes, de John Christopher

Las montañas blancasNo siempre es tan fácil como parece determinar si un libro es clásico o polvoriento. Supuestamente, el paso del tiempo nos permite distanciarnos de una obra para poder juzgarla con perspectiva. Pero en ocasiones una novela está tan ligada a nuestras vidas que acaba convirtiéndose en parte de nosotros mismos. Y, cuando eso ocurre, todo intento de distanciamiento es imposible.

Leí y releí la Trilogía de los trípodes (ed. Alfaguara) un montón de veces de niña, y no solo fue uno de mis primeros contactos con la ciencia ficción (con permiso de Julio Verne), sino también uno de los libros —con independencia del género— a los que más veces regresé a lo largo de mi infancia.

Abrir de nuevo esta novela (que por supuesto no es una, sino tres, y eso sin contar la precuela When the Tripods Came, que Christopher escribiría veinte años después y de la que me parece que voy a pasar) ha sido, fundamentalmente, un placer, y no solo por motivos nostálgicos. El planteamiento es atractivo, el desarrollo es emocionante, el estilo narrativo es sencillo, pero eficaz. Sin embargo, la trilogía está lejos de ser perfecta, y es duro detectar fallos flagrantes en cosas que tenías idealizadas cuando vuelves a ellas por primera vez en décadas.

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