Tras cerca de veinte años abonado a la ciencia ficción aún no había leído la que está considerada como la obra maestra de Isaac Asimov, uno de esos libros que «tienes que leer si quieres descubrir lo mejor que la ciencia ficción puede ofrecer». Una novela que significó el retorno de su autor al primer plano del género en un momento crucial de su historia: una encrucijada en la que gran parte de lectores y editores dieron la espalda a la nueva ola para echarse en brazos de la tradición, personificada en escritores como Larry Niven, Arthur C. Clarke, Poul Anderson… o el propio Asimov.
¿Y qué he encontrado? Un texto que en dos terceras partes ya era añejo cuando se publicó, y un tercio que, independientemente de los peros que se le puedan poner, sigue vigente y justifica la lectura de la novela. Como pueden suponer quienes la hayan leído, ese fragmento es el que se presenta bajo el encabezamiento de “Los propios dioses”. Una narración que penetra en un universo paralelo donde tres seres complementarios se enfrentan a una crisis que amenaza la existencia de otras realidades, mientras concilian los problemas que surgen durante su convivencia.
Tanto la forma como la esencia de los personajes resultan magníficas. Conjugan un adecuado grado de extrañamiento con una intensa verosimilitud, lo cual es desconcertante pues, como es sabido, Asimov apenas escribió sobre civilizaciones extraterrestres. Lo más destacable del conjunto es la excepcional estructura que lo sustenta: una narración a tres bandas con un desarrollo congruente que, detrás de la triangularidad de los seres o la dicotomía duros-blandos, esconde una alegoría tan directa como refinada de la multiplicidad del alma humana y las dificultades que estallan cuando llega el momento de armonizar todas sus caras.
Sin embargo, los dos fragmentos entre las que se encuentra, “Contra la estupidez” y “Luchan en vano”, carecen de ese hálito imaginativo y abundan en unos modos grises y trasnochados. No es que el núcleo argumental sea distinto. Estamos ante la misma faceta de «Hay un cachivache que parece destinado a salvar el mundo, que por su uso imprudente puede causar su destrucción, y el personaje lumbrera debe enfrentarse al sistema para desactivarlo». Pero el matiz diferenciador es vital. Frente a la singularidad, la agudeza y los aciertos de “Los propios dioses”, aquí se exhibe el más elemental y plomizo sota, caballo y rey de los años cincuenta. Los personajes y los conflictos son estereotipos anacrónicos; la originalidad, salvo en contados detalles, brilla por su ausencia; los extensísimos diálogos son redundantes… Y, cogiendo la última parte como sujeto de análisis, durante muchas páginas el único interés del narrador es sumergirnos en el modus vivendi lunar mediante un estilo carente de relieve.
Considerando la reedición realizada por La Factoría, como sucedió con El fin de la Eternidad, se ha acometido una nueva traducción con el objeto de lavar la cara a la labor realizada por Pilar Giralt hace más de treinta años. Pero en esta ocasión no se puede decir que ese trabajo esté justificado ya que, por lo que he podido comparar, las diferencias no son significativas y se ofrece una traducción de calidad similar. Además se ha suprimido el apéndice biobibliográfico final que, a pesar de los posibles errores, siempre supone un ínfimo plus adicional.