Cuando yo era un curtido y experto lector de ciencia ficción, con ese sofisticado nivel de certeza y seguridad en uno mismo que sólo se puede reunir a los quince o dieciséis años (aunque hay a quien le dura hasta bien entrada la mediana edad), despreciaba las cosas que se publicaban en las editoriales importantes. Si no tenía el marchamo de los sellos que realmente entendían de qué iba el tema (Martínez Roca, Edhasa, Acervo…), entonces era algo para el vulgo, adocenado. Mirémoslo por el lado bueno: gracias a eso ahora puedo disfrutar de buena parte de Stephen King, tras haberle despreciado cuando le leyó el resto de mi generación.
Otro objeto habitual de mis menosprecios eran las omnipresentes ediciones de lo que en resumen llamaremos «Cosas que firmaba Asimov». Esto no incluía las «cosas de Asimov que realmente importan», que habían sido publicadas originalmente por los sellos que realmente entendían de qué iba el tema (aquí se podía incluir a Bruguera, que estaba como a medio camino). Sino a toda una panoplia de productos firmados por el Buen Doctor.
Todos sabemos que Isaac Asimov se enorgulleció de haber publicado a lo largo de su vida más de quinientos libros. También sabemos que muchos fueron como este. Una antología recopilada por otros dos señores, los colaboradores habituales, para la que él escribía un textito como de folio y medio, amparado en el hecho de que desde hacía unos años siempre nos hacían gracia sus textitos. En realidad, no es cierto: es lo que pensaban él y sus editores, dado que nos habían hecho gracia las presentaciones de los relatos en sus propias antologías y en los volúmenes históricos que aquí se tradujeron como La Edad de Oro de la Ciencia Ficción, y que en realidad se titulaban Antes de la Edad de Oro de la Ciencia Ficción. (No recuerdo a qué asistente de la antigua Tertulia de Madrid, posiblemente León Arsenal que era el más ocurrente en ese tipo de salidas, le preguntaron una vez cuál era para él la edad de oro de la ciencia ficción. «Los doce años», fue la respuesta). Pero los textos que acompañan la mayor parte de las 117 antologías (dato que encuentro en la red y cuya fiabilidad dejo en entredicho) que co-firmó son en su mayoría puro rellenazo. Tópicos y naderías, sin olvidar la misma clase de anécdotas un poco majaderas de las que ya hablé en mi texto previo sobre su revista. El que abre esta antología, por ejemplo, es uno de esos compendios de lugares comunes bienintencionados y vacíos sobre el que no tiene sentido extenderse más.
Por lo demás, parece ser que la labor de Asimov era leerse los cuentos que le proponían Greenberg y Waugh sobre el tema que tocaba y decir: «Vale, están bien». En su autobiografía, que es un libro repleto de información interesante y por momentos de una ingenuidad conmovedora, Asimov reconoce que Greenberg le convenció de hacer esto de cobrar sin mover un dedo y no sentirse mal. Qué sé yo, todos contentos. Parece ser, por lo demás, según distintas fuentes, que Greenberg era un buen hombre con cierto encanto personal, si bien tuvo una vida un tanto desdichada.
Lo curioso es que esa maniobra comercial, que podría entenderse en el contexto estadounidense, tuviera su reflejo en el mercado español. Verán, yo estaba ahí, en los ochenta, y no recuerdo en absoluto que los libros digamos importantes de Asimov, los lanzamientos tipo las continuaciones de Fundación o la serie de los Robots, entraran como un cohete en las listas de bestsellers, como sí ocurría en Estados Unidos. Puede ser que Los límites de la Fundación se vendiera bien, incluso que tuviera anuncios en televisión, y de hecho luego de Los robots del amanecer, Plaza & Janés le arrebató los derechos a Bruguera a golpe de talonario, así que debieron funcionar. Pero no tanto. No como para que todo hijo de vecino se pusiera a editar literalmente cualquier cosa que tuviera el nombre de Asimov en portada: aunque fuera algo de nula comercialidad o en el que el rol del autor famoso hubiera sido mínimo. No sé cuántas editoriales se entramparían con estas peregrinas traducciones, que me consta que no eran baratas precisamente.
Entre las iniciativas más curiosas que no seguí en su momento estuvieron estas antologías que publicó la editorial Labor, dentro de una colección juvenil. Compraron cuatro volúmenes, y tres de ellos se partieron en dos para la edición española; a este que vengo a reseñar le acompañó uno titulado Viajeros estelares que no sé si tengo porque no se encontraba en la misma caja olvidada del garaje que este, y tampoco voy a salir corriendo a comprarlo justo ahora mismo, que tengo puesto el horno. Mención de honor para el brillante editor al que se le ocurrió la idea de usar el término «cosmonauta», que le debió parecer que quedaba más fisno: el título original es Young Star Travelers. Como cabe imaginarse, el programa espacial soviético ni se asoma por estas páginas.
Estas antologías de Greenberg y Waugh son por lo general trabajos curiosos y aseados. Reconozco mi envidia por la labor que debió hacer a lo largo de su vida Greenberg, leyéndose todos los relatos cortos habidos y por haber para crear incontables fichitas temáticas que luego pudiera cruzar creando volúmenes con temas tan peregrinos como crímenes de gatos, infantería espacial, venganzas irlandesas, caza de osos o ángeles entre la humanidad (por citar algunos encontrados tras un exhaustivo googleo de cinco minutos). No suele haber en ellas malos relatos y en el caso de la cf se acostumbra a nutrir sobre todo de ese tipo de secundarios que fueron la sal de las revistas del género, profesionales fiables con ocasionales epifanías de genio, con las que el simpatizar es la esencia de esta humilde serie de articulitos.
Pero no, en este tomito no hay ninguna de esas sorpresas que alimentan mis esfuerzos, y como cualquier casa de apuestas de tercera habría vaticinado, el mejor cuento es el primero, el más corto y el de autor más conocido. Ya he escrito varias veces que Arthur C. Clarke me parece, con diferencia, el miembro del triunvirato de los grandes de la cf con el que el tiempo ha sido más generoso. Sobre Asimov escribiré alguna vez explicando mi muy matizada posición, porque si no es uno de los mejores narradores del género en conjunto, sí es desde luego alguien que dejó varias obras excelentes y un legado significativo en distintos sentidos, emborronado por hechos como el antes mencionado de su hiperproductividad vacía. Heinlein, que tiene bastantes cosas que aguantan, me parece ya poco defendible como un top-3 histórico a estas alturas. Ni como un top-10 siquiera.
Clarke, en cambio, y hablo por supuesto del Clarke previo a que la comercialización y la autocomplacencia le devorara progresivamente a partir de finales de los setenta (hasta llegar a 3001 que es, seguramente, el libro más bochornoso que he leído jamás), mantiene muy frescos sus valores como muestra la breve pieza de prosa poética que es este «If I Forget Thee, Oh Earth…» (“¡Si te olvidase, oh Tierra!”), que conocemos por su inclusión en la antología clásica Expedición a la Tierra. Una viñeta de paisaje, de sentimientos, que no es exactamente lo que el lector juvenil de este librito estaría esperando, pero que es posible que le tocara la fibra. Un cuento para cualquier edad, testimonio de su época y a la vez vivo hoy todavía, que daría a probar en cata a ciegas a quienes mantienen una visión estereotipada de su autor para ver cómo se lo atribuían falsamente a Bradbury o Sturgeon.
Como el resto de cuentos del libro, fue publicado originalmente en una revista del género, sin distinción de edades, en este caso en una dirigida por John Carnell (véase el capítulo anterior). Lo que viene a confirmar la difusa frontera entre la cf clásica y la literatura juvenil, algo a lo que ya me refería más arriba y sobre lo que Thomas M. Disch hizo afirmaciones bastante contundentes. Por mi parte, para no extenderme aún más, sólo quiero añadir una consideración. En la actualidad, autores como Wells, Stevenson, Conan Doyle, Verne o Dumas se reeditan con más frecuencia en colecciones de literatura juvenil que en las de clásicos. Si quieren saber mi opinión sobre en qué compañía veo más adecuada la presencia no sólo de Asimov, sino también de Sturgeon, Simak y hasta Bradbury, si en la de ese grupo o en la de Joyce, Faulkner o Proust, creo que prefiero sin duda a los primeros. Y pueden imaginar para ello todo tipo de razones, que es posible que casi todas me parezcan válidas.
Volviendo al tema, el resto de los relatos son incuestionables elecciones para el tema pertinente. El que me parece mejor es seguramente «Teddi», de Andre Norton. Una autora que sin duda no ha tenido en los catálogos de las editoriales españolas la presencia que merece su relevancia histórica, justamente al navegar un tanto a medio camino entre la cf tradicional y la juvenil. Quizá también porque, según admitían los editores ya entrados los ochenta, los lectores españoles de género no simpatizaban con la cf escrita por mujeres, aunque por suerte es algo que se terminó ya hace treinta años largos con las buenas ventas de Ursula Le Guin, Lois McMaster Bujold y Connie Willis; algunas quejas que escucho hoy me suenan a excusas de mal pagador.
La producción principal de Norton, por desgracia, es anterior a esa evolución y aunque sus mejores obras están a la altura de Jack Vance, no hay casi versiones en español; ni siquiera ha tenido la suerte con las repescas que ahora parece acompañar a Leigh Brackett y C.L. Moore. «Teddi» es un cuento de sólo aparente ingenuidad en un futuro dominado por humanos de menor tamaño, que consumen menos recursos, y persiguen a los «grandes» que se resisten a subordinarse al nuevo orden. Dos niños grandes serán empleados como mano de obra en una expedición a otro planeta para abrir una rendija a una posible revolución. El relato tiene la virtud adicional de estar repleto de detalles de ambiente bien conseguidos; permítanme incurrir en el lugar común de recordar que con menos mimbres hoy se escriben trilogías.
Lo que he leído de Katherine MacLean también me hace desear conocer más cosas suyas, aunque lo escaso de su obra y el tipo de temas de los que se ocupaba, de corte humanista y social, sí corresponde más al perfil de otros autores poco publicados en castellano. Sin embargo, el cuento aquí presente, «El garito y la pecadora», la verdad es que no es gran cosa; la típica superfamilia americana compuesta por elegidos, pero más bien redneck, que va dando tumbos por el espacio cercano, envía a su primogénito de minería de asteroides. El muchacho vuelve con una novia de pasado interesante, pero buen corazón, y la matriarca de la familia al final la acepta y defiende. Me quedo sobre todo con una vaga descripción de juerga made in años cincuenta, que tan bien se plasmó en una escena memorable de la tristemente olvidada Amazonas en la Luna; la orgía representada como una serie de señoritas en minifalda que bailan charlestón y golpean globos mientras se toman una bebida con burbujas ante la mirada lujuriosa, pero incapaz de peligro alguno por mor de la censura, de señores sudorosos en traje y corbata. El porno de la era McCarthy. Así de truculento es el garito de la pecadora de esta historia.
Edward Wellen, un histórico de Fantasy & Science Fiction que sólo publicó una novela en sus cuarenta años de producción, ofrece aquí en «Llámame Proteus» un cuento con la curiosidad de tener como narrador en primera persona a una nave espacial, en una época en la que debió ser una idea bastante pionera. Wellen, como MacLean y el siguiente autor al que citaré, es de esos escritores aseados cuyo nombre se ha quedado vagamente en el inconsciente colectivo del fandom anglosajón, y del que ahora se encuentran reunidos sus cuentos en antologías que venden en formato ebook en Amazon; me gustaría saber si alguien relacionado con esos creadores ve algún centavo del dólar escaso que cuesta la descarga.
Cierra el librito Theodore Cogswell, un señor que siempre me cayó bien porque contaba que fue conductor de ambulancia con la brigada Lincoln en la Guerra Civil, aunque lo cierto es que del hecho no existe más confirmación que su palabra. Apenas publicó cuarenta relatos aquí y allá, generalmente competentes y raramente brillantes, descripción que se ajusta a este «Informe de invasión» que apela a otro de los giritos temáticos habituales en la ciencia ficción: el grupo de adolescentes muy brillantes que casi sin querer, medio jugando, consiguen el gran avance que la humanidad no conseguía dar poniendo a sus mejores cerebros en liza. Una vez más, el sueño de ser especialitos: nuestro sueño. ¿Lo compartiría algún adolescente de esos a los que iban dirigidos estos tomitos? Lo dudo.
Totalmente de acuerdo con la pincelada que has dado sobre Asimov! Qué ganas de leer lo que escribas sobre él.