No he leído nunca nada respecto al enorme impacto que tuvieron en su momento las antologías realizadas por Asimov que se tradujeron como La Edad de Oro de la Ciencia Ficción, y que en su título original llevaban un «antes de» que aquí se perdió por cosas de la comercialidad. Me da la impresión de que fueron la verdadera vanguardia de la contrarreforma en el género, dada la relevancia de sus consecuencias. La primera, acostumbrarnos al tonillo asimoviano de prólogos autobiográficos faltos de pudor, que han sido (hasta este texto al que tiene la amabilidad de dedicar unos segundos, amigo lector) una constante en la ciencia ficción desde entonces. La segunda, asumir la ortodoxia de que la edad de oro comenzó con la llegada de Campbell a la dirección de Astounding, algo que los relatos presentes en «antes de» venía a confirmar porque serían los cuentos que hicieron a Asimov tilín en su adolescencia, aunque la mitad eran malos de solemnidad y del resto apenas cuatro o cinco realmente buenos. Y la última, impulsar el nacimiento de esta serie de libros que ahora vengo a comentar, La edad de oro en España y The Great SF Stories en USA, y de los que aquí tuvimos ediciones parciales hasta la selección de 1947.
Parciales porque, de libros que superaban las trescientas páginas, Alejo Cuervo eligió recoger cinco, seis cuentos nada más, uniendo de hecho (salvo en el caso de 1941) dos años en un solo volumen. La decisión me pareció en su momento, joven con vocación de historiador, bastante discutible, pero sólo hasta que tuve acceso al tomo Los grandes cuentos de ciencia ficción (1939), versión íntegra del correspondiente inglés y que publicó la argentina Editorial Sudamericana. En resumidas cuentas, la mayor parte de los relatos apestaban, y realmente la selección aparecida en España era válida y suficiente.
Más recientemente, Iberlibro mediante, he tenido la posibilidad de conseguir las ediciones en bolsillo de los años sucesivos, puesto que la serie se prolongó entre 1979 y 1992 (fecha de fallecimiento de Asimov) cubriendo cada año hasta 1963. Los he leído salteados, y mi impresión es que, en particular desde 1950, se podría recoger un tomo decente de cada uno. Cosa que jamás ocurrirá, claro. En cualquier caso, me ha servido para confirmar mi idea de que la edad de oro de la ciencia ficción, si hubo tal cosa, se produjo con el nacimiento de The Magazine of Fantasy & Science Fiction y Galaxy, que supusieron un cambio mucho más radical para el género que la mejora que introdujo John Campbell al frente de Astounding en 1939.
Bien, mi capricho de turno me ha llevado a recuperar este volumen de 1942-43, del que apenas recordaba nada. Años raritos, puesto que la mayor parte de los grandes autores de Campbell se habían tenido que incorporar a filas, con lo que esta selección no lleva nada de Asimov, Heinlein, Del Rey, Sprague de Camp, Sturgeon o Leiber, aunque en el caso de Asimov y Del Rey sí hay material en el volumen original: las historias originales de Fundación y Nervios. A mi juicio, y a posteriori, solo se echa a faltar entre lo descartado de los volúmenes originales una novela corta de Anthony Boucher, “Barrier”, quizá un poco larga para lo que ofrece pero de la que tengo un (lejano) recuerdo mejor que algún contenido que ahora detallaré.
Este periodo, claramente, fue dominado por los autores que de hecho ocupan dos tercios de las páginas de la antología y la mitad de sus títulos incluidos: A. E. Van Vogt y el matrimonio que firmaba como Lewis Padgett o Lawrence O’Donnell, es decir, Henry Kuttner y C.L. Moore. También en los tomos originales hay más relatos suyos no incluidos aquí. Van Vogt era muy corto de vista, mientras que Kuttner aquejaba de una mala salud general que terminaría con su prematuro fallecimiento a los 42 años, con lo que no tuvieron que incorporarse a sus respectivos ejércitos (Van Vogt era todavía canadiense por entonces). Sin embargo, ni a ellos ni a Catherine Moore, a la que su siguiente marido apartó de la literatura de forma harto sospechosa, les benefició mayormente este breve periodo de aplastante hegemonía. En el caso del matrimonio, por su desaparición del panorama antes de tiempo, y en el de Van Vogt, porque estaba demasiado chiflado y, la verdad, su estilo ha aguantado mal el paso del tiempo.
Ambas cosas son especialmente obvias en el caso de la novela corta aquí recogida, “Refugio”, en la que las truculencias pulperas de la poética de Van Vogt, muy crudas incluso para el término medio del género de la época, asaltan a cada página. El tema de la historia, además, tampoco resulta agradecido: han envejecido muy mal todos los relatos germinados a partir de ideas que hoy nos suenan a chorrada de la nave del misterio esa, en este caso recombinados en variantes a priori atractivas pero que no consiguen funcionar: tenemos sociedades galácticas vigilando a la Tierra, poblada de esos pequeños humanos que fueron dejados aquí en el pasado, y a los que ahora vienen a visitar unos vampiros interestelares por la cosa del repostaje. Tampoco el desarrollo de la trama ofrece mayores sorpresas respecto a lo que cabría imaginarse. Quizá lo peor es que Van Vogt da todo el tiempo la sensación de que se está tomando muy en serio la cosa, lo cual es probable dada la tendencia del señor a apuntarse en lo sucesivo a cualquier moda paranormalita de turno.
“¡Coopera… o prepárate!” es, pese a su título ya turronero (los puntos suspensivos y las exclamaciones son las señales por antonomasia del tremendismo estilístico: combinarlos en un solo título es de nota), bastante más legible, por brevedad y por tema, un space opera más convencional. De hecho, es el primer acercamiento del género (que yo conozca, seguro que hay anteriores) a una cuestión clásica: la del naufragio de dos enemigos, un terrestre y un extraterrestre, obligados a entenderse para sobrevivir. Cuarenta años después, el mediocre Barry Longyear consiguió su único éxito con una versión más adocenada de este mismo tropo, incluso adaptado al cine, con “Enemigo mío”. En ese caso, creo recordar que el carácter del alienígena es bastante más obvio (muy trekkie) que en el de este cuento viejuno de Van Vogt, en el que se trata de una especie de letal super felino en el que muestra su buena mano para retratar extraterrestres molones.
Los relatos a cargo del matrimonio Kuttner-Moore han resistido mejor el paso del tiempo, aunque el más largo, “Ataque en la noche”, sea una aventura venusina absolutamente pasada de moda. Lo que la salva es el desparpajo de la narración, que ya de partida es una aventura frenética en la que hay grupos que se hacen llamar Los Buzos Infernales (porque estamos en el Venus clásico, el de océanos), mujeres supuestamente pecaminosas, bichos y demás parafernalia. Los autores ni pretenden que esto sea verdad ni quieren hacer otra cosa que entretener, objetivo que en realidad no ha cambiado tanto de parámetros con el paso de los años.
Los otros dos cuentos suyos presentes en el volumen están considerados como clásicos, con un tema común (el de máquinas fuera de control) pero un enfoque bien distinto. “El Twonky” presenta un misterioso aparato de radio que poco a poco manifiesta capacidades extraordinarias, hacia un desenlace siniestro. Llama mucho la atención desde la perspectiva actual que el chisme impida a su propietario comportamientos que estima que le pueden resultar perjudiciales, como tomar una segunda taza de café o leer Alicia en el País de las Maravillas, pero su primera manifestación como aparato inteligente es encender un cigarrillo antes de que el personaje saque el encendedor. Cómo cambian los tiempos. Chorradas aparte, el valor histórico del relato está en ser una de las primeras manifestaciones del temor a los avances científicos en sí, aunque Kuttner y Moore no den el paso de convertirlo en una denuncia contra el uso espúreo del potencial de la ciencia sino que circunscriban su origen a una intervención no humana.
“El robot vanidoso” pertenece a la famosa serie del científico Gallegher, que toca la ciencia “de oído” cuando se pone contento de nivel saludar al mismo dos veces, y es una comedia muy de la época, en la que no resulta difícil imaginarse como protagonista a aquel James Stewart beodo que veía a un conejo gigante, por ejemplo. Para mí el cuento no queda redondo porque la resolución, no por inevitable, resulta menos sacada de la manga. En cualquier caso, un excelente testimonio de la comedia del momento y de la capacidad de sus autores para jugar en ese registro específico con soltura gracias al buen dibujo de personajes y la dosificación de los detalles de la trama.
Ni “La presión de un dedo” figura en la antología de lo mejor de Alfred Bester que publicó Minotauro, ni “Pesadilla diurna” en la correspondiente de Fredric Brown aparecida en Bruguera y Ediciones B, por lo que tenía olvidados ambos textos, que no son desde luego de lo más rescatable de sus magníficos autores pero tienen su interés. En la historia de Bester tenemos a una suerte de vigilantes del tiempo que deben rastrear hacia atrás dónde arrancó la sucesión de acontecimientos que desencadenará el final del universo un millar de años en el futuro. Brown, por su parte, lleva a un escenario espacial su habilidad para el relato policiaco, pero a la postre se comprende que no usó el argumento para una historia en el otro género que ocupó su actividad porque la base del misterio está trucada, depende de una añagaza de carácter cienciaficcionero un poco traída de los pelos que impide situar la narración en el mundo contemporáneo. También es un cuento de mayor acabado pulp que lo mejor de su producción, con un pseudorromance muy de novela negra chunga y una cierta dosis de efectismo.
Es inevitable pensar que la muy cinéfila Leigh Brackett tenía en la cabeza el clásico Freaks cuando emprendió la escritura de “Híbrido”, un cuento en el que lleva el espíritu de esas ferias ominosas a un escenario futuro con algunos de los monstruos imposibles encarnados por seres extraterrestres. Creo que me ha caído por ello más simpático de lo que merecería su valor, quizá también por su final amargo que se aparta de los cauces frecuentes de la época.
El volumen se completa con dos ultracortos. Edmond Hamilton completa el segundo matrimonio presente en el volumen (era el esposo de Leigh Brackett) con “Exilio”, un relato sorpresa que debo decir que no me vi venir (y no recordaba) pese a su relativa obviedad. Y Donald Wollheim busca un objetivo totalmente distinto con la breve extensión de “Mimetismo”, un cuento de terror-ciencia ficción de corte muy clásico, sobre todo atmosférico, que bebe lejanamente más de los modos que de los temas del entonces muy en boga círculo lovecraftiano para un resultado eficaz y perdurable.
La gran pregunta, una vez terminado el volumen, es si puedo recomendarlo a algún lector actual. Y me temo que, en líneas generales, no. Quizá vaya llegando el momento de que revisemos nuestros criterios acerca de una buena parte de estos venerables textos, testimonios de los sueños de una época y también de sus limitaciones, y ajustemos su valía más a criterios históricos que literarios.
Muchas gracias, Julián, por esta serie de artículos, que estoy disfrutando mucho. Pero en este hay algo que no entiendo, supongo que porque faltan palabras para hacer inteligible lo que dices al comienzo del párrafo que dedicas al cuento “El robot vanidoso”…
Me temo que me he pasado en el uso de jerga originalita. “Estar como para saludar al mismo dos veces” es algo que he escuchado para describir un avanzado estado de borrachera. En la clasificación por fases clásica (exaltación de la amistad, cantos regionales, tuteo a la autoridad, insultos al clero y delirium tremens), supongo que vendría a estar entre la tercera y la cuarta. Aunque hablo haciéndome el enterado sin serlo, porque como saben mis allegados, soy un tristísimo abstemio y apenas habré llegado a lo de los cantos regionales un par de veces en toda mi vida.
Ah, jaja, gracias por la aclaración, Julián: no faltaban palabras, lo que me faltaba era más comprensión en asuntos espirituosos… Y lo dicho, aquí tienes un fiel lector de esta serie de artículos, que espero continúe mucho tiempo más (tengo toda la serie en un documento de Word de 128 páginas bien apretaditas que me voy imprimiendo, y espero que llegue por lo menos a las 300).
Saludos desde Toledo.