Si sumáramos las cinco encarnaciones que ha tenido la Isaac Asimov’s Science Fiction Magazine en castellano, resultaría ser la segunda revista con más números de la historia, sólo por detrás de Nueva Dimensión. Sin embargo, esa suma sería totalmente ficticia: cada una de esas etapas fue llevada por una editorial distinta, con propósitos y resultados dispares, sin casi nada más en común que el hecho de que el material anglosajón traducido en ellas fue publicado originalmente en la homónima estadounidense.
También coinciden en el empeño en hacer constar el nombre de Asimov bien gordo, como si fuera un talismán que, obviamente, nunca tuvo gancho suficiente como para llamar la atención de lectores ajenos al género y hacer viable el proyecto. Ya mencioné en otro artículo la extraña obsesión de los editores españoles durante varias décadas por pagar para contar con ese apellido que sólo ha tenido eficacia comercial dentro de la cf cuando se trataba de alguna obra «mayor». Y fuera de él, apenas en contados casos (pienso en la magnífica, al menos para mí como lego, Introducción a la ciencia, los muy amenos tomos de historia aparecidos en Alianza, e imagino que las primeras selecciones de ensayos en Bruguera). El resto, diría que tres cuartas partes largas de las versiones de publicaciones con la rúbrica Asimov en su portada, ha terminado más bien indignamente en las pilas de saldos, fueran antologías, novelas desarrolladas en su universo creativo y apadrinadas de manera discutible o ensayos científicos.
En el caso de las revistas, casi nunca dieron tampoco buenos resultados literarios. En sus números siempre parece haber material procedente del mismo lapso temporal, como si en el acuerdo con la editorial estadounidense, Davis, se incluyera alguna condición al respecto. La consecuencia es que lo traducido es muy irregular, como lo son en sí las revistas americanas de género, que publican tanto cada año que deben tener una manga mucho más ancha que una publicación española que pueda escoger lo que quiera de la fuente que desee siempre que pueda pagar la traducción. El caso extremo es el de la primera encarnación de Asimov’s en español, la de Picazo en 1979-80, que recogía de manera íntegra volúmenes estadounidenses, concretamente los doce primeros. Mala idea a varios niveles, porque la revista americana nació en 1977 y tardó varios años en cobrar fuste; estos números de arranque fueron pestilentes casi de manera íntegra. En 1983, Shawna McCarthy sustituyó a George Scithers, un viejo amigo de Asimov, y arrancó una orientación «literaria» de la publicación obviando totalmente la supuesta herencia del autor que daba nombre a la revista; un giro al que daría continuidad Gardner Dozois desde 1985. Asimov comentaría en alguna ocasión que no acababa de entender muy bien la revista en sus últimos años, pero que le parecía todo bien.
La etapa de Picazo es recordada sobre todo por sus pésimas traducciones, encabezadas por el celebérrimo «Tarzán de los Alpes». He leído algún volumen suelto, pero no tengo estómago para ponerme con uno de los que me faltan. He preferido releer uno de la segunda encarnación de Asimov’s, la de Forum entre 1986 y 1987, que seleccionó en sus once primeros números Carlo Frabetti y Domingo Santos en los cuatro finales.
La década de los ochenta fue, en mi opinión, la edad de oro de la literatura en los quioscos españoles. En los de mi barrio de la periferia de Madrid, los laterales acristalados estaban forrados de libros en lugar de los carteles publicitarios que muestran ahora los muy pocos que quedan; dominaban, al menos en mi entorno, las colecciones de bolsillo de Bruguera, seguidas por las de Plaza & Janés (notablemente la longeva colección Reno) y Planeta, pero también en muchas ocasiones se exhibía la colección de ciencia ficción de Ultramar, o algunos títulos de Grijalbo. Los precios eran realmente populares, y con mi paga de la época podía comprarme un libro cada semana. Los bolsilibros ya eran algo del pasado, que a mis ojos no merecía consideración, y su espacio había sido ocupado por buenos textos, incluyendo clásicos de la literatura, editados de forma barata pero suficiente siguiendo con menos gusto la estela iniciada con éxito por Alianza en décadas previas, pero siempre limitada a librerías.
Bruguera hizo desde 1981 una apuesta más decididamente pulp con la aparición de El Club del Misterio, policiacas publicadas en forma de folleto (aunque con el contenido íntegro de una novela en cada entrega) que podían retaparse posteriormente en un tomo con ocho cuadernillos. El arranque fue formidable: Dashiell Hamett, Conan Doyle, Ellery Queen, Raymond Chandler y Patricia Highsmith fueron los cinco primeros autores.
Yo sabía que cada jueves, a la hora de la salida del colegio, la furgoneta de distribución ya había pasado por los quioscos de todo el barrio de Las Águilas, y con mi amigo Antonio, al que tanto me mortifica haber perdido la pista totalmente por mi culpa, caminábamos impacientes para recoger el número de la semana. Luego lo examinábamos con veneración: leíamos la sinopsis, los datos del autor, el anuncio de la siguiente entrega, comentábamos la calidad de las ilustraciones interiores, que eran muchas veces de los excelentes Julio Vivas, Edmundo Fernández o Carlos Freixas… Nunca me agradeceré lo suficiente la decisión de no encuadernar esos folletillos, como si hizo en cambio nuestro también amigo Ramón, y conservar hasta hoy en mi biblioteca las portadas, descarnadas y vibrantes, de Isidre Monés.
Uno de mis más vivos recuerdos de infancia es el del primer trimestre del curso de 1982. Era el día que abrían la biblioteca de mi colegio. El que compraba la novedad de esa semana de El Club del Misterio. Y, en ese trimestre, era cuando emitían primero Cosmos y luego Ramón y Cajal, historia de una voluntad, en un combo imbatible (así era el minuto de oro de la tele en los ochenta, amigos). Con catorce años ya había leído algunos textos divulgativos de filosofía que estaban disponibles en mi colegio, y viví esos jueves sin disfrutarlos del todo, con una mortificada consciencia de la dimensión única y fugaz de unos días felices.
Bruguera dominaba por entonces los quioscos (al menos esa era mi impresión como consumidor) de forma aplastante gracias a los cómics nacionales, y Planeta intentó progresivamente pelearle el trono usando un sello, Forum, que ya tenía presencia en ellos a través de los cómics estadounidenses y de la edición local de la revista Playboy. Así que decidió sacar su propia versión de El Club del Misterio, bajo el nombre de El Círculo del Crimen. A mí me pareció sensiblemente inferior de inmediato: el papel era muy basto, las ilustraciones chabacanas, y la selección de títulos fue haciéndose progresivamente infumable incluso para mi criterio de entonces. Me limité a comprar algunos títulos sueltos.
La colección dio paso luego a una Biblioteca de Terror, compuesta sobre todo de clásicos, con las mismas características (alguno de cuyos volúmenes hoy cuesta una fortuna en segunda mano). Estuvieron también tomos de los relatos originales de Conan, y en ciencia ficción, retomaron el concepto de bolsilibro bajo el título de Galaxia 2000, pero esa colección me pasó totalmente inadvertida; nuestro género llegaría con plenitud a los quioscos tres o cuatro años más tarde, con la llegada de las colecciones literarias en formato bolsillo, de la mano de Orbis, y el redoble en el número de novedades de Ultramar. Forum publicó entonces, hacia 1985, colecciones de novela negra y de aventuras.
Y también ese año decidió ahondar en el mercado del tardopulp hispánico con una revista de ciencia ficción, una versión del Asimov’s. Como El Club del Misterio, la portada era apenas de papel revista con algo de gramaje, y en su aspecto era absolutamente asimilable a las revistas estadounideses del momento, incluyendo lomo pegado en lugar de grapa, dado el número de páginas. Las portadas eran llamativas ilustraciones sindicadas de los grandes del cómic adulto del momento (Sanjulián, Segrelles, sobre todo Luis Royo…), Carlo Frabetti estaba al mando y todo aquello a mí me hacía sentir como que, al fin, tenía una revista periódica como esas que Asimov contaba haber comprado en su infancia en Brooklyn (Nueva Dimensión raramente se distribuyó en quioscos, y sólo antes de que yo me convirtiera en comprador, por lo que no fui consciente de su existencia hasta comprarla de segunda mano en la Cuesta de Moyano).
En realidad la periodicidad de este Isaac Asimov Magazine fue algo menos fiable y temo que mis continuas visitas hicieron que los quiosqueros fueran los primeros enemigos que me gané por culpa de la ciencia ficción. Y también es cierto que su lectura resultaba un tanto frustrante: al igual que en el caso de las selecciones de Bruguera, que había abandonado cinco años antes, el criterio de selección de Frabetti era inexcrutable. Mientras la revista original se hinchaba a ganar todos los premios habidos y por haber, en estos volúmenes se incorporaban relatos de series sin continuidad previa o posterior y primeros vuelos de desconocidos carentes de mérito. Por supuesto, también algunas sorpresas formidables (caso de «El regalo de un hombre inútil», de Alan Dean Foster, en el 3, o de «Día de feria en Wolkenheim», de Richard S. McEnroe, en el 6) y relatos solventes de gente de toda confianza como Gene Wolfe, Brian Aldiss, Robert Young o Michael Bishop, pero la impresión conjunta era desconcertante.
A partir del número 9, el rumbo se enderezó un poco, y en los sucesivos ya había siempre tres o cuatro relatos llamativos, y alguna obra maestra como «Voces», de Octavia Butler, en el 10. Pero cuando en el 12 Domingo Santos se hizo cargo de la selección, hubo un obvio salto cualitativo y se agolparon los cuentazos («24 vistas del monte Hokusai» de Zelazny en el 12, «El oro y el moro» de Tiptree en el 13, «Rumbo a Bizancio» de Silverberg en el 14, «Retratos de sus hijos» de George Martin en el 15, por sólo citar los más obvios). Por cierto que ese giro reproduce el que dieron también las selecciones de Bruguera en sus últimos números. Sin embargo, el proyecto ya debía estar herido de muerte por motivos comerciales y sucumbió a la vez que una publicación hermana que sólo duró ocho números, Alfred Hitchcock Revista de Misterio, cuya versión original pertenece a la misma editorial que Asimov´s.
He escogido volverme a mirar el número 11 de la revista porque era el que a priori recordaba menos, pese a tener dos buenos cuentos de Connie Willis. Creo que Frabetti es la única persona en España que ha incluido dos cuentos del mismo escritor en una sola antología, sin que sea un especial del autor, un lo mejor del año o algo así, simplemente por las buenas, por capricho o desorganización; ya pasó también en Bruguera, cuando en las selecciones de Ciencia Ficción 15 había dos relatos de Avram Davidson.
Willis había iniciado por entonces el camino a convertirse en el escritor más galardonado en la historia del género, lo cual no la convierte en el mejor, pero desde luego le da un puesto de privilegio que a mi juicio reconoce sus méritos y talento. Quizá le ha faltado una novela que sea una obra maestra absoluta (no, no creo que El libro del día del juicio final, una buena novela con un lugar destacado en la historia del género, lo sea), pero en el apartado de cuentos y novelas cortas creo que nadie alcanzó su altura y regularidad en las dos últimas décadas del siglo XX.
También he dicho por aquí ya alguna vez que mi opinión puede estar influida porque se trata de una persona que me cae fenomenal, una señora ingeniosa y amable, con la que compartí algunos ratos deliciosos. Además, reconozco mi debilidad por los revolucionarios camuflados, por la gente que es más de lo que parece: creo que su aspecto de señora del Medio Oeste que hace cookies, va al coro de la iglesia y no se preocupa especialmente por su imagen, afianza en mí el impacto que causan historias como Oveja mansa o «Incluso la reina», tan pertinentes más de veinte años después de su publicación. Quizá su empeño en insistir en ciertos temas concretos, caso de los homenajes a Agatha Christie, el bombardeo de Londres o Shakespeare, dan la impresión de que hay una buena cantidad de sus cuentos que son derivativos o un tanto menores.
Como cuando David Bowie se vistió con un impecable terno con corbata para hacer el rock más duro del momento al frente de Tin Machine, Willis refuerza su mensaje contrastando en persona por completo con las cargas de profundidad de sus mejores historias, en una actitud radicalmente opuesta a la que se estila hoy. Una frase suya en el prólogo de la antología de sus mejores historias que publicó Ediciones B es esclarecedora al respecto:
He llevado gatos al veterinario, he visto cómo las amigas se teñían el pelo, he cambiado pañales y he vigilado en bailes de graduación. Todo eso me ha dado una ventaja clara para escribir sobre mundos extraños e inteligencias alienígenas.
En sus mejores momentos, Willis es tanto en lo literario como en lo personal una suerte de reverso luminoso de J.G. Ballard, y por disparatado que parezca, mi recuerdo de ambos tienen aspectos en común. Cualquiera de los dos pasaría inadvertido en el asiento de un autobús, pero a los cinco minutos de conversación en uno se descubría una oscuridad malsana y poderosamente creativa, y en la otra una ironía cautivadora pero punzante. En general, prefiero leer a Ballard, pero no en todas las ocasiones. Para tomar un café sí la escogería siempre a ella. Por si acaso.
Aquí Willis abre y cierra el volumen, pese a no merecer crédito en la portada de manera chocante, con dos relatos finalistas de premios. «Luna azulada» entronca directamente en una de las ramas principales de la poética de Willis, la de la comedia romántica de enredo de corte clásico, y puede interpretarse como una especie de anticipo del modelo que desarrollaría de manera inmejorable en Oveja mansa. En esta ocasión, y ya hace casi cuarenta años, se ríe en particular de la gente que habla en oscuras y artificiosas jergas empresariales y del feminismo radical; no es de extrañar que no sea una autora muy reivindicada últimamente, puesto que algunas de sus posiciones me imagino que no deben resultar muy cómodas hoy.
«El sidon en el espejo» es uno de los relatos en los que Willis se planteó el reto de retomar tropos y escenarios de la cf tradicional para darles un aire nuevo, no revolucionario, sólo más adulto, más pulido. La acción se desarrolla en un planeta minero, puro far west, al que llega una especie de camaleón humano para implicarse en un conflicto local en el que las mujeres tienen un protagonismo significativamente mayor que en obras equivalentes de veinte o treinta años atrás. Lamentablemente, el cuento no se disfruta del todo porque tiene algunas exigencias lingüísticas que los traductores de la ocasión no supieron resolver de forma del todo comprensible.
Otro señor que me cae bien, aunque en este caso solo por sus obras porque sólo le he visto hablar en alguna mesa redonda, es John Kessel, buen escritor y finísimo pensador sobre todo lo que supone el género. Su contribución aquí es «Una huida limpia», un cuento que no sé juzgar del todo bien ahora mismo porque gira de forma sustancial en torno a un final más o menos sorpresa, pero que me impresionó en su momento lo suficiente como para que quedara albergado en una neurona especialmente remota, que aprovechó esta relectura para dar señales de vida. No puedo contar mucho de él salvo que plantea un fin del mundo particularmente verosímil y que los dos personajes están dibujados con maestría considerando la cantidad de páginas invertidas.
El estilo potente y evocador de la gran Tanith Lee domina por completo «Tigre de ardiente brillo», una fantasía orientalista a partir de la fascinación que ejercen estos felinos, y el poema de William Blake que todos conocemos gracias a Alfred Bester. Este mismo confinamiento hemos tenido una inmejorable muestra del poder de atracción de esos animales con el famoso Tiger King; a los interesados, les recomendaría que buscaran un libro que me fascinó absolutamente, «El tigre», de John Vaillant, que es un reportaje pero también una de las más poderosas historias de terror que he leído jamás. Aquí Lee pone al servicio del tema su solvencia en un cuento de repertorio pero bueno, de los que vale la pena publicar.
Los dos nombres más llamativos del sumario son el propio Asimov y Frederick Pohl, que no suman precisamente mucho. El relato del Buen Doctor, «Al vencedor», es parte de su serie de Azazel, aunque aquí se recoge en la versión original a la que le condicionó Shawna McCarthy, con el pequeño diablillo camuflado como extraterrestre para colar en una revista de cf. Como el resto de la serie en cuestión, se lee con levedad pero camina en el delicado filo entre lo entrañable y la parida, a lo que suma un tono levemente rijosillo, más que sensual, que no sé qué tal sería recibido hoy. «La prueba suprema» es, que ahora mismo recuerde, lo peor que debo haber leído jamás de mi admirado Pohl, un prolongado chiste insensato sobre un conductor de autoescuela -pero con naves espaciales- y un extraterrestre que quiere destruir a los humanos porque sí.
Para terminar, en el clásico apartado «¿por qué Frabetti escogería esto?» encontramos en esta ocasión dos cuentos. «Pensar en dos cosas», de Al Sirois y Kevin O’Donnell Jr., es una breve historia sobre una ardilla que es espía interplanetaria, y ese enunciado permite una extrapolación cierta sobre hasta dónde se puede llegar a partir de esa premisa. No he leído nunca otra cosa de O’Donnell que se acerque al nivel de Ora:Cle.
Mientras, Rand B. Lee, que se define en su web como «un escritor por cuenta ajena abiertamente gay, editor, horticultor, artista, actor de doblaje y consultor psíquico» (una descripción en la que puede leerse entre líneas el añadido «por lo general, desempleado»), aporta «Cuentos de la Red: un asunto de familia», sobre una señora que queda prendada de unos extraterrestres en un primer contacto, no hace caso a su hijo y tiene animalitos que hablan. He consultado si hay más «cuentos de la red» y no es el caso, si bien no sé por qué lo he hecho porque no habría ninguna posibilidad de que leyera otro sin coacción de algún tipo de por medio. Este es uno de los primeros relatos que publicó y las referencias son que los más recientes, dentro de una producción corta, son mejores.
[“Yo sabía que cada jueves, a la hora de la salida del colegio, la furgoneta de distribución ya había pasado por los quioscos de todo el barrio”.]
A los pueblos de Castilla no llegaban libros de CF ni de coña, sobre todo porque, al menos en el mío, quiosco como tal no había, pero cuántas veces debí de pasarme por el estanco a ver si había cómics nuevos… Llegaban con cuentagotas y la llegada de un nuevo número de la Patrulla X, Spiderman o los Nuevos Mutantes era recibida como un portal hacia otra dimensión donde todo era más mejor y reluciente.
La vida del aficionado o protoaficionado niño de pueblo de provincias era dura, en los 80 los únicos comics que llegaban a mi pueblo eran Pulgarcitos y Mortadelos con varios años de atraso y a la única papelería del pueblo los de lujo de Asterix o Lucky Luke…
«(Nueva Dimensión raramente se distribuyó en quioscos, y sólo antes de que yo me convirtiera en comprador, por lo que no fui consciente de su existencia hasta comprarla de segunda mano en la Cuesta de Moyano)»
Siempre pensé que era un clásico de los kioscos de la época. Donde se vendia? en librerías?
Creo que se encontraba en determinados quioscos céntricos de las grandes ciudades, pero no tenía una distribución general que llegar a barrios periféricos o pueblos. Yo por edad podría haber llegado a ver alguno en los quioscos de mi barrio si se hubiera distribuido, pero no fue así
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