Puede parecer que como he tardado en comentar aquí algún número de Asimov’s sería una revista que me cae peor que otras, pero no es cierto en absoluto. De hecho la etapa 1985-1995 de Asimov’s, más o menos, me parece una era de esplendor y gloria en la que los buenos cuentos se suceden uno tras otro, Sterling le disputa la primacía de cada número a Robinson o Willis, Dozois dirige y elige con precisión y un Asimov entrañablemente decrépito, ya sabiéndose muy cercano al final, ejerce de bondadoso patriarca ante un escenario que en realidad no entiende, pero mira con tolerancia y generosidad.
La cuestión es que en realidad he leído ya buena parte de los números de esa etapa, por un lado, y por otro es que leerse uno de ellos me resulta tan fatigoso como afrontar un tomaco de Peter Hamilton. El maquetador/a de Asimov’s, Dios le tenga en su gloria, es un individuo/a que siempre ha primado la cantidad sobre el buen gusto o la legibilidad de sus páginas, y mete letras y letras como si la densidad le fuera en el sueldo. En particular con el último cambio a bimestral de la revista, que ahora te llega cada dos meses y te dura tres. Te vas con un número de la actual Asimov’s a un refugio de montaña en diciembre, con un jamón y cinco kilos de leche en polvo, y te puede dar casi marzo sin mayores necesidades, aunque lamentablemente la calidad de esa etapa que menciono no sea la misma de los contenidos actuales. Y aquí no entro en que la cf de hoy sea peor, que de todo hay, sino que el protagonismo de la revista no es el mismo en el global del género, porque entonces cortaba el bacalao con suficiencia.
Pero este número que vengo a comentar ha tardado mucho tiempo en llegar a mis manos porque es el décimo aniversario de la revista. Esto sólo significa que otra gente buscó este número, que en sí no tiene mucho de especial; lejos del esmero con el que Fantasy & Science Fiction trata estas efemérides, este es un ejemplar bastante corrientucho, sensiblemente inferior a los muy potentes volúmenes dobles del mes de noviembre que Asimov’s se gastaba en esa época.
Prácticamente, lo único de particular que tiene a priori es que el nombre de cabecera en portada es el de Lucius Shepard, muy apreciable señor nada presente hoy en nuestras librerías que, no sé si por prestigio, por casualidad o por prurito suyo, siempre anda metido en los números de aniversario de todas las publicaciones. Eso sí, el relato, «Sun Spider», es bastante menor, como testimonia el hecho de que no lo incluyera en su grandiosa antología de poco tiempo después, El cazador de jaguares. Se trata de un muy infrecuente acercamiento al hard science fiction de Shepard, una historia sobre exploración solar. El oficio le sobra al hombre, pero hay algo rechinante en toda la historia, que además no es especulativamente gran cosa.
El verdadero plato fuerte del número es «Rachel in Love» («Raquel enamorada»), de Pat Murphy. Un relato memorable, histórico, de una autora que entonces contaba poco más de treinta años y se encontraba en estado de gracia: este año no sólo ganó el Nebula por este cuento, sino también por la novela La mujer que caía. Murphy pareció durante ese lustro que iba a ser una voz dominante del género en las décadas sucesivas y, sin embargo, ha publicado relativamente poco, una verdadera desgracia porque su lugar ha sido ocupado por escritores mucho menos interesantes. Su presencia como ensayista ocasional o su rol como impulsora del premio Tiptree la han convertido en una figura influyente entre bastidores, pero su producción es tristemente corta, y lamento desconocer la razón.
«Rachel in Love» es una muestra, la enésima, de que no todo son las ideas: en realidad, es una suerte de La forma del agua versión «Callejeros viajeros», con una chimpancé romántica y un conserje retardado, sordo, borracho y pajillero. Es un relato de fórmula, algo reconocido por la propia Murphy, y tiene un final feliz quizá ingenuo. Pero está escrito con tanta elegancia, tanto ingenio y tanto ritmo que todo funciona: es de esas veces que un buen final motiva alegría y una sonrisa de este pobre lector de corazón encallecido, incluso en la relectura. El uso juicioso del tópico, el tema accesible y el estilo cristalino pero hermoso construyen un relato que estaría entre los treinta, cuarenta que daría sin dudar a un lector ajeno al género no para convencerle de su validez, sino simplemente para que disfrutara de la lectura. No le sorprendería; tan sólo le haría pasar un rato excelente con eso que llamamos literatura.
El contenido más extenso del número es una novela corta de Harry Turtledove, «Superwine», sobre la que no puedo dar un juicio muy cabal debido a que, como saben quienes me son cercanos, yo no soy fanático de muchas cosas, pero a las poquitas a las que mantengo devoción después de años de progresivo descreimiento les conservo una indómita simpatía. Turtledove, el hombre que convirtió las ucronías de rareza en subgénero comercial, comparte multiplicado mi frikismo bizantino (bueno, él se doctoró en el tema, así que ponerme a su altura es bastante presuntuoso) y aquí nos ofrece una nueva muestra tan tramposa y divertida (para mí) como las demás.
En el fondo, estas ucronías de Turtledove me dan la sensación de un juego de mesa en el que él mismo ha diseñado las reglas, con un apéndice que reza, simplemente: «Al final ganan los míos». Concretamente, el magistrado protagonista, Basilios Argyros, una especie de superespía, pero iconoclasta y con fuego griego; en mi modesta opinión, no se puede molar más porque ya te sales del mapa. No me he releído el relato, en todo caso, porque con esa falta de miramiento característica de las revistas USA en realidad es el último capítulo de la novela Agente de Bizancio, traducida por cierto al castellano, y que además se anuncia en la presentación del texto sin comentar el detalle.
«A Little Farther Up the Fox», de George M. Ewing, es uno de esos cuentos que uno sufre (o deja a las cuatro páginas) cuando lee regularmente publicaciones estadounidenses de género, y que mantenían su existencia de páginas y páginas anuales. Va sobre pesca en el futuro. Si suena poco interesante, su desarrollo no lo mejora: el señor Ewing fue un estudiante de Clarion que publicó algunos relatos, pero según leo se ganó sobre todo la vida con material de no ficción. Así que aquí tenemos todos los defectos esperables: presentación esquemática, dosificación de novedades tecnológicas para que se vea que estamos a la guay, personajes diseñados con escuadra y cartabón… Para culminar con una historia de superación en marco fluvial.
También hay un relatito corto, «Out of Darkness», de Lillian Stewart Carl, amiga y biógrafa de Lois McMaster Bujold, que pasa en el Lago Ness. Olvidemos piadosamente su existencia.
Una vez completados los cuentos, debo señalar que en la Asimov’s de esta época tenían un peso muy importante las secciones. Alguna era muy breve, como la pionera sobre juegos que en esta época tan temprana firmaba Matthew J. Costello, aquí ocupándose del juego de rol espacial Skyrealms of Jorune. Normalmente la más atractiva suele ser Viewpoint, artículos de firmas y temáticas variadas, pero en este caso no tengo mucha suerte porque es un texto de Rudy Rucker titulado «Cellular Automata» hablando de cibernética, fractales y cosas similares que no voy a molestarme en entender porque seguramente quedaron obsoletas hace veinte años, es decir, diez después de su publicación. Tampoco voy a decir que en general entienda a Rucker cuando hace divulgación, aunque su ficción a veces resulta muy marchosa.
La sección de libros corre a cargo de Norman Spinrad, que empezó con ella en 1983 y hasta hoy sigue, según los meses. Spinrad es uno de esos escritores estupendos a los que uno ya no puede leer con la misma facilidad después de conocerle en persona, porque es un malage petulante y hostil, de los que hacen sentirse incómodas a las personas a su alrededor si no encuentra todo a la altura de la grandeza que considera merecer. No pude evitar una sonrisita al leer en la sección de correo de este mismo número cómo Ursula Le Guin, esa santa mujer, le enmendaba la plana. Traduzco:
Me gustaría corregir la afirmación de Norman Spinrad en el número de septiembre de Asimov´s, cuando afirma que «después de la publicación de Los desposeídos, Le Guin empezó a esmerarse en negar que hubiera sido nunca una escritora de ciencia ficción». Eso no es cierto. Me he esmerado siempre (como ahora) en contradecir a la gente, dentro y fuera de la ciencia ficción, que insiste en que no soy una escritora de ciencia ficción. Por supuesto que lo soy. He escrito tanto ciencia ficción como otras cosas desde el principio, y así espero seguir.
¡Chúpate esa, Norman! Por aquella noche de Gijón, por ejemplo. Aunque esta te la pegara doña Ursula diez años antes, yo he disfrutado el zasca veinte años después. Paradojas temporales singulares.
No me extraña la corrección de Le Guin, porque Spinrad es el tipo de analista que hace afirmaciones gratuitas que él se imagina que son ciertas porque le cuadran, un mal bastante extendido en el sector crítico de nuestro fandom, por cierto. Precisamente en este número se calza una comparativa sólo en parte justificada entre Kilgore Trout, el escritor de ciencia ficción imaginado por Kurt Vonnegut en el que se encarnó ocasionalmente Philip Jose Farmer, y Theodore Sturgeon, al hilo de la publicación de la novela póstuma de Theodore Sturgeon, Cuerpodivino. Algo a lo que dedica diez paginas de esas interminables de Asimov’s, cuando podría haberlo resumido en dos frases: la novela apesta y es una pena para la memoria de Sturgeon que se publicara, cosa que él no hizo en vida tal vez por algo. Es una pena sobre todo porque es un libro en el que se ven los defectos de un autor maravilloso desencadenados y multiplicados, sin que nadie les pusiera freno, y sin ninguna de sus incontables virtudes a cambio; un problema que sufrieron varios de sus coetáneos hacia esa misma época, notablemente Heinlein y Asimov.
El Buen Doctor, precisamente, da muestra de ello (de forma encantadora, todo sea dicho) en el editorial del número. La necesidad de escribir varios textitos mensuales de carácter personal (los más conocidos, estos editoriales y las entradillas de sus artículos científicos de Fantasy & Science Fiction) terminó por resultar devastadora para la creatividad de Asimov, que encumbró a la categoría de acontecimientos sus naderías de señor mayor que vivía plácidamente en Manhattan. Obviamente, la culpa no era suya, que todos vamos cobrando esas puñetas con la edad, sino de quienes le reían la gracia. Aquí, por ejemplo, cuenta con mucho desgarro los siguientes sucedidos: a) Que un día había quedado con un fotógrafo en un hotel, no apareció, pero unos días después resultó que se había confundido y estaba en la habitación de al lado. b) Que vino un señor a su casa, entendió que era un «good friend» de su mujer, pero no, es que el señor se llamaba de apellido «Goodfriend». Y resulta que con esas dos cosas hizo dos cuentos de Los Viudos Negros, pero una señora le escribió una carta diciéndole que vaya chorrada. Debe ser una confirmación de que hay gente muy mala; yo ya lo di por hecho a causa de la solución final, los gulags y los jemeres rojos, pero parece que Asimov vino a constatarlo en sus propias carnes con este mensaje tan antipático. La verdad, que el Buen Doctor contara estas cositas en las mismas páginas en que la cf daba un paso de gigante hacia la madurez es casi un inmejorable testimonio de las contradicciones de nuestro género.
¡Apoteósico!
Me encanta tu sección.
Me muero con esta sección, en serio…