Ya he explicado varias veces que no me parece que pueda considerarse que la Edad de Oro de la cf se sitúe en los años cuarenta, como ha sido el convencionalismo impuesto durante décadas. En años sucesivos, la práctica totalidad de los mejores autores anglosajones de esa primera época publicaron buena parte de sus obras más destacadas (Sturgeon y Heinlein en los sesenta, Asimov, Pohl y Clarke en los setenta), a la vez que se consolidaban como figuras también los mejores de los aparecidos en los cincuenta (Silverberg, Dick, Ballard, Aldiss), y los posteriores se encontraban en una prematura plenitud (porque Le Guin, Zelazny, Disch, Delany, Niven o Tiptree nunca superaron el nivel de sus primeros quince años de carrera). Aunque el final de los ochenta y comienzos de los noventa presenció la hegemonía de una nueva aristocracia (Gibson, Willis, Robinson, Vinge…) posiblemente nunca como en ese periodo entre 1965 y 1980, aproximadamente, se produjo un cruce de talentos generacional tan importante dentro del género.
Y así podían producirse fenómenos como que The Magazine of Fantasy & Science Fiction se marcara un número de aniversario con un cartel como este: Asimov, Bradbury, Dick, Sturgeon, Aldiss, Ellison, Zelazny, Niven y Bloch. Creo que ningún número de revista en la historia del género ha presentado una alineación tan poderosa, ni siquiera la propia F&SF cinco años después, cuando en sus bodas de bronce incluyó algunos nombres para mí de menor interés como los de Anderson, Dickson, Merrill o Bretnor. Si bien ese 25 aniversario entraría a la historia quizá más que este número que vengo a comentar por distintas razones: un Hugo para Ellison, el maravilloso “Tam, mudo y sin gloria” de Frederick Pohl sobre notas de Cyril Kornbluth (uno de los mejores relatos poco conocidos de la historia del género, para mí), y un cuento infame de Dick que sus seguidores preferimos olvidar, “Las prepersonas”, que generó gran polvareda al hacer montar en justa cólera a Joanna Russ, entre otras. Pero esa es una historia para otro día.
No había conseguido este número del 20 aniversario hasta hace muy poco, en perfecto estado con su cubierta negra mate y su papel de mala calidad, pero en la compra me cegó su fulgor: todos los cuentos están en el número 20 de las selecciones de Bruguera, salvo el de Bloch, que apareció en el último número (el 4) del extraño experimento de selecciones de fantasía que hizo la misma casa. Por tanto, había leído tiempo ha todos los cuentos. La razón de que me pasara inadvertido en detalle fue que, mientras el Selección 25 destacaba desde la portada que remitía al número aniversario correspondiente (del que se saltaban varios cuentos), en esta selección 20 sólo había una mención al detalle en la contraportada. El propio Carlo Frabetti, en el prólogo, anda bastante a por uvas soltando una perorata sobre la falacia de identificar progreso con calidad de vida, que es un tema que solo se toca en alguno de los cuentos incluidos. Incluso manda su típico mensajito izquierdosillo que yo compro como el rojete de cuarta categoría que soy, mencionando “la trama de intereses creados que desvían el progreso lejos y a menudo en contra del bien común”. El hecho de presentar el mejor sumario que había tenido nunca sus antologías no parece despertarle a Frabetti ni frío ni calor.
Antes de seguir relato por relato, también es necesario mencionar que estos números conmemorativos no siempre salen del todo bien. Por lo que me explicó Gordon van Gelder hace tiempo, consiguen el material de dos formas: guardan los cuentos de peces gordos que les van llegando durante el año, y piden específicamente a otros. Es decir, aunque se procura que haya algún contenido realmente memorable, hay bastante de inflar la plantilla de colaboradores para deslumbrar. Y yo, como soy así de mitómano para mis cosas, compro la idea pero luego me decepciono un poquitín. En este caso concreto, no recordaba la práctica totalidad de los cuentos, que debí leer a mediados de los ochenta, porque aunque tienen su punto a la altura de la fama de los firmantes, tampoco hay ninguno de verdad sobresaliente.
El primero por orden de calidad sería “No vengas a mí en el blanco invierno” / “Come To Me Not in Winter’s White”, de un inédito y fabuloso combo formado por Harlan Elllison y Roger Zelazny. Estas combinaciones funcionan casi siempre por debajo de lo que sería la suma de sus integrantes, pero este cuento tiene algo del desgarro hiperbólico propio de Ellison y otro tanto de la sensibilidad erudita de Zelazny. Además, es un cuento con un pálpito feminista muy, muy interesante en el contexto de la época, aunque no debe ser cierto porque todo el mundo sabe que la cf de entonces era terriblemente machista y estos dos señoros seguro que también. En realidad, fijo que algún comando activista habrá arrancado el relato original en mi ejemplar y habrá puesto hábilmente en su lugar con el mismo tipo de papel uno que denuncia la cosificación de la mujer y el fondo opresivo de las tradicionales fantasías masculinas en el género, que es el que yo he leído y me ha parecido bueno.
“El suave dilema” / “The Soft Predicament”, de Brian Aldiss, está bastante bien pero sospecho que habría sido mejor unos años antes, cuando Aldiss no se había empezado a sumergir en el experimentalismo tirando a estéril que dio lugar a sus dos novelas más aburridas y obsoletas, A cabeza descalza e Informe de Probabilidad A. Retrata un futuro cercano en el que occidente se ha cerrado al tercer mundo, desde la óptica casi todas las páginas de un racista convencido, combinado con una exploración de Júpiter breve pero muy poderosa, como un planeta con capas y capas de diferentes formas de vida adaptadas a las distintas condiciones atmosféricas. Un relato notable, en cualquier caso, pero que no remata por la necesidad de dejar demasiados cabos sueltos para no parecer lineal.
Philip K. Dick nos ofrece uno de sus poco numerosos pero casi siempre interesantes relatos de la última década de su carrera: “La hormiga eléctrica” / “The Electric Ant”. Sin aportar nada nuevo, da gusto como seguidor de Dick verle en plena forma luciendo sus temas ya con total seguridad y desparpajo. Aquí a las cuatro páginas sabemos que el protagonista es un androide, y a partir de ahí un desarrollo algo distinto al habitual pero con sus temáticas referentes: poder y dominación, realidad, amor fingido…
Aunque nadie ha manejado dentro de la ciencia ficción las vueltas a un mismo concepto como Asimov, esto es de cajón. “Intuición femenina” / “Femenine Intuition” es otro echar mano y dar otro giro a las tres leyes y demás, con la presencia entrañable de una Susan Calvin ya ancianita pero aún más espabilada que todos los personajes-peleles convencionales que pueblan el relato. La magnitud de este personaje en la historia del género también debería ser algo que ocupara a las actuales académicas feministas, porque creo que pudo tener cierta relevancia en la evolución de la cf aunque sea solo en el plano simbólico, pero como Asimov era un señoro y además engañaba a su esposa, pues no va a poder ser.
El porcentaje de decepciones que me he llevado con los cuentos de Robert Bloch es alto, puesto que se convirtió en el típico autor que firmaba cualquier truño y publicaba mucha obviedad en revistas de fuera del género. Pero he de decir que “Gente de cine” / “The Movie People” me gustó mucho en su momento, aunque lo había olvidado, y lo he vuelto a disfrutar. También es cierto que va sobre cine mudo, que es uno de los pocos frikismos que he conservado a lo largo de las décadas. Un relato de amor, fantasmas y añoranza de la juventud con Intolerancia o Amanecer de fondo.
Ray Bradbury nos da en “Un cetro final, una corona duradera” / “Enrique noveno” / “A Final Sceptre, a Lasting Crown” un texto bien escrito, definitivamente bradburiano, pero que se cae completamente por su planteamiento. La idea es que se va a quedar a vivir sólo una persona en la isla de Gran Bretaña, porque todo el mundo se va a vivir al calorcito. Porque se ve que, en opinión de Bradbury, a nadie nos gusta ver llover o tener veranos frescos, y preferiríamos si pudiéramos irnos a estar achicharrados todo el año en Bali o Senegal. Un día tengo que escribir acerca de uno de los subgéneros más tontainas de la cf, el de las admoniciones espantadas acerca de cosas que no van a pasar ni de coña: en vez del “que viene el lobo” que se supone que forma parte sustancial de la cf, sería algo así como “que viene el sharknado”. Pero el cuento se salva porque este territorio de la añoranza y la referencia culta en el que se desenvuelve la narración es uno que Bradbury domina con más que conocida solvencia.
“El hombre que aprendió a amar” / “The Man Who Learned Loving”, de Theodore Sturgeon, es un ejemplo curioso de la poética del autor y su obsesión por ofrecer variantes en torno a la temática amorosa. Aquí lo combina con un núcleo argumental a priori muy poco suyo, la galopada hacia el éxito del típico inventor genial solitario estadounidense, enfrentado al sistema y sus innumerables defectos. Hay incluso un párrafo que podría utilizarse hoy para explicar el problema de la cultura de la cancelación (que ya venía a existir de otra manera hace cincuenta años). Pero el relato no pasa de una viñetita, demasiado fundamentada en la más que improbable existencia de un motor de movimiento perpetuo. Es un cuento resultón que obtuvo la única nominación a premio de este número conmemorativo, al Nebula, pero tiene cierto aire cercano a la temática del que presentan el dúo Ellison-Zelazny de manera menos refinada y sorprendente.
Larry Niven cierra el volumen de forma inesperadamente poco lucida con “¡Coge un caballo!” “Get a Horse!”. Inesperadamente porque el Niven de 1969 era un señor en plenitud de facultades que en esa época publicó relatos tan estupendos como “Luna inconstante”, “Muerte por éxtasis” o “El rompecabezas humano”. Este es como un chiste tonto de viajes en el tiempo y estados totalitarios (la ONU, nada menos; ya por entonces Niven prometía de qué pierna iba a cojear), con un sentido del humor de un tipo muy estadounidense que yo siempre asimilo a La subasta del lote 49 de Pynchon, Trampa 22 de Heller o las cosas más chungas de Vonnegut, y que a mí no me hace ni puñetera gracia.
En esta época, F& SF sólo llevaba dos secciones fijas. La de libros en esta ocasión corre a cargo de Gahan Wilson, el prolífico colaborador de la revista, dibujante de profesión pero que también publicó varios relatos. Habla como de diez libros de fantasía clásica y solamente conozco los dos que menciona de Peter S. Beagle, Un lugar solitario y tranquilo y El último unicornio, ninguno de los dos my cup of tea.
Y luego está el Buen Doctor con su cosa de ciencia, que en esta ocasión versa sobre el hoy muy olvidado libro Mundos en colisión, de Inmanuel Velikovsky, que creo recordar que conozco porque se reía de él un poquillo Carl Sagan en Cosmos. Velikovsky creó todo un abanico de extraños movimientos planetarios para explicar de manera “científica” los milagros del Antiguo Testamento. Como nos ha demostrado Iker Jiménez con su conversión como paladín del extremo centro, ningún cadáver deja peor olor que el de la pseudociencia pasada de fecha.
Totalmente de acuerdo en que, en esos años, de 1965 a 1980, se dio, como dices, el mayor “cruce de talentos” que haya visto el género. Lo que se conoce como Edad de Oro ya se conoce así por herencia histórica, no tanto por el valor real de esas páginas.
Un saludo!
Mario
“a sus dos novelas más aburridas y obsoletas”.
¡¡HEREJE!! 🙂
Que hermosas selecciones, siempre pienso en el mimo que ponen los editores para traer un bouquet que logre generar diversas emociones.
Respecto a lo que menciona, es una gran tristeza que el “Fantasía Selección 4” no lo haya en digital por ningún lado , me hace ilusión ciertas traducciones.