La sangre manda, de Stephen King

La sangre mandaLa sangre manda es una colección de cuatro historias breves de Stephen King publicada en 2020 muy escasa de pegada. Narrativa de ¿terror? sin mordiente, atmósfera, peso, calado, destinada a ser consumida sin hacer mella en un lector probablemente aburrido ante los pasajes de relato prescindible del pelo “un chaval le enseña a un señor mayor las bondades de un iPhone”. Literalmente, un tercio de “El teléfono del señor Harrigan”, primera pieza del libro que hace alardes del escaso recorrido de lo que está por venir. Una historia de fantasmas en la que ese joven ve cómo ese vínculo que ha creado con el jubilado permanece después de la muerte de éste. Una vez atravesadas las páginas de asesoramiento digital ante la herramienta llega lo mejor del relato. Un aprendizaje sobre el poder, sus consecuencias y el precio a pagar a través de los abusos que padece su protagonista a manos de un compañero de instituto. También, un argumento manido hasta la extenuación y muy superficial en las relaciones que se establecen y su subtexto. Demasiado guión de episodio menor de Twilight Zone que, sorprendentemente, se ha convertido en una película de Netflix de reciente estreno. Diría que incomprensible pero… es King.

En tres actos, “La vida de Chuck” King se zambulle en las historias de personas atrapadas en un mundo solipsista. Y, a su vez, le da una vuelta de tuerca a las construcciones mentales habituales en algunas de sus historias; aunque en este caso más como lugar donde vivir, no refugio o herramienta de recuerdo, y con mucho de recuento de una existencia. En cada uno de los actos se siente su talento para fijarse en pequeños momentos de una vida amenazada por algo muy grande que seguramente se lo lleve por delante. Y al final es elocuente en su manera de afirmar el drama de la muerte como final de algo más que una vida, sin consecuencias a su alrededor. Que esto pudiera haberlo logrado en 15 páginas y no en 100 como hicieron Fredric Brown, Richard Matheson o Robert Sheckley en cuentos clásicos es una cuestión dolorosa.

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El único indio bueno, de Stephen Graham Jones

El único indio buenoUna de las experiencias inolvidables de mi año en EE.UU. fue un viaje por carretera de diez días alrededor de Four Corners; la encrucijada donde se encuentran Utah, Colorado, Arizona y Nuevo México. Uno de los muchos recuerdos de aquel Spring Break de 2013 está unido a atravesar la nación navaja; el territorio gobernado por nativos más extenso del país donde te puedes encontrar letreros en Km o la única rotonda en mis viajes por las carreteras del sur de EE.UU. Lo más impactante fue visitar Monument Valley y su entorno con un guía navajo a lo largo de una fría mañana. En vez de elegir el trayecto más turístico, nos decantamos por un recorrido por sitios sólo permitidos a navajos (o, en nuestro caso, personas acompañadas por alguien de la tribu). Aparte de los paisajes, nos permitió arañar unas capas de la dureza de un modo de vida marcado por las condiciones en la reserva. Unos entornos empobrecidos con escasas posibilidades educativas, profesionales, de ocio, de atención, donde se vive atrapado en una telaraña de contradicciones de la que resulta casi imposible escapar. El desgarro entre mantener la tradición, seguir el paso de la sociedad ajena a la cultura de tus antecesores o ser capaz de sobrevivir en los intersticios entre ambas posturas. Este es el contexto en el cual crece El único indio bueno, novela donde Stephen Graham Jones se sirve de muchos de los resortes de la literatura de terror para trasladar al lector este trauma.

Ricky, Lewis, Gabe y Cass son los cuatro pies negros protagonistas. Una década atrás participaron en una matanza de ciervos en una zona restringida de su reserva de Montana y ahora les ha llegado el momento de hacer acto de contricción. Tal y como se observa durante el prólogo, una presencia conectada con aquel acontecimiento, caracterizada al principio como una mujer con cabeza de cierto, inicia una venganza que no sólo los tiene a ellos en el punto de mira. Cualquiera de las personas con las que se encuentren o formen parte de sus vidas pude convertirse en víctima colateral de este espíritu imparable.

Stephen Graham Jones a priori se muestra Kingiano a la hora de construir las historias de sus personajes. El elemento fantástico explora los puntos de ruptura de una cotidianidad con una serie de grietas que, tarde o temprano, se hubieran puesto de manifiesto. Es algo que se intuye en el prólogo, centrado en Ricky y la típica noche viernes que sale mal, y se desarrollo con amplitud en la primera sección de la novela; el encontronazo con la criatura de Lewis, el nativo que consiguió huir fuera de la reserva y halló su lugar en el mundo gracias a Peta, una mujer ajena a su tribu, y su empleo en el servicio postal. Hay detalles sintomáticos como el uso del calificativo de jefe por sus compañeros de trabajo, y otros más significativos, caso de la supresión ante Peta de una parte de su cultura y pasado. Una anulación en proceso de revertirse tras el primer incidente con el espíritu y la atracción por una compañera de trabajo crow, Shaney.

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Los portadores del fuego. Narrativas posibles sobre un mundo en cenizas

Posapocalíptico

Conferencia de clausura del Congreso Internacional «Los fines del mundo. Textos, contextos, tradiciones y réplicas» de la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid, 4 de junio de 2021.

Me parece muy sugerente el plural del título de este congreso: no se habla del fin del mundo sino de los fines del mundo, no de uno, sino de una serie de finales, lo que apunta más bien a la idea de infinito, de algo que se renueva continuamente.

Seguro que aquí ya se ha hablado de cómo las sociedades primitivas vivían apegadas a los ciclos de la tierra, y al terminar cada año se producía una muerte simbólica y un renacimiento del mundo: de hecho, nosotros aún celebramos el año nuevo con una mentalidad parecida. Esta muerte y resurrección del mundo se experimentaba también a nivel individual o comunitario en los rituales de paso. Según Mircea Eliade: «En el escenario de los ritos iniciáticos, la “muerte” corresponde al regreso temporal al caos. Es la expresión paradigmática del final de un modo de ser: el modo de la ignorancia y la irresponsabilidad infantil».

Quizá lo que nos cuenta la ficción apocalíptica sea eso, por encima de cualquier otra cosa: el final de un modo de ser.

Incluso en la Biblia, que introdujo la linealidad en el relato mitológico, por decirlo así, no existe un único final sino una serie de finales parciales: la expulsión del Edén, el diluvio universal, las diez plagas de Egipto… Todos estos son en realidad relatos de supervivencia. En ese sentido Noé no se diferencia de Isherwood Williams, el protagonista de La Tierra permanece, ni el pueblo de Moisés se diferencia de los protagonistas de The Walking Dead.

Incluso el Apocalipsis que cierra la Biblia podría entenderse como una historia de supervivientes, o del final de un modo de ser, puesto que se habla de un más allá o una vida eterna para los justos.

Cuando hablo de literatura apocalíptica me voy a referir solo a historias en las que tiene lugar un evento ligado la extinción: meteoritos, epidemias, invasiones alienígenas, nubes tóxicas, guerras mundiales, zombies… No estamos hablando por tanto de ficciones que simplemente muestran sociedades distópicas o en proceso de desintegración, que en mi opinión tienen unas dinámicas narrativas diferentes.

Cabría incluso preguntarse si existe la ficción apocalíptica. Si nos tomamos al pie de la letra la noción del fin de los tiempos, por definición se trata de un suceso que no puede ser narrado, sino únicamente esperado o temido. Por eso la ficción apocalíptica en realidad solo tiene dos argumentos posibles. O bien se narran historias de supervivientes a dicho evento, que por lo tanto no es un final sino un posible reinicio, (lo que siempre hemos llamado género posapocalíptico), o bien son historias que nos hablan de la preparación mental de los personajes para una muerte que será inevitable.

La gran mayoría que produce nuestra cultura popular son historias de supervivientes. Más que nada, porque nos resulta muy difícil encontrar placer en historias donde sabemos a priori que el protagonista va a morir. Nunca veremos una tendencia o una moda de películas sobre la preparación para la muerte, a pesar (o precisamente porque) es un tema que siempre está de actualidad en nuestros miedos más íntimos.

Al final volveré sobre este tipo de historias, pero prefiero centrarme en las de supervivientes, que son las que más comúnmente asociamos con la ficción apocalíptica.

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Ciudad de heridas, de Miguel Córdoba

Ciudad de heridasLa noche en que los perros de Gran Salto empiezan a atacar a sus habitantes, la policía investiga sobre el terreno la muerte de la familia del escritor Damián Mustieles, probablemente a sus manos. Y mientras los detectives recorren la casa, se topan con una serie de extraños acontecimientos. Si cierran la puerta de la habitación donde yacen los cuerpos de sus hijos se escuchan sus voces, y al abrirla de nuevo se encuentran sus cadáveres en una posición diferente. Y el manuscrito en el que estaba trabajando termina teletransportado a casa de un antiguo amigo de adolescencia donde otra escritora, Gabriela Flanagan, se ha refugiado junto a un grupo de escolares. Flanagan, desvelada, inicia la lectura del texto de Mustieles, de un nítido componente autobiográfico. Comienza durante su juventud cuando, junto a tres amigos, encontró unos papeles que anunciaban lo que les deparaba el futuro junto al cadáver de un hombre con chistera y abrigo raído. Folio a folio descubre otros recovecos de una vida atormentada, con diversos episodios de locura, una incontrolable dependencia del alcohol y los ansiolíticos, el apoyo y sufrimiento de su mujer y una carrera profesional en la que destaca una novela que está protagonizada por una escritora también llamada Gabriela. Este cabalgamiento entre planos narrativos, de ficción dentro de algo pretendidamente real donde se encuentran ecos de una base ficcional, es la base de Ciudad de heridas, la primera novela de Miguel Córdoba publicada por El Transbordador. Un narración construido sobre múltiples capas que alientan una serie de lecturas, literarias y metaliterarias, que pueden quedar en cuestión según se vaya avanzando a través de ellas camino de la comprensión.

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Torrance. Símbolos, números, juegos y notas musicales en El Resplandor de Kubrick, de Daniel Pérez Navarro

TorranceQuien haya leído C durante algún tiempo seguramente recordará a Daniel Pérez Navarro. Entre 2015 y 2018 tuvimos la suerte de compartir su capacidad de análisis y de discurso alrededor de varias obras de actualidad siempre abiertas a interpretaciones y, por tanto, origen de controversia en las redes sociales. Sin embargo, en sus textos sobre Blade Runner 2049 o Aniquilación se alejaba de lo crematístico, estimaba valores que acostumbran a quedar en los márgenes de la conversación e invitaba a recalibrar la mirada. Así horadaba ese sustrato por debajo de la superficie, ese flanco apenas tocado en otros artículos. Por ese motivo cogí con especiales ganas Torrance. Si no me falla la Tercera Fundación, su primer libro de no ficción, escrito alrededor de El resplandor; una obra inagotable que continúa generando atención cuatro décadas después de su estreno.

En Torrance Pérez Navarro aborda aspectos de escritura, diseño y composición de la película en breves desarrollos que apuntan multitud interpretaciones. Abarca sus grandes clásicos, rollo la posición de la cámara, la disposición de elementos en el escenario o las diferencias entre la visión de Kubrick frente a la de King, sus vínculos con las dos grandes novelas de casas encantadas (Otra vuelta de tuerca y La maldición de Hill House), el uso de los espejos y su relación con los personajes, la conexión con los cuentos de hadas, sus nexos con Eyes Wide Shut y otras obras de otros directores… Algunos de estos elementos van y vienen en diferentes capítulos y tejen hebras que atan Torrance más allá de la propia película, pero ningún elemento resulta tan aglomerante como la presencia de una serie de números, por sí solos o en secuencias. El 12, el 21, el 42, los productos de 2×1, 3×7… se convierten en una base rítmica sobre la cual Pérez Navarro levanta las armonías y construye los temas.

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El instituto, de Stephen King

El InstitutoEl vigor de un Stephen King ya septuagenario es digno de mención. Año tras año incorpora a su copiosa bibliografía nuevos libros y despierta entre sus lectores un animado diálogo sobre si son de los que merecen o no la pena. Poco puedo aportar a esta batalla de títulos, pero sí me veo capaz de valorar cómo esta novela de 2019 se vincula a la vertiente más pulp de su obra. Su argumento podría haber surgido de una tormenta de ideas tras un maratón en el Canal Historia; de hecho su trama nace de las sospechas más arraigadas entre los Trumpitas que asaltaron el capitolio con camisetas y gorras de Qanon. Un movimiento magufo que ha penetrado dentro de la arena política hasta el punto que sus seguidores empiezan a colonizar el partido republicano llevándose por delante a figuras no ya tradicionales sino incluso a los más afines al Tea Party. El instituto se sostiene sobre cómo una organización federal lleva décadas secuestrando niños con aptitudes para la telepatía o la telequinesis y los utiliza como herramientas en sus planes para controlar el destino de EE.UU. Una combinación donde se dan cita las historias sobre niños y adolescentes desaparecidos con ese pertinaz sentimiento “nuestro Gobierno nos oculta cosas”.

King plantea El instituto como un drama en tres actos contado desde tres estructuras comunitarias. Por un lado, los jóvenes que llegan a la instalación secreta y conviven durante unas semanas; el tiempo de gracia mientras les hacen pruebas, antes de ser convertidos en carne de cañón. Su protagonista es Luke Ellis, un chaval sobredotado que, antes de entrar en la universidad con 12 años, es secuestrado y trasladado a la sede de la organización en lo más profundo de Maine. Más o menos en paralelo desarrolla la llegada del ex-policía Tim Jamieson a DuPray, Carolina del Sur, donde se convierte en el sereno. Este pueblo de un millar de habitantes, con su gente trabajadora, sus fiestuquis de fin de semana y algún aventado, ejerce de caso práctico de “los blancos del Bible Belt, por mucho que hayan votado a Trump, no son basura”. Un camino de humanización bastante extendido en la actual producción de ficción en EE.UU. tal y como ratifica una película como The Hunt. Su reverso son el grupo de funcionarios que mantienen el día a día de El instituto. Un caso práctico de la inoperancia que suelen ver los liberales en estas estructuras públicas cuando quieren poner en valor su visión utópica de la empresa privada.

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Pinceladas (II): Arthur C. Clarke, Philip K. Dick y el Nobel a Dylan

The City and The Stars¿Cómo? Pero ¿a qué te refieres cuando hablas del sentido de la maravilla? Muy sencillo. Imaginemos un universo muy posterior al de La máquina del tiempo, Star Wars, Dune, Fundación o al de la saga de Los señores de la Instrumentalidad. Imaginemos cómo sería la humanidad tantos miles de milenios después de esos futuros concebidos por la ciencia ficción más colorida. Imaginemos, ahora, cómo sería ese mismo universo millones de años, muchos millones de años después de esos miles de años que sucedieron a Star Wars y compañía. Pues bien, en un futuro aún más alejado que ese se sitúa La ciudad y las estrellasde Arthur C. Clarke. El imaginario de Star Wars sería el pasado remoto, desenfocado, de esta novela, como para nosotros lo son esas primitivas bacterias marinas que originaron la vida en la Tierra. Clarke ya escribió en 1953 El fin de la infancia, una de las novelas más tristes del siglo XX, con una invasión alienígena, muy a nuestro pesar, constructiva y necesaria. Muy a nuestro pesar, insisto. Y en Cánticos de la lejana Tierra describió el funeral más bonito que recuerde haber leído (sin que, todo hay que decirlo, recuerde haber leído muchos más), en los arrecifes de su amada Sri Lanka; un personaje asciende, incinerado, a las estrellas. Por segunda vez. De nuevo en La ciudad y las estrellas, y como ejemplo de lo que es, y lo que consigue, el sentido de la maravilla, los humanos alzan la vista y en el cielo nocturno ya no hay luna, la luna cayó hace tiempo pulverizada hacia la inexistencia. No a todos les gusta esa etiqueta, pero eso –eso tan sencillo– es el sentido de la maravilla: la incontenible fascinación que nos provoca lo extraño. Es un concepto delicado por lo que tiene, inevitablemente, de subjetivo, de relativo a los gustos de cada uno. En la Enciclopedia de ciencia ficción le dedican una entrada (sensata), que termina así: “el sentido de la maravilla es un fenómeno de la juventud, pero eso no lo convierte en menos real”. Antes de eso razonan por qué es, o se da, ese fenómeno entre los lectores más jóvenes, y es, dicen, porque se dejan encantar por lo vistoso sin saber ver que el contexto es torpe y poco literario. Yo creo que el sentido de la maravilla nos abstrae de nuestro entorno racional –encantándonos– y que devolvernos esa mirada alucinada de la infancia es, precisamente, uno de los mayores logros literarios del género. Este párrafo se puede escribir, como ejemplo de lo que es ese sentido de la maravilla de la ciencia ficción, con Clarke en mente, como acabo de hacer. También con todos los demás autores del género. (O casi todos).

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Apocalipsis, de Stephen King

ApocalipsisEn mi inconsciencia, cuando llevo cerca de una decena de libros de un autor pienso que lo tengo leído. ¡Miles de obras por delante de otros tantos escritores y un tiempo tan escaso! Sin embargo, cuando la carrera es particularmente prolífica como la de Stephen King, la exageración se hace todavía más evidente cuando confrontas su bibliografía con los títulos de los que has dado cuenta. Este era uno de los motivos detrás de mi interés en leer este verano Apocalipsis, la mejor época del año para afrontar tochacos de más de mil páginas. Quizás habría sido más inteligente leer otros dos o tres libros de King, acompañados de dos o tres de otros escritores, pero me habían hablado tan bien de él, y lo tenía tan metido en la nostalgia desde que me lo recomendara un compañero en 3º de BUP, que no podía faltar a la cita. Con 30 años de retraso… y manipulando al resto de contertulios de la TerSa para asignarlo como lectura para los meses de julio y agosto.

Apocalipsis puede considerarse la obra canónica sobre el fin del mundo por pandemia. King se sirve de una enfermedad letal creada en un laboratorio militar para mostrar primero, con plenitud de detalles, la diseminación del virus y la consiguiente aniquilación del 99,9% de la población mundial; y, después, la construcción de un nuevo tejido social con los restos de la humanidad. Una labor capitalizada por dos comunidades antagónicas levantadas en torno a sendas figuras que introducen los únicos elementos alejados de la ciencia ficción en Apocalipsis: una anciana extremadamente longeva que ejerce de encarnación del “bien” y una figura despiadada de origen incierto que actúa como manifestación del “mal”. Comunidades cuya construcción lleva media novela y cuya promesa de enfrentamiento parece llamada a dominar las últimas 200 páginas.

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Fracasando por placer (V): The Magazine of Fantasy & Science Fiction, octubre de 1987

Cabecera

Para los números de aniversario de F&SF, mi revista estadounidense favorita del género, el editor de turno solía guardar grandes nombres con los que adornar el sumario, pese a que fuera con contenidos de menor entidad. Aunque en esta ocasión estamos ante una celebración modesta (38) y en el índice hay más viejos conocidos para los ratones de revista como yo que auténticos titanes del género.

Las dos firmas principales son las de los columnistas fijos de la época. Isaac Asimov continuaba con su serie de artículos científicos, iniciada en 1958 y que se prolongaría sin falta durante casi 35 años y un total de 499 piezas. Son bien conocidos por la traducción de algunas recopilaciones de ellos en distintas editoriales, como Bruguera, Alianza o Plaza & Janés. El esquema es siempre el mismo: una anecdotilla personal da paso a la disquisición científica, cuya complejidad Asimov sabía dosificar de forma magistral. En este caso el ensayo trata de un tema fetiche de Asimov, el de la Luna, que le dio pie a dos de sus artículos más memorables: «La tragedia de la Luna» y «El triunfo de la Luna», los dos en el volumen de Alianza al que da título el primero. La excepcionalidad de la Luna como satélite (demasiado grande, demasiado alejado de su planeta) aparece en diferentes ocasiones en la obra de Asimov, incluyendo un rol muy protagónico en el desenlace de la serie Fundación. Aquí Asimov se centra en las teorías pasadas o del momento sobre el origen de la Luna.

El otro articulista estrella era Harlan Ellison, que salteó durante varios años una sección de cine titulada «Harlan Ellison’s Watching», en la que básicamente hacía lo mismo que yo aquí: con la excusa de comentar algo (en su caso, una película), escribía de lo que iba surgiendo. Excuso decir que él lo hacía con más gracia. Ellison era una personalidad de una relevancia extraordinaria, que nunca ha sido debidamente representada en la edición en castellano porque sobre todo publicó cuentos. Sí se tradujo la antología que reunió en 1967, Visiones peligrosas, que fue bandera de la renovación del género en la época y desde la perspectiva actual contiene tanto hitos memorables como flipadas importantes. También era un señor pequeño, raruno y machirulo, amante de resolver casi cualquier cosa en los tribunales, y que terminó haciendo cosas tan peregrinas como convertir su nombre en una marca registrada, lo que no facilita precisamente que lleguemos a ver más cosas suyas en español.

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La primera vez que vi un fantasma, de Solange Rodríguez Pappe

LaPrimeraVezQueViUnFantasmaIncluso aunque los cuentos recogidos en La primera vez que vi un fantasma pertenecieran a ese tipo de historias entretenidillas, pero familiares y trilladas, que te dejan con la sensación de haberlas oído antes en alguna parte, merecería la pena leer esta antología. Sí, así de bien escribe Solange Rodríguez Pappe (Ecuador, 1976). Su prosa tiene carácter y está dotada de una fuerza, una sutileza y una capacidad de evocación que la sitúan a medio camino entre la poesía y el puñetazo en la boca estómago. Pero, si el envase es excelente, el contenido no se queda, en este caso, atrás. Sus tramas te atrapan, juegan contigo, te mastican y te escupen para acabar dejándote, en la mayor parte de los casos, con el cuerpo del revés. O, por ir directamente al grano: La primera vez que vi un fantasma es una antología sobresaliente e inusual.

El libro está integrado por quince relatos, varios de los cuales no superan las dos páginas de extensión. Ni falta que les hace, gracias a la capacidad de su autora para hipnotizar al lector desde el primer párrafo y dotar de profundidad y voz propia a sus personajes con apenas un par de pinceladas. Aunque la mayor parte de sus historias tienen elementos que las podrían situar en el ámbito de la literatura de terror (también en el de la ciencia ficción, en el caso de un par de ellas), los cuentos de Rodríguez Pappe trascienden de alguna manera las fronteras del género, en el sentido de que no creo que el objetivo principal de sus narraciones sea causar inquietud, sino que esa sensación que provocan no es más que, por así decirlo, un efecto secundario del estilo de la autora. Salvo un par de relatos más “convencionales” (como “Un paseo de domingo”, una historia cortísima con aroma a Shirley Jackson ambientado en unos grandes almacenes, o “El atanudos”, un cuento confeccionado con escuadra y cartabón que recuerda al Stephen King de El umbral de la noche), el elemento terrorífico o perturbador es más bien atmosférico y a menudo (“Funeral doméstico”, “Conversación de los amantes”) incluso difícil de determinar con precisión.

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