Los diez mil, de Paul Kearney

Los diez milReconozco mi sorpresa al revisar mis anteriores aportaciones a la serie de Clásico o Polvoriento y descubrir que ya son siete los años desde que varios colaboradores revisamos libros y autores cuya cantidad de polvo solo rivaliza con el color blanco de sus cabelleras, si todavía tienen la fortuna de conservarla. Eso cuando todavía se puedan conseguir registros fotográficos de los susodichos.

Para este año me remonto apenas una década en el pasado para leer Los diez mil, la fantasía histórica escrita por Paul Kearney allá por 2008 en inglés y que llegó en castellano en 2013. Pero ¿podemos considerar un libro de 2008 o 2013 como un libro clásico o, peor, polvoriento? Apenas un vistazo a la producción literaria del autor irlandés en su idioma nativo sugiere que, salvo una eventual sorpresa en forma de adaptación cinematográfica, su futuro literario no es nada claro. Sin ir más lejos, su último par de novelas son extremadamente difíciles de localizar incluso en el mercado de segunda mano. The Windscale Incident, su última obra de acuerdo con las bibliografías que se pueden encontrar en la red, cuenta con una escalofriante reseña en Goodreads (“una” desde un punto de vista cuantitativo) mientras que no aparece listada ni en Amazon o Waterstones, la mayor cadena de librerías inglesa. Esto por no hablar de su vida literaria en castellano donde solo aquellas subscripciones (o crowdfunding por email, como podríamos llamarlo hoy en día) de Alamut dieron vida a algunas series que apenas se recuerdan. Eso teniendo en cuenta que la repercusión de su anterior serie, Las monarquías de dios, fue algo mayor que la que nos ocupa. En definitiva, un panorama nada halagüeño que me confirma que Los diez mil era una buena elección para esta sección.

Curiosamente estamos en una época donde la fantasía histórica tiene un relativo renacimiento de la mano de, principalmente, una serie de autoras que están recuperando episodios históricos y revitalizándolos desde un punto de vista feminista. Los diez mil, sin embargo, cumple apenas con el aspecto histórico de la anterior frase, ya que las figuras femeninas son puramente testimoniales. Con los habituales cambios de nombre de personajes y territorios, la novela sigue con bastante precisión la Anábasis de Jenofonte: la historia de diez mil mercenarios griegos contratados por Ciro el Joven en el 401 a. C. para derrocar a su hermano. Una peregrinación a lo largo de distintos territorios que es contada inicialmente desde varios puntos de vista para ir, poco a poco, reduciendo su amplitud de miras y convirtiéndose en una lectura más accesible de lo que podría parecer en su arranque.

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Herederos del caos, de Adrian Tchaikovsky

Herederos del caosA pesar de los peros, disfruté bastante de la lectura de Herederos del tiempo. Una space opera que recuperaba los escenarios de elevación, aquellas historias tan populares durante la década de los 80 del siglo pasado en las cuales una especie se topa con sus creadores, se desata un enfrentamiento o colaboran para plantar cara a una civilización más avanzada. Adrian Tchaikovsky planteaba el primer escenario: el relato de una especie empujada en su evolución por una humanidad que, miles de años más tarde, se las veía con unos descendientes insospechados en su deseo por hacerse con un planeta. Una aventura espacial afinada en el flujo del relato y un extrañamiento bajo mínimos desde el momento en el que cualquier asomo de dificultad en la comprensión quedaba obliterado por un narrador omnisciente hiperexplicativo, hasta grados a mi modo de ver innecesarios. Herederos del tiempo tenía un final más o menos cerrado con una escena que daba pie a una continuación en la forma de una misión de exploración; los protagonistas de esta Herederos del caos.

Tchaikovsky mantiene algunas constantes mientras introduce variables desde algo más que el argumento. De lo primero, lo más reseñable es su estructura dividida en dos secciones entrelazadas; primero, se desarrolla durante una decena de capítulos la acción de un lugar narrativo para después saltar a otro para relatar la segunda, de alguna manera vinculada. En Herederos del caos lo relevante en este esquema no es el espacio sino el tiempo: las dos secuencias ocurren en el mismo sistema solar, con una miles, cientos, decenas de años de diferencia. De esta manera la historia progresa alrededor de plantear misterios, enigmas que más o menos tendrán su resolución en la otra mientras se dejan interrogantes sin resolver que empujan la novela hacia su clímax.

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Herederos del tiempo, de Adrian Tchaikovsky

Herederos del tiempoSienta bien que el space opera más tradicional haya tenido una buena acogida entre los lectores de España a través de Herederos del tiempo. No porque los aficionados quedaran sin aventuras espaciales que echarse al gaznate tras la desaparición de La Fucktoría (Becky Chambers, Kameron Hurley…), pero sí como mantenimiento de un caudal en estiaje respecto a la primera década de los dos miles, arrinconado por el imperio de las distopías, los postapocalípticos y, en general, cualquier novela de futuro cercano fácilmente aplicable a nuestro contexto contemporáneo. Sin embargo, también me crea un poco de desazón que la novela que ha acumulado tantos parabienes se mueva en las coordenadas de una space opera neoclásica, donde el escenario, la intriga y, hasta cierto punto, la especulación científico-tecnológica están por delante de otras cuestiones que he aprendido a apreciar de la space opera (post)moderna; lo personajes con múltiples recovecos, el extrañamiento potente, la narración con (algunas) inflexiones en su narrador, la lectura metaficcional de la propia ciencia ficción… Pretender otro Luz a estas alturas del mercado sería entre hacerse un harakiri editorial y proponerse para lapidación en horario de máxima audiencia. Pero me parece una pena que la veta abierta por Banks en La Cultura sea tan escasamente explotada.

Adrian Tchaikovsky se mueve con soltura en este cruce entre La paja en el ojo de dios y Un abismo en el cielo. La referencia no es gratuita; todo Herederos del tiempo es una parque de atracciones sostenido sobre los hombros de una parte sustancial de la aventura espacial de los 70 y los 80. No hay más que ver su guía: la elevación de especies por una inteligencia superior. Una idea que parecía haber caído en desuso en los últimos años y el motivo que empuja a una civilización humana en plena espiral autodestructiva a otro sistema solar. Allí, desde Brin 2 (guiño, guiño) nuestros herederos pretenden convertir una roca inerte en un lugar apto para la vida y elevar unos monos hasta una inteligencia equiparable a la nuestra para gestionarlo hasta el momento de reencontrarse con sus descendientes. El tono en el que se relata todo esto es subterraneamente jocoso, no tanto en el estilo (luego hablaré de él) como en las expresiones grandilocuentes usadas para referirse a un acontecimiento que termina siendo histórico por motivos contrarios a los esperados. Se desencadena un acontecimiento apocalíptico que deja al planeta en un curso de terraformación diferente al proyectado. El momento en el cual las arañas se hacen con la novela y no la sueltan.

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Los tejedores de cabellos, de Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellosGracias a Lola Mérida conocí, hace ya unos meses, la novela Los tejedores de cabellos, del alemán Andreas Eschbach.­ El extraño planteamiento de la historia, con esa referencia, ya en el mismo título, a esa suerte de sastres del cabello humano, me sorprendió por su rareza y esa rareza se daba porque no entendía qué eran esas alfombras ni cómo se podía erigir toda una historia con una premisa así. Luego vi que la novela, que tiene un inicio muy leguiniano, nos va planteando, en pequeñas teselas, una historia de dominación y credulidad. El Emperador, figura legendaria, es obedecido y a él se le dedica en ceremonia solemne la tarea de toda una vida: las alfombras tejidas con cabellos humanos, en intrincados diseños geométricos, son ofrenda y señal de fidelidad y devoción. Todos creen en el poder absoluto del Emperador, y todos creen, devotos, que le deben la vida. Nadie piensa nada más.

Pero la historia, sofisticada, no es una alegoría. A medida que esas teselas van aumentando, crece el radio de acción de la novela, y vemos las conexiones entre hechos y personajes que, al principio, nos parecían aislados. No es un disfraz cienciaficcionesco que recubre la religión y la iglesia como los (evidentes) instrumentos de control de masas que son; no es el dibujo de una sociedad futura que define la nuestra. Es un canto al pensamiento crítico como ariete contra el poder en un mundo alejado, fascinante, donde el planeta en el que los humanos siguen tejiendo esas alfombras nos fascina como también lo hacen unos personajes que, conscientes de la caída del aún venerado Emperador, aterrizan desde el espacio para descubrir un pensamiento subdesarrollado y romo –bloqueado por la fe– y unas costumbres primitivas en ese planeta desconocido. Es una oda a la crítica como liberación y como desobediencia ilustrada.

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La ciudad y las estrellas, de Arthur C. Clarke

La ciudad y las estrellasAún conservo un papelito lleno de dobleces con un puñado de títulos extraídos de las listas de Barceló y Pringle para peinar las librerías. Entre ellos estaba La ciudad y las estrellas, novela que no pude conseguir hasta los tiempos de Cyberdark (2002 o 2003). El ejemplar de Nebulae Segunda Época acumuló polvo en la estantería esperando su oportunidad… una década. Un día me puse a leerlo y con la conjunción de mi exquisitez y mi creciente presbicia ya no estaba para tal esfuerzo. Lo reemplacé por la entonces reciente edición de Alamut, con una nueva traducción y un breve estudio de Julián Díez, y ahí se quedó hasta hace unas semanas, cuando el confinamiento me ha empujado hacia un puñado de clásicos. No tantos como me hubiera gustado. La coyuntura tampoco ha supuesto más tiempo de lectura por todo lo asociado al nuevo purgatorio del profesorado: sacar adelante un alumnado y unas familias entrenados en modelos presenciales. Pero ese es otro asunto.

Desde luego, llegar a este libro con 45 tacos y bastantes imaginarias a las espaldas no parecen las mejores condiciones. Más cuando me cuesta apreciar al Clarke novelista: son sus peores textos los que prevalecen en mi recuerdo. Tampoco puedo decir que las primeras páginas de La ciudad y las estrellas me hayan ablandado la mirada. En las correrías del joven Alvin por las calles y edificios de Diaspar no podía dejar de ver una versión juvenil de Titus Groan pasada por un rotoscopio con prisas. Donde en Peake observo un trazo detallado, barroco, repleto de personajes matizados, en Clarke veo un despertar a la realidad menos sugerente, en un entorno y con unos personajes más acartonados.

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El gélido mando, de Richard Morgan

El gélido mandoSupongo que recordarán Sólo el acero, la novela de Richard Morgan que abría la trilogía Tierra de héroes. Allá por 2012 Alamut publicó la primera entrega y no editó las dos siguientes hasta 2017, ya mediante una de sus suscripciones para minimizar riesgos. Si le añaden otro par de años para macerarme adecuadamente entre el capricho y la culpa, entenderán por qué no llegué a El gélido mando hasta verano de 2019. Con un lapso de, se escribe pronto, siete años respecto a Sólo el acero (al que se suma otro para publicar este texto). Obviamente, me las vi y me las deseé para reingresar en el mundo. No tanto en las historias personales de sus tres protagonistas, más o menos claras, como para empaparme de nuevo en los pormenores geográficos, culturales, jerárquicos inexcusables en toda fantasía medievaloide. Un grado de detalle al que, comparando con otras obras y autores, tampoco Morgan imprime una excesiva complejidad.

Esa escenografía, el “uolbilding” fuente de “looooor“, sacrosanto en la recepción de la fantasía y la ciencia ficción contemporáneas, conlleva unas labores de albañilería y alicatado cuya consecuencia más apreciable suele ser el formato trilogía, pentalogía… ene-logía. Ya sea para extraer el mayor rendimiento a ese esfuerzo de diseño; contar una historia con docenas de actores y, a la vez, desplegar ese complejo mundo; pereza… Y que a mi, como lector un poco de vuelta de todo, me suele dejar casi siempre la misma interrogación retórica en los labios. ¿Eran necesarias tantas páginas?

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Herederos del tiempo, de Adrian Tchaikovsky

Herederos del tiempoHerederos del tiempo, primera novela del británico Adrian Tchaikovsky publicada en España, ganó el premio Arthur C. Clarke en 2016 y es uno de los libros de género cuyo lanzamiento ha generado más expectación en los últimos meses. La acción, que comienza en un futuro distante en el que los humanos se disponen a colonizar exoplanetas, se desarrolla a lo largo de decenas de miles de años y sigue dos líneas argumentales distintas: por un lado, el surgimiento de una civilización arácnida a raíz de un proyecto de terraformación fallido. Por otro, las vicisitudes de los ocupantes de la Gilgamesh, una de las “naves arca” que se utilizaron para evacuar la Tierra cuando esta, agostada y envenenada por los efectos de una guerra global, acabó convirtiéndose en un lugar inhabitable.

La novela, una eficaz mezcla entre space ópera y ciencia ficción dura —no desde el punto de vista tecnológico, sino por el rigor y la exhaustividad con los que se abordan los asuntos biológicos y sociológicos—, es inteligente, divertida, ágil y —probablemente su principal virtud— despierta un sentido de la maravilla brutal. Pero hay una enorme diferencia entre la parte dedicada a la sociedad arácnida y la que sigue las andanzas de los últimos supervivientes de la humanidad. La primera es maravillosa, fascinante y absolutamente original: una excelente muestra de lo que una buena historia de ciencia ficción puede llegar a dar de sí cuando el autor lleva el “qué pasaría si” del planteamiento inicial hasta sus últimas consecuencias. La segunda es más irregular y, desde mi punto de vista, impide que Herederos del tiempo llegue a ser una obra redonda.

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¿Qué ediciones de clásicos de la ciencia ficción queremos?

El hombre en el castilloHace un par de semanas Ekaitz Ortega escribía en su blog sobre cómo una serie de editoriales enfoca la reedición de libros más o menos clásicos. En su argumentación comparaba dos posturas: la actualización de los originales mediante nuevas traducciones frente a las ediciones recauchutadas con traducciones provenientes de tiempos y/editoriales menos cuidadosos. Su casus belli: la nueva edición de los tres libros del Universo Bas-Lag de China MIéville por parte de Ediciones B recuperando los textos publicados por La Factoría de Ideas. Un ejercicio que comparaba a sostener un edificio de lujo con vigas defectuosas.

Mientras leía sus palabras no podía dejar de pensar en una exaltación a la enésima potencia de esta actitud: cómo algunas editoriales reimprimen de manera incansable traducciones con muchas décadas a sus espaldas. Libros que prácticamente ya nadie reseña porque o no interesan o, si llegaron a ser leídos (supongo), lo fueron durante la adolescencia y, por tanto, no se observan bajo la lupa aplicada a títulos más contemporáneos. (Pequeñas) Vacas explotadas sin piedad cuyos rendimientos no se utilizan para subsanar una edición en muchos casos poco admisible a estas alturas del siglo XXI. Una idea sobre la que ya he escrito en varias ocasiones, realimentada por mi reciente relectura de El hombre en el castillo en la traducción de Manuel Figueroa para Minotauro.

Tal y como se puede comprobar en la ficha del libro en La Tercera Fundación, esta edición de 1974 es la única en castellano y ha sido utilizada desde entonces en multitud de ocasiones. Un mínimo escrutinio de las primeras páginas deja al descubierto un texto vetusto y mohoso, pobremente vertido al castellano en el cual perviven anécdotas como que al Golden Gate de San Francisco se le llame la Puerta de Oro. Con pasajes confusos donde se hace difícil precisar si ya estaban allí (la redacción original de Dick podía ser caótica, cosa de no contar con la colaboración de editores tal y como los entendemos hoy en día) o se han colado por el camino. Basta testar las traducciones más recientes de este autor para apreciar la diferencia.

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Tiempo profundo

Tiempo profundo

Me gustan mucho las antologías temáticas; esa reunión de relatos y novelas cortas alrededor de una idea más o menos peregrina surgida de la mente del seleccionador de turno. Vale, muchas veces dan lugar a libros a la deriva por la proverbial irregularidad de las colecciones. Sin embargo cuando el antólogo está inspirado y, además de los Nombres (así, con mayúscula) o la voluntad de llegar a una cierta extensión, mantiene unos criterios de calidad y fidelidad a su punto de partida, consigue un volumen como este: una recopilación que sirve de inspirada presentación de lo que Luis G. Prado entiende por ciencia ficción trans.

Tiempo profundo transporta al lector hacia universos donde la humanidad ha trascendido su estado actual y domina su entorno a un nivel ahora apenas soñado. Se desplazan planetas o sistemas enteros y se controla el ciclo de las estrellas, acelerándolo o retardándolo a voluntad; las nanomáquinas recrean los mundos o el propio cuerpo con un coste mínimo; la personalidad se almacena o se transmite digitalmente permitiendo viajes por el vacío prácticamente sin gasto energético;… Gran parte de lo que, por ejemplo, Michio Kaku glosaba en La física de lo imposible elevado a la enésima potencia y presentado sobre un abismo todavía mayor: escalas colosales de tiempo y/o espacio. Entre dos párrafos los personajes se desplazan docenas de años luz, secuencias correlativas están separadas por cientos de millones de años, en un punto y seguido transcurren milenios… El famoso tiempo profundo establecido por Hutton en el siglo XVIII, estirado hasta lo indecible.

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Víbora, de Andrzej Sapkowski

VíboraAndrzej Sapkowski es el autor de una de las mejores sagas de fantasía de todos los tiempos, o eso dicen, porque un servidor, que no es un ávido lector de esa fantasía que podríamos llamar «de capa y espada», de «héroes y gestas», «épica», no la ha leído, y si me he animado con esta Víbora es porque se presenta como una rareza dentro de la producción del polaco.

Víbora es una novela pegada a la realidad (aunque la cubierta del libro, precisa y paradójicamente por la literalidad con que ilustra una escena de la novela, pueda hacernos pensar lo contrario). En ella Sapkowski retrata someramente las desventuras y tropelías de un pelotón ruso allá por los años ochenta (del siglo pasado), cuando la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas invadió Afganistán. Cierto que es una realidad trufada de misterios, de esos subterfugios de lo incognoscible, de lo irretratable, que se ovillan en los resquicios de la historia, tan antiguos, si no más, como el propio homo sapiens. Pero incluso esa parte misteriosa, esa fantasmagoría liminar, se plasma en primera instancia de forma realista gracias al uso que hacen nuestros protagonistas de ciertas sustancias que tan a mano se tienen por esas tierras y que tan irresistibles resultan en las circunstancias extremas de la guerra.

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