De las editoriales argentinas que están publicando literatura fantástica existe una que, a pesar de su cadencia irregular y su falta de “volumen”, todo aficionado a la ciencia ficción debiera tener presente: Cuásar. Fruto del trabajo de ese corredor de fondo que es Luis Pestarini, mantiene la revista de género más longeva en nuestro idioma, Cuásar, en la que exhibe un criterio de selección bárbaro. Y hace aproximadamente un año dio origen a una colección que, si despega y se asienta –esperemos que no sean demasiados isis–, puede ser mucho más que un acontecimiento puntual. El libro elegido para el alumbramiento no es otro que este Oceánico, de Greg Egan, un autor fundamental para la ciencia ficción de temática científica que vuelve a estar en el disparadero de los editores; se prevé que en los próximos meses la editorial AJEC ponga en circulación su primera colección de cuentos, Axiomático. Un acontecimiento que puede equipararse a la publicación hace dos años de La historia de tu vida, de Ted Chiang, por parte de Bibliópolis.
Archivo por meses: mayo 2006
La hija del dragón de hierro, de Michael Swanwick
Michael Swanwick es otro más de los escritores surgidos en la deslumbrante y fugaz explosión cyberpunk que, una vez superado el acné literario, produjo sus mejores obras. Tras un comienzo titubeante con En la deriva (Júcar) y la más afianzada Vacuum Flowers (su novela más accesible y plenamente cyber, muy deudora del Cismatrix de Sterling), abandonó, como casi todos sus compañeros de chip, las coordenadas habituales del movimiento pero portando consigo su espíritu, la parte punk de la palabreja maldita. Resultado de una admiración rendida por Gene Wolfe y un atracón de las obras del maestro escribió su siguiente novela, la extraña y embriagadora Estaciones de la marea (Martínez Roca), una empanada mental importante que a un servidor le tuvo fascinado durante años. A ver sino dónde han visto ustedes en la misma narración a un gris burócrata que se tira casi todo el libro puesto de hongos (y encima es el narrador de la historia), vagando de un lado para otro en un planeta exótico que parece sacado de una novela de Faulkner ambientada en el decadente Sur estadounidense, instrucciones precisas para la práctica del sexo tántrico, un maletín contestón o un resentido y rabioso avatar de la Madre Tierra, encadenada por traicionar a la raza humana y ansiosa de “arrancar pollas a mordiscos”. Son majaderías como ésta las que me recuerdan porqué me gusta la ciencia ficción.
Cumbres borrascosas, de Emily Brontë
Saboreamos ya de sobras el ansiadísimo siglo XXI y resulta que el gótico, lo gótico, está de moda. Scott (Ridley, no Walter) casi nos había convencido de que nuestros utilitarios financiados a tres o cinco años iban a colapsar los cielos, pero nada más lejos de la realidad. Las noches no pertenecen a los replicantes, sino al movimiento gótico. O, por lo menos, a una denominada tribu que opta por una estética decididamente oscura y deudora de otros tiempos, sobre cuya definición suele haber importantes discusiones. Por suerte lo gótico no es terreno exclusivo de vampiros amanerados, chicas pálidas que visten redecillas negras y gatitos que se van al cielo. Por suerte, también, existe Valdemar, y sus responsables han tenido la brillante idea de recuperar en una excelente edición de su Colección Gótica uno de los clásicos menos apreciados y sin embargo más conocidos del género. Esto es, Cumbres Borrascosas. Y si mi apreciación parece un tanto radical, debemos pensar que, a través del cine, de la publicitación y eco que se le ha dado a esta novela desde siempre, se han cargado las tintas en una condición de novela romántica que no ha dejado contrastar el auténtico frenesí (¡sí!) gótico de la obra. No viene nada mal un pequeño resumen del inicio:
El último anillo, de Kiril Yeskov
Luis G. Prado parece empeñado en la loable tarea de demostrarnos que, más allá de los sempiternos Lem y Strugatski Bros., el fantástico en la Europa del Este está vivo. Tras los libros de Geralt de Rivia, verdadero buque insignia de la editorial Bibliópolis, que recientemente han merecido una fastuosa doble página en su presentación en la revista de Círculo de Lectores, (recomendable edición, por cierto, que recopila los dos primeros libros en un único volumen en tapa dura con sobrecubierta al atractivo precio de 19,95 euros), nos trajo hace poco más de un año al ruso Kiril Yeskov, tan desconocido por estos pagos como lo era Sapkowski en su día, pero con una carrera bastante exitosa, parece ser, en su país de origen y mercados afines.
La novela seleccionada para su presentación en España se nos vende como una vuelta de tuerca al universo de El Señor de los Anillos. Una especie de visión de los vencidos, puesto que narra la Guerra del Anillo desde el punto de vista de los ejércitos y aliados de Sauron. Sin embargo, dejando aparte el gancho comercial que puede tener esta caracterización de la obra, lo cierto es que la historia es mucho más que una mera parodia al estilo de bazofias como El sopor de los Anillos; la utilización del universo tolkieniano, convenientemente modificado en sus héroes, nombres y lugares, no es más que un aliciente añadido a la trama, ni mucho menos el ingrediente principal. Yeskov se desvía del canon siempre que quiere, introduciendo lugares y hechos nuevos y creando un universo propio con la suficiente entidad como para caminar por sí solo, sin necesidad de apoyarse en ninguna historia previa.
La voz de su amo, de Stanislaw Lem
Recientemente, en una de las últimas entrevistas que concedió antes de fallecer, Stanislaw Lem realizó unas declaraciones que no ponían en muy buen lugar la literatura de ciencia ficción. Estas opiniones del gran autor europeo del género, publicadas póstumamente, causaron cierto revuelo en el mundillo. Sin embargo, no eran nada nuevas en él; ya en La voz de su amo, escrita en 1967, Lem había dejado bien clara (a través de su “alter ego” en la novela, el científico Peter E. Hogarth) su postura al respecto:
Empecé a visitar más a menudo al doctor Rappaport, mi vecino, y a veces conversábamos horas enteras. Sobre el código estelar hablábamos rara vez y brevemente. Un día lo encontré en medio de grandes paquetes de los que salían atractivos y brillantes libros en rústica con cubiertas en las que aparecían motivos míticos. Había intentado utilizar como “generadores de ideas” —porque estábamos quedándonos sin ellas— esas obras de literatura fantástica, ese género popular (especialmente en los Estados Unidos) llamado, por persistente error, “ciencia ficción”. Hasta entonces, él nunca había leído este tipo de libros; estaba molesto —e incluso indignado—, porque había esperado variedad y había encontrado monotonía.
—Tienen de todo, salvo fantasía —dijo. Una equivocación, sin duda. Los autores de estos cuentos de hadas pseudocientíficos suministran al público lo que éste quiere: tópicos, clichés, estereotipos, y todo ello lo suficientemente engalanado y vuelto “maravilloso” como para que el lector pueda sumirse en un estado de sorpresa sin riesgos y, al mismo tiempo, no se conmueva la filosofía que tiene de la vida. Si hay progreso en una cultura, dicho progreso es sobre todo conceptual, pero la literatura, y en especial la ciencia ficción, nada tiene que ver con él.
(La voz de su amo, capítulo nueve).
Edén, de Stanislaw Lem
Lo que más me gusta de Lem es que es un autor de registros. Se mueve con una fluidez pasmosa entre la fábula socarrona, el humor más desternillante y el drama filosófico sin aparente esfuerzo. Muy al contrario que otros autores caracterizados por una tonalidad monocorde, Lem es capaz de desdoblarse en muchos Lem distintos, cada uno con la habilidad de abordar temas muy dispares de muy diferente forma. Con todo, no renuncia a su propia personalidad. Es, ante todo, un narrador minucioso, en el que los personajes o el entorno llegan a quedar en un segundo plano ante su habilidad para desgranar con detalle los sucesos que pueblan sus narraciones.
En Edén esto ocurre desde la primera página, en la que se describe el accidente. Sin recurrir a grandes artificios literarios deja clara la magnitud de la catástrofe, los porqués y las consecuencias. Lem no se pierde en largos parlamentos o interminables explicaciones. Enumera lo que ocurre con tal fluidez que esas otras herramientas literarias no le son en absoluto necesarias.
Retorno de las estrellas, de Stanislaw Lem
Hay una determinada categoría de escritores que ofrecen en cada texto una justificación suficiente para la lectura. Es un síntoma de grandeza; quizá no él único, pero sí uno de los más relevantes. Lem es de los escritores que, al menos en la porción de su obra que conocemos en castellano, ofrece en cada página un aliciente, una razón, una reflexión. Todo ello viene a cuento porque ese don es capaz incluso de transmutar un tópico de la cf como el del viajero que vuelve de las estrellas años después de su partida en un material con valor.
Leyendo Retorno de las estrellas se comprenden en parte las razones que llevaron a que Lem se enfrentara a la ciencia ficción estadounidense y la calificara de pueril. El retorno del astronauta Bregg a la Tierra, plagado de insatisfacciones y temores, es toda una contraposición a la imaginería gloriosa, triunfalista, con la que cualquier artesano medio de la ciencia ficción americana hubiera afrontado ese tema. Ojo: por supuesto, no podemos incluir en esa categoría a Thomas M: Disch, pongamos por caso. Pero es que Los genocidas sería al tema de la invasión espacial lo que Retorno de las estrellas al de la vuelta del astronauta: un cruel repaso a un tema trillado para ofrecer una cruda exhibición no convencional, pero bastante más creíble que la mayor parte de la morralla habitual. Sin embargo, lo cierto es que la historia de la cf “de éxito” no la están escribiendo los Lem ni los Disch. Y quizá por eso sea tan necesario reivindicarles como portavoces de la cf “de calidad”, y hacer hincapié en la necesidad de reescribir esa historia de la cf separando el valor histórico de medianías con cierta imaginación para los cachivaches del literario. Creo, además, que es el único medio para lograr la supervivencia del género.