La constelación del perro, de Peter Heller

La constelación del perroBig Hig y Bangley viven en un aeródromo de Colorado. Han sobrevivido a una pandemia que ha diezmado a la humanidad hasta situarla al borde de la extinción. Los escasos supervivientes deambulan en busca de recursos y la mayor parte de las interacciones entre grupos es violenta. Bangley aporta al dúo su determinación y su destreza con las armas mientras que Hig vuela diariamente en su Cessna, rastreando la llegada de merodeadores; merodeadores que, si no atienden a las instrucciones de alejarse en otra dirección, son tratados como hostiles. Sin misericordia. La convivencia entre ambos es tensa; Bangley tiene una personalidad huraña propia de un hombre de la frontera y zahiere a Hig sobre su comportamiento, como si la civilización siguiera existiendo. Unos códigos que saltaron en pedazos con la televisión, los límites de velocidad y las colas de los supermercados. Hig aguanta porque sabe que su vida depende de la mutua colaboración y mantiene el asidero de Jasper, su avejentado perro, fuente de compañía y “calor” imposibles de encontrar en Bangley.

La constelación del perro, de Peter Heller, recoge el testimonio en primera persona de Hig. En pasado, desgrana sus días en el aeródromo, su convivencia con Bangley, su… rutina. Frente a otros libros que cuentan lo mismo, Heller sustenta su aportación en su narrador y cómo construye su relato. Ha pasado cerca de una década desde el fin del mundo y los años en soledad hacen mella. En el narración de Hig destaca su manera no lineal de evocar su vida. En mitad de las acciones que acomete se deslizan recuerdos de otros tiempos, relacionados o no con lo que está contando, que crean un flujo de conciencia dislocado, ideal a la hora de emular la memoria de alguien que llevan mucho tiempo encerrado en sí mismo, atenazado por las pérdidas sufridas, las decisiones tomadas y el peso de los recuerdos. Para redondear la redacción, Heller prescinde de cualquier acotación. Diálogos, descripciones, pensamientos… se suceden de forma continua, con un ritmo endiablado, y potencian la fractura del testimonio.

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3.0, de José Ramón Vázquez

3.0

Cuando era chaval y devoraba los tebeos de Spiderman, había un personaje que me dejó catacróquer la primera vez que asomó por la colección, se trataba de Wilson Fisk, más conocido como Kingpin. Kingpin era el amo de los bajos fondos neoyorquinos, un tipo imponente, gordo y calvo que lucía un estilismo impecable al colorido estilo Marvel; gruesas cejas carismáticas, chaqueta blanca, pantalones moraos, chaleco naranja, bastón con joyaza que lanzaba rayos, pañuelo de seda y broche rhinestone. Un tipo que fumaba cigarrillos con boquilla, a lo Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes, mientras repartía bofetones con la mano abierta a sus esbirros. Un cruce entre Marlon Brando, Jaime de Mora y Aragón y el muñeco de Michelín. Aparte de ser mi referencia en lo que a forma de vestir se refiere, lo que me flipaba de chaval, (porque yo era gordo y torpe y lo sigo siendo), era que esa gordura, motivo de mofa en mi entorno, Kingpin la convertía en un símbolo de respeto y de poder. Aunque quizá ayudara que Kingpin, a diferencia de un servidor, era rápido como el demonio y daba ostias como panes, claro está.

¿Y a qué demonios viene esta gilipollez en una reseña sobre una antología de cuentos de ciencia ficción, se estarán preguntando? Pues muy fácil, porque la forma de entender la cf que José Ramón Vázquez plantea en 3.0, la antología completa de sus cuentos, se parece mucho a Kingpin.

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El Ministerio del Tiempo, ideología y mecanismos de la ciencia ficción

El Ministerio del Tiempo

En estos tiempos que corren, se da por descontado que no estar a favor es estar en contra. Y, por añadidura, muy en contra. Las discusiones en internet se inclinan de inmediato a los extremismos. A la hora de poner mis peros (numerosos) a El Ministerio del Tiempo, me encuentro en la tesitura de que, ante la ola de entusiasmo, se me coloque en el bando de los haters. Y no, no es cierto. Entiendo en parte las razones de la rápida popularidad de esta serie, pero me resulta pasmoso el entusiasmo que está generando. Y en particular, me desconcierta que guste en el sector de los aficionados con cierto bagaje en la cf, cuando se trata de un producto con serias carencias respecto a otras obras del género que seguramente conocen, y con los que por tanto lo pueden comparar.

Para que no quede ninguna duda sobre mi posición al respecto, empezaré con las razones obvias por las que entiendo que El Ministerio del Tiempo no es un mal trabajo.

+ La producción en general está por encima de la media de las series españolas. La ambientación es obviamente cuidada, las interpretaciones bastante razonables por lo general… No, no es la HBO, pero se trata de un producto técnicamente correcto.

+ Siempre he defendido la idea de que la cf española debería utilizar materiales locales (historia, leyendas…) como medio para atraer a un público mayor. El Ministerio del Tiempo lleva a cabo esa labor de manera adecuada. No es algo hecho desde fuera, sino con cariño y conocimiento, y eso está pesando mucho en su favor. De manera lógica.

+ El sentido del humor y las referencias. Poner en una serie de viajes en el tiempo a los heavies de la Gran Vía, por citar un ejemplo, es brillante. Sí, puede que no sean más que chistes para consumo doméstico; pero la simpatía se cultiva con esos mecanismos.

Bien, son aspectos con algún peso. Mi sorpresa es cuando se obvian en cambio problemas bastante evidentes.

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Qué difícil es ser dios, de Arkadi y Borís Strugatski

Qué difícil es ser diosApenas recordaba nada de Qué difícil es ser dios y lo poco que se mantenía en mi memoria no podría asegurar si venía de ella o de su adaptación al cine: El poder de un dios; una extrañísima coproducción europea que me dejó bastante flipado hace un cuarto de siglo (¡glubs!). En su discontinuada apuesta por recuperar las novelas más significativas de los hermanos Strugatski, Gigamesh la reeditó hace cuatro años y he aprovechado un reciente viaje en tren para releerla. Un placer éste, el de las relecturas, que debiera prodigar más a menudo. Entre los detalles más evidentes que había olvidado está su aire a folletín decimonónico. La tenía como una aventura más próxima a la fantasía medieval, cuando claramente su base es una historia de capa y espada con sus conspiraciones y sus villanos de opereta. Además esta vez he entendido mejor el primer capítulo, un vistazo al pasado de sus personajes cuya carga alegórica queda expuesta cuando se llega a las últimas páginas.

Don Rumata de Estor es un aristócrata en la corte de Arkanar. De cara a sus iguales y el resto de habitantes del reino es un caballero con tintes legendarios; un titán en la lucha cuerpo a cuerpo que se comporta de manera orgullosa y prepotente. Pero esta faceta es una fachada; un artificio bajo el cual esconde su verdadera cara. Rumata proviene de otro planeta, la Tierra, desde donde ha sido enviado para observar el desarrollo social de sus diferentes reinos. Vive como alguien de su posición mientras es testigo de todo lo que ocurre a su alrededor, transmitiéndolo a través de un pequeño dispositivo de observación. A su vez intenta influir en la vida de ciertas personas con las que se relaciona sin forzar demasiado el principio de no intervención bajo el cuál debiera guiarse. Una regla que lo pondrá bajo una enorme tensión cuando Don Reba, el sátrapa que actúa como primer ministro, inicia un pogromo contra médicos, artistas, pensadores…

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Ominosus

OminosusNunca he sido muy fan de Lovecraft. Mi iniciación a sus Mitos llegó a través de La llamada de Cthulhu, aquel juego de rol en el que la cordura de tu personaje duraba menos que un sobre en una sede del PP. A raíz de aquellas tardes enfrentado a batracios legamosos, criaturas fungosas y presencias ominosas, me leí Dagón y otros cuentos macabros, una de las colecciones publicadas por Alianza. La verdad, no me sentí atraído en exceso por unas historias escleróticas, atravesadas por un lenguaje demasiado recargado para mi tierno gusto. Más tarde leí En las montañas de la locura, relatos aquí y allá, y entré mejor en ese mundo insensible ante el sufrimiento de los personajes que pululaban por él. Pero mi mente ya estaba más orientada hacia otro tipo de lecturas y apenas he vuelto a él puntualmente, más a través de otros autores observando sus mitos bajo “otra mirada” que mediante su obra. Sin embargo en los últimos meses ha regresado a mi pila indirectamente… y con fuerza.

En Navidad devoré El rito, la novela de Laird Barron publicada por Valdemar. Quedé atrapado por su recreación de los grandes temas de Lovecraft y cómo Barron los utilizaba para aproximarse a otras inquietudes caso del pavor que produce lo femenino entre un grupo significativo de varones. Además como huevo de pascua incluía su propia versión de lo que hizo Angela Carter en La cámara sangrienta, arrancando cualquier rasgo edulcorado a un cuento clásico, “El enano saltarín”, y recreándolo hasta incrustarlo en todo su salvaje esplendor dentro de la cosmogonía de su novela. Como cuando uno se siente atraído por un fogonazo queda con ganas de más, he terminado llegando hasta la antología Ominosus; la ofrenda de Fata Libelli a la ficción de tintes lovecraftianos que incluye una novela corta de Barron.
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Si menguaras un poco tampoco valdría

Phineas y Ferb

La literatura y el cine de ciencia ficción se ven bajo otra luz cuando quien te dice lo que les parece es un niño de 9 años o un preadolescente de 12. Ya. Obvio. Quizá no tanto cuando escuchas sus conclusiones, y no porque sean llamativamente diferentes de las tuyas, sino porque no las esperas y obligan a que te replantees algunas opiniones.

Viven otra época. Los chicos de los que hablo están además en esa edad en la que mi generación dilató asombrada las pupilas cuando vio por primera vez Star Wars en una sala de cine (Nota 1: Explico esto porque hay que entender que para ellos la ciencia ficción no se divide en seria y escapista -menos aún se subdivide en ucronías, distopías, steampunk, cyberpunk y los otros dos mil millones de subgéneros-, sino en dos categorías claramente diferenciadas y fáciles de entender: la que mola y la que no mola.

Primero: viven otra época. Para ellos están chupados conceptos como los universos paralelos, la relatividad a la hora de percibir el tiempo, los clones, la inteligencia artificial o la realidad virtual, que tantos quebraderos de cabeza les han dado a otras generaciones (Nota 2: Boyero aún presume en El País, cuando valora despectivamente algunas pelis de ciencia ficción, de que no tiene pajolera idea de las cuestiones más pedestres de física; y aún gozamos de literatos de la vieja escuela para los que Cultura es sinónimo de Letras, intelectuales que pueden escribir una tesis doctoral sobre la simbología del parnasianismo, pero desconocen cuánto hidrógeno y oxígeno hay en una molécula de agua y se quedan tan anchos, ya que lo primero es -en este país- sinónimo de ilustración y lo segundo, metafísica para nerds). El pequeño se hartó de reír con el DVD de Phineas y Ferb: a través de la segunda dimensión sin necesidad de que le tuviéramos que dar explicaciones, y eso ocurrió a la tierna edad de 5 años. Pienso en la verborrea de ciencia ficción de un niño y luego en la generación de los Boyero, tan balbuceante cada vez que aparece una cuestión de física básica o química elemental dentro de cualquier forma de narrativa -y lo que esa limitación implica a la hora de emitir un juicio de valor con alegría dicharachera- y vuelvo a decir: definitivamente es otra época.

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The 100

The 100

Esto de estar enganchado a las series de televisión incluye ese punto irracional que te lleva no sólo a ver las obras “maestras” de cada mes sino a picar una tras otra con series que, si valoraras un poco más tu tiempo, seguramente dedicarías a algo más provechoso como preparar esas oposiciones por las cuales tu madre sigue preguntándote todas las semanas. The 100 es una de ellas y ahora que estoy en pleno tramo final de su segunda temporada, me enfrento a una voz interior que me dice semanalmente “escribe algo sobre ella; abandona el postureo frikster elitista y reconoce cómo te lo pasas con ella”. Y aquí estoy, dándole al botón de publicar antes que el arrojo se evapore del todo.

The 100 es una de esas historias de ciencia ficción juvenil que tanto se estilan estos últimos años sólo que más que centrarse en una perspectiva distópica se lanza de lleno a trabajar un escenario postapocalíptico. Sus primeros episodios nos ponen sobre la pista de una Tierra a un siglo en el futuro tras un holocausto nuclear. Los que parecen los únicos supervivientes orbitan el planeta en una macroestación espacial en condiciones límite. La natalidad está controlada al mismo nivel que los recursos, cualquier crimen acarrea severas penas y la disidencia se pena con un paseíllo a través de la escotilla de aire. Sus habitantes viven entre la rutina y la resignación sin saber que se avecinan tiempos aún más duros; el consejo que gobierna la estación ha descubierto que el sistema vital está en trámite de petar y planifica soluciones desesperadas. La más evidente, lanzar de vuelta a la Tierra a 100 jóvenes “delincuentes” para comprobar si es posible la vida en la superficie. 100 zagales cuyos crímenes van desde ser el segundo hijo cuando sólo se permite uno hasta haber provocado una pequeña pérdida de oxígeno en la estación. Lo que en 13TV llamarían perroflautas antisistema. Estos “indeseables” llegan a la Tierra y, claro, se encuentran con un vergel perfecto para un nuevo comienzo lejos de leyes, convenciones, padres o tabús. Que a su alrededor haya peligrosos animales mutados, zonas con radiactividad residual, un humo amarillo con propiedades ácidas y los violentos salva… otro… “grounders”, inquieta menos cuando no tienes que rendir cuentas ante nadie. Y a los de arriba que les den. Más o menos.

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Cuentos para Algernon, año II, selección de Marcheto

Cuantos para Algernon Año IIHay cosas que por repetidas terminan pareciendo baldías. Sin embargo no conviene dejar de incidir en ellas: la labor de presentación de nuevos autores de narrativa breve en inglés que está realizando Marcheto, alma mater de Cuentos para Algernon, no tiene precio. Al ritmo de un relato mensual, una antología al año, está en proceso de erigir un hito que, al menos, parece que ha calado entre los aficionados a la ciencia ficción, la fantasía y el terror del núcleo duro; de ahí el merecido premio Ignotus como mejor página web de año 2013, compartido con la hasta ahora casi invencible La tercera fundación. Hace tres meses presentó el segundo volumen de su antología con todos los relatos publicados durante el año anterior, excepto “Pequeña américa”, de Dan Chaon, cuyo autor no dio el visto bueno para aparecer en ella.

Puestos a comenzar por algún lugar, me gustaría destacar el pequeño especial dedicado al humor situado al final de la antología; una tipología narrativa que, como bien comenta la antóloga, apenas cuenta con reconocimiento por parte de lectores y crítica. No tanto hacia los autores que la han cultivado en sus diferentes vertientes (Robert Sheckley, Fredric Brown, Kurt Vonnegut, Philip José Farmer) como hacia las obras en sí, incluso las más brillantes olvidadas en beneficio de otras de (un supuesto) mayor calado o, muchas veces, más vacías pero de temáticas más afines al grueso de lectores.

La aportación de este Cuentos para Algernon es un tanto desigual y honestamente me cuesta ver el ingenio insidioso de los autores citados en la selección de relatos, especialmente en los dos últimos. Aun así “La llamada de la compañía de tortillas”, de Ken Liu, como sátira de los cuentos lovecraftianos en clave mercadotécnica, y “Un Opera bello Spazio”, de Oliver Buckram, una vibrante ópera espacial en el sentido más estricto de la palabra, irradian ingenio y funcionan como sátiras de sus dos blancos respectivos. Incluso el de Liu es un artefacto sagaz que va más allá del guiño al maestro de Providence y extiende sus tentáculos hacia terrenos como la mercadotecnia o el espionaje industrial. Arena de otro costal son el segundo cuento de Buckram, “Media conversación, oída desde el interior de una babosa inteligente”, cuya principal virtud es su brevedad, y “De mat y mates”, de Anatoly Belilovsky, supongo que porque el humor apela a valores todavía más personales que cualquier otro tipo de ficción. No terminé de encontrar la gracia a esta historia sobre las conexiones que una pasión puede llevar a establecer entre personajes de lo más diverso sometidos al caos del mundo.

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