Venga, un tópico: Acero es una novela que se lee tan fácilmente como se olvida.
Otro menos frecuente: es una pena porque durante casi la mitad de su extensión parecía que no iba a ser así.
Ahora algo completamente suyo, personal e intransferible: esta historia urbana con vampiros, protagonizada por personajes dañados que se encuentran y construyen un santuario inestable, augura algo más que una presentación de personajes. Promete que los conflictos que plantea se van a resolver de una manera menos convencional que el aburrido duelo entre vampiro bueno y vampiro malo de su tramo final.
Sobra decir lo que ocurre.
El protagonista de Acero, curiosamente, no resulta manido. Para llevar la batuta de su novela Todd Grimson no elige a un vampiro sino a su siervo, Keith. El guitarrista de un grupo de cierto nombre caído en desgracia tras una relación destructiva y con él en un presidio venezolano con las manos destrozadas. Antiguo adicto a la heroína, Keith es el lacayo de Justine, una vampira con cientos de años a sus espaldas que no recuerda gran cosa de su pasado y completamente cautivada por él. Hasta el punto que ambos experimentan una atracción que transgrede el estereotipo vampiro-siervo hasta convertirlos en una pareja.
Para desarrollar esta presentación, Grimson usa capítulos de tres o cuatro páginas y lo acompaña de un estilo tan desnudo de adjetivos como de figuras retóricas. Directo, de frases breves, construye la narración a base de golpes de cincel, tan pequeños como constantes. Un poco a la manera de James Ellroy, con tan escaso lugar para las subordinadas como para los respiros. Además, cambia continuamente de situaciones y personajes. Construye la historia mediante fugaces retazos de pasado y presente que moldean sus dramas personales de una manera tan fragmentaria como bien hilada. Tanto Keith, un personaje con múltiples zonas oscuras, como la relación que mantiene con Justine, o los secundarios que orbitan a su alrededor, sostienen bastante bien el relato.
Poco después de la página 100 se inicia la segunda parte de Acero, una especie de nuevo comienzo. Otra presentación de personajes centrada en un nuevo vampiro, David Henry Reid, convertido en la década de los 20 por Justine, que ha hecho uso opuesto de su poder. Como su reverso tenebroso, no sólo obtiene de sus víctimas la sangre necesaria sino que se comporta con ellas de manera cruel y caprichosa. Y Acero cae en lugares mucho más comunes. Establece el contraste entre vampiro humanizado que busca sobrevivir trastocando lo menos posible el mundo de sus presas, y el inhumano que se exhibe como el proverbial elefante en una cacharrería. Y lo que la historia tenía de atractiva, novedosa, chispeante… se muere de repetitiva. Aunque sufre todavía más por su carencia de un nudo y de una trama.
Apenas hay más narración que presentar a los personajes para, llegada la página 200, a 60 del final, hacer interaccionar a los dos “vampiros” y sus acólitos por un motivo tan peregrino como que Reid fue convertido y olvidado por Justine; una causa con peso conceptual pero apenas apoyada por el relato. Advierto que no siento ninguna desazón ante las historias que, ante todo, cuentan vidas sin más razón que contarlas. Pero encuentro bastante estúpido que, llegado cierto momento, todo se oriente en una dirección tan chusca porque sí, prescindiendo de partes de una narración tan crucial como la preparación del final.
Acero queda como una novela que promete más de lo que da, una obra con claro oscuros que se entiende que llevara 15 años inédita en España. Esta vez el rescate no estaba del todo justificado.
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