Mi corazón es una motosierra, de Stephen Graham Jones

Mi corazón es una motosierraSin haber leído Mestizos la prudencia me impide hacer afirmaciones maximalistas. Así que voy con algo más modosito: es fascinante cómo Stephen Graham Jones explora las secuelas contemporáneas del genocidio de los nativos americanos en El único indio bueno y Mi corazón es una motoriserra. Unas heridas expuestas mediante los mitos de estos pueblos en la primera y acudiendo a uno de las tradiciones actuales arraigadas por el hombre blanco en la segunda: el cine de slasher. Esas películas rollo Viernes 13 o Pesadilla en Elm Street en las cuales alguien se venga de una comunidad asesinando sin piedad a una serie de personas con todo tipo de armas blancas. No entraré a discutir las peculiaridades de este tipo de historias. Esa tarea la afronta con entusiasmo Jade Daniels, la protagonista absoluta de la novela.

Jones intercala en Mi corazón es una motosierra dos planos. En el primero, un narrador en tercera persona cuenta los sucesos en los que está involucrada Jade cuando un asesino en serie pone de vuelta y media la pequeña ciudad de Proofrock, Idaho. Sin embargo, respecto a lo que había hecho en El único indio bueno, prescinde de la coralidad y lleva al narrador principal a participar de manera más decidida del relato. Su discurso se reviste de una voz que se inmiscuye en lo que cuenta como si fuera la propia Jade quien interpretara cada acontecimiento desde sus referentes culturales: un cine slasher en el cual se ha convertido en especialista y una historia del lugar que ha recibido de manera oral. Eso da lugar a una serie de percepciones, confusiones, prejuicios, que juguetean con el narrador no fiable de una manera más amplia que La noche de los maniquís.

Entre esos capítulos sitúa los ensayos que Jade escribe para su profesor de Ciencias Sociales, el señor Holmes. Necesitada de unos créditos para aprobar la asignatura y graduarse del instituto, Jade ha redactado una serie de textos sobre la naturaleza de los slashers, discusiones sobre su caracterización o cómo este género explicaría hechos traumáticos ocurridos décadas atrás en Proofrock. El más renombrado, el llamado Campamento Sangriento; una colonia veraniega durante la cual fueron asesinados cuatro jóvenes. Imbuido en el acto de analizar la tarea, se hace partícipe al lector del material necesario para comprender a Jade.

Sigue leyendo

La noche de los maniquís, de Stephen Graham Jones

La noche de los maniquísEn esa celebración del terror en que se ha convertido La biblioteca de Carfax, y que ha conseguido arraigar a pesar de establecerse en un mercado a priori más propicio para la fantasía y la ciencia ficción de fórmulas, no me había acercado todavía a su colección de novelas cortas. Sin trampa ni cartoné, en Démeter publican historias alrededor de 40-50 mil palabras, una extensión que soslaya los problemas de las novelas cuando un relato que no daba para tanto se extiende hasta alcanzar la longitud necesaria para su publicación como libro independiente. Como primer volumen de la colección eligieron la novela corta ganadora del Bram Stoker de 2020 escrita por uno de los mascarones de proa de la casa: Stephen Graham Jones. Una declaración de intenciones. Si bien La noche de los maniquís me parece parcialmente fallida, asienta un mensaje sobre lo que puede esperar el lector en esta colección: narraciones contemporáneas que van al pie.

Me gusta el subtexto y la manera en que Graham Jones establece el campo simbólico. Cómo ese grupo de adolescentes que inicia una serie de gamberradas centra el paso a la edad adulta y la ruptura de las amistades de la infancia. También ese agujero negro que suponen las pequeñas comunidades en EE.UU., en particular para los más jóvenes, condenados a ver muchas aspiraciones cercenadas por vidas que terminan siendo la repetición de las de sus progenitores. Una normalización subrayada por otros elementos, en particular la aparición a priori venial de una misma película como fondo de muchas de las acciones argumentales. A medida que se despliega, enfatiza la conversión del paisaje cultural y urbano en un mismo lugar uniforme. No importa dónde estés, ni qué pretendas vivir. La mayoría de experiencias/espacios terminan siendo los mismos.

Sigue leyendo

Paperbacks from Hell, de Grady Hendrix

Paperbacks from HellMe ha gustado el trabajo de Grady Hendrix para reunir en Paperbacks from Hell la literatura popular de terror que se escribió entre finales de los 60 y mediados de los 90 en EE.UU. Una serie de (sobre todo) novelas publicadas a raíz del auge del libro de bolsillo que dieron pie a historias más o menos desquiciadas, locas, provocadoras, que el autor de Guía del club de lectura para matar vampiros y El exorcismo de mi mejor amiga trata con un cierto sentido mientras despliega sus temas, sus escritores más representativos, sus portadistas más recurrentes… Imprime en el texto una idea de progresión que enriquece la lectura de lo que a priori podía parecer un memorial de ilustraciones.

En esta estructura de Paperbacks from Hell se hace esencial la división en capítulos. Hendrix agrupa los libros según sus motivos centrales (niños infernales, casas encantadas, bestias, asesinos en serie y otros humanos de mal vivir…). A través suyo, crea una secuencia temporal que, aun solapándose en varias ocasiones, permite trazar una pequeña historia del género fundamentalmente en su país a lo largo de tres décadas. Su tratamiento me parece demasiado ligero para considerarse un ensayo pero es lo suficientemente elaborado como para apuntar la evolución desde el terror gótico y el pulp hasta la actualidad.

Los autores y las historias que escribieron merecen la mayor parte del espacio en un discurso donde el humor es omnipresente. No siempre funciona todo lo bien que Hendrix prevé, pero con lo grotesco de algunos argumentos, en el necesario ejercicio de síntesis, evita caer en el esperpento. Más fructífera me ha parecido el recuerdo de las diferentes colecciones que apostaron por este tipo de literatura, desde Avon hasta Abyss; un entramado que encontró/creó un nicho de lectores entre los cuales arraigó el gusto por lo terrorífico, lo macabro, lo espeluznante. Una estética que se extendió al mundo del cine y se convirtió en un fenómeno popular que sobrevivió al colapso de estos sellos.

Sigue leyendo

Verano de corrupción, de Stephen King

And your Aryan eye, bright blue.
Panzer-man, panzer-man, O you.
Not a God but a Swastika.

Sylvia Plath

Verano de corrupción

Cuesta de creer lo que consigue Stephen King en Verano de corrupción. Leí la novela años, muchos años después de ver la película de Bryan Singer, con Ian Mckellan haciendo de viejo y Brad Renfro de crío, y aún recordaba los detalles de esta historia de fascinación por el mal. Se da una paradoja, aquí; una, de hecho, que tiene menos de paradoja que de explicación real de cómo funcionan estas fatales atracciones: que te fascine el mal es una cosa y otra que la fascinación por el mal te acerque al mal y te funda en él, diluyéndote sin que puedas hacer nada. Te dejas encantar por el mal como si ver la serpiente ondulando frente a las manos del hipnotizador te convirtiese, al poco tiempo, también a ti en una forma que resigue los movimientos sinuosos del hipnotizador.

Por lo que recordaba de la película pensaba que se mantendría, al menos al principio, el suspense de saber qué le ocurre al crío, por qué mutaciones pasa su cerebro hasta su entusiasta entrega al mal, pero no ocurre nada de esto. King afila su mirada y ya desde las primeras páginas vemos que el crío, fuera de plano, por así decir, ha descubierto la identidad del nazi –es decir, sabe que el apacible, entrañable viejo de la casa desvencijada de al lado es, en realidad, un criminal de guerra nazi bien conocido y buscado–, y lo que quiere el chaval no tiene nada que ver ni con la justicia ni con la reparación de las víctimas ni con nada que tenga que ver con la bondad o la memoria. Lo que quiere es oír las historias que almacena en su memoria el viejo torturador de los campos de exterminio. Ese es el morbo que motiva al chico. Lo que brilla en sus ojos es el ansia de saber más, y recibir el don del testimonio en primera persona y acercarse todo lo posible a los alaridos, al frío y al hambre de las torturas en el campo.

Cuando empieza a frecuentarlo, es el crío el que domina la situación. Él extorsiona, chantajea y coacciona al viejo nazi que sobrevive entretejido en la vida americana con el respetable aspecto de inocente carcamal (vamos a decir). Vemos a pequeña escala, a una escala del día a día, los mecanismos del totalitarismo y la dominación: el crío es al viejo lo que el nazismo fue a Europa, y de ahí que nuestras empatías se dirijan al viejo. Y King, que es un maestro, hace que empatices con el viejo nazi y odies al crío. Algo que, cuando te das cuenta, es bastante perverso.

Sigue leyendo

La hija del predicador, de Juan Díaz Olmedo

La hija del predicadorEsta novela tiene una cosa buena por encima de cualquier otra: recupera a Juan Díaz Olmedo después de unos años fuera de circulación. Lo hace a través de un western que, cuando funciona, es sobre todo por su esperada inmersión en la fantasía oscura; cómo dota a la historia de frontera tradicional de unos brochazos imaginativos y un punto perverso. Si bien no me ha removido las entrañas de la misma manera que sus mejores historias de terror, imprime al relato de un color que me ha mantenido interesado hasta el final.

Un grupo de colonos busca un lugar donde asentarse en un escenario extremadamente árido. Nada bueno parece llevarles allí, más cuando tienen un guía como el reverendo Blackwood. Este excéntrico hombre de fe parece conducido por una pequeña araña que le susurra palabras al oído. Tras sobreponerse al hambre y la sed, y la visión continua de un paisaje yermo, se topan con un nativo que trata de disuadirles. Él sabe lo que lleva al reverendo hasta allí. Un mal cuya manifestación llegará veinte años más tarde, después de un conveniente salto temporal tras esta puesta en situación.

Cuando La hija del predicador se acerca al “simple” western funciona bien. Sin alardes, Díaz Olmedo maneja con soltura sus códigos y sabe atenerse al discurso que demanda lo que quiere contar. Un estilo lacónico donde las palabras se suceden siguiendo una métrica precisa; las oraciones cuentan acciones o describen situaciones que rara vez se acotan con más de dos detalles; los diálogos en general prescinden de los parlamentos y se mantienen apegados a la sequedad que requiere el lugar narrativo; y la secuencia de descripción, narración, conversación está adecuadamente rota con oraciones que puntean los momentos álgidos.

Sigue leyendo

Zombi, de Joyce Carol Oates

ZombiEsta es una novela exclusivamente recomendada para quienes tengan interés en imbuirse en la mente de un zumbado de cojones. Su narrador, Quentin, deja en evidencia desde la primera página su falta de empatía mientras cuenta diferentes momentos de su vida, obsesionado por hacerse su propio zombi; un siervo dócil al que pueda viol… controlar sin resistencia. Este objetivo, pertinaz, imperturbable, es una de las guías más evidentes de Zombi; un relato descarnado que se ciñe a unos hechos desgranados de manera taxativa, sin graduarlos prácticamente con adjetivos. Cuando Quentin describe el proceso a aplicar para conseguir su meta lo hace como si fuera el manual de un procedimiento quirúrgico. Sus acciones y pensamientos se revelan desde la más absoluta asepsia. Le embargan emociones desbordantes, enfermas, retorcidas, pero el texto no se recrea en ellas. Esta precisión en la descripción del narrador ahonda en lo macabro de su comportamiento.

La autora de Blonde y La hija del sepulturero pone toda la carne en el asador de una derivada del horror corporal: el horror mental. Transmitir la abyección que se puede esconder dentro de ese vecino del tercero que te saluda cuando te lo cruzas en el ascensor y al que un día le encuentran un cadáver en el armario. La forma de iluminar la mente de ese personaje, funcional, capaz de vivir entre nosotros sin despertar recelos, crea una profunda incomodidad sobremanera porque las veces que están a punto de descubrirle se sale con la suya. Oates dedica su espacio a construir estos momentos de mímesis desde el abismo de estar abierto todo el rato a sus pensamientos. Unos razonamientos que abundan en sus permanentes obsesiones sexuales o una despersonalización que le lleva a hablar de sí mismo en tercera persona al separar su faceta social de esa esencia orientada a satisfacer sus deseos.

Sigue leyendo

After Punk, de Alfredo Álamo

After PunkVerónica, Retrofuturo, Barriopunk… Una vez nos hemos alejado unas décadas, los años 70 y 80 se han convertido en terreno abonado para la fantasía oscura, el retrofuturismo, el terror, sin que la nostalgia sea (del todo) determinante. Las historias que allí se emplazan abundan, por no decir se solazan, en sus lugares y circunstancias más dolorosas: la violencia de la dictadura y el postfranquismo, la crisis económica, el consumo de drogas… No hay una idealización de ese tiempo en el cual la mayoría de sus autores crecieron al igual que, en general, sus lectores. Es una recuperación de un momento en el cual el fantástico en España apenas se hacía notar para alumbrarlo bajo otra luz, poner bajo su foco a unos protagonistas arrinconados; por la historia, por la ficción, tanto da.

Tal es el caso Miguel, Toni, Sento y Mara, los cuatro componentes de una banda de punk en el día de grabar su primera maqueta. La fortuna los sitúa en Chocolate, una de las discotecas más afamadas de las afueras de Valencia, donde sueñan tocar sus canciones. Su anhelo se templa con la llegada de una serie de seres sobrenaturales de otro tiempo. Un pandemonio en el que se van a ver atrapados junto a un DJ, un policía que es mucho más que uno de los retazos que colea del franquismo y las mareas de jóvenes puestos hasta las trancas, deseando bailar hasta al amanecer como cualquier otra noche. Aunque esta sea arena de otro costal.

Sigue leyendo

La cabaña del fin del mundo, de Paul Tremblay

La cabaña del fin del mundoUna pareja y su hija pasan unos días de descanso en una cabaña en New Hampshire, a la altura de donde Cristo dio las tres voces. Cuatro personas los asedian y les toman prisioneros para someterles a un dilema: el futuro de la humanidad depende de que uno de ellos se sacrifique para salvarla; un sacrificio propio o ejecutado por los otros dos. Para convencerles sólo pueden utilizar la palabra o su propia muerte tal y como queda expuesto cuando uno de ellos se deja asesinar por el resto del cuarteto. A continuación ponen la televisión y las noticias hablan de un acontecimiento cataclísmico que ha asolado las costas del litoral pacífico. ¿Casualidad o manifestación de una amenaza real si no se someten al ritual?

Así transcurre el primer cuarto de La cabaña del fin del mundo, novela de Paul Tremblay cuyos derechos compró M. Night Shyamalan para contar la película del mismo título. El argumento discurre paralelo hasta bien avanzado el texto/metraje, cuando un giro separa su curso hasta alterar una parte significativa de su interpretación. Aun con esa divergencia, el texto se adapta a algunos de los intereses del director nacido en la India y criado en Pensilvania, especialmente los vistos Señales. Aunque aquí vengo a escribir de la novela.

Me ha interesado el propósito de Paul Tremblay. Actualiza las pruebas de fe bíblicas (Abraham, Job, gran parte de figuras del Antiguo Testamento) al pasarlas por el tamiz contemporáneo de encontrar sentido a un mundo que carece de él. Así se sostiene el choque entre los creyentes, una serie de personajes con escasos lugares de coincidencia, receptores de una llamada que les ha puesto en contacto y en curso hacia la cabaña, y la pareja protagonista. Tremblay se toma su tiempo para desplegarlos a través de capítulos que fundamentalmente se cuentan a través del puntos de vista limitados, aunque también hay momentos en los que pasa a la primera persona para acrecentar esa subjetividad. De esa manera trabaja el misterio y la tensión larvada mientras construye el carácter de cada personaje en una suma en general satisfactoria. Aunque Tremblay a ratos se le va la mano en esta construcción.

Sigue leyendo

Teatro Grottesco, de Thomas Ligotti

Descubrí a Thomas Ligotti allá por el 2003-4 más o menos, cuando todavía era un joven maduro cosmopolita, disponía de demasiado tiempo libre y me encantaba zascandilear por internet en busca de géneros y autores que se salieran de la norma. Era una época de renovación en el fantástico anglosajón, una fértil y agitada selva plagada de trampas para el lector inquieto y pretenciosillo. Aparecían las primeras novelas de Carlton Melick III (Satan Burger), cosas como el fantástico industrial de Simon Logan (la antología i-O), la inclasificable La casa de hojas de Mark Z. Danielewski. Y, por supuesto, el new weird, a cuya vanguardia más literaria podías encontrar nombres como el Jeff Vandermeer pre-Aniquilación (Veniss Underground) o Michael Cisco (The Divinity Student), cuyas obras estaban muy interesadas en la metafísica, las ambientaciones urbanas en estado de alucinada disgregación y la reflexión sobre la creación literaria, y a quienes se la pelaba completamente conceptos burgueses como la trama o los “arcos de personaje”. Siguiendo esta línea de investigación, me topé con Thomas Ligotti, su foro y sus exégetas, y, deslumbrado por los ditirambos, me hice con la edición norteamericana de su conocida y premiada antología de antologías, una amplia selección de todo lo que había publicado hasta entonces; The Nightmare Factory. La renuncia al argumento y el desarrollo convencional de los personajes, la prioritaria atención al estilo, los ambientes lóbregos y pesados, el pesimismo existencial y aquellos maravillosos títulos (“Drink to Me Only with Labyrinthine Eyes”, “The Lost Art of Twilight”, “Nethescurial”, “Conversations in a Dead Language”…) me resultaban muy innovadores a pesar de insertarse claramente en la tradición del weird, evocando los desvaríos de los escritores más raros del género (La colina de los sueños, de Arthur Machen por poner un ejemplo). Es más, recuerdo ahora que llegué a discutir en un foro con el escritor David Jasso a cuenta del norteamericano, defendiendo su monotonía temática y formal como elecciones literarias perfectamente válidas, innovaciones de “terror elevado” literario y filosófico que se alzaban por encima de la morralla de sustos y guarrería.

Sigue leyendo

La sangre manda, de Stephen King

La sangre mandaLa sangre manda es una colección de cuatro historias breves de Stephen King publicada en 2020 muy escasa de pegada. Narrativa de ¿terror? sin mordiente, atmósfera, peso, calado, destinada a ser consumida sin hacer mella en un lector probablemente aburrido ante los pasajes de relato prescindible del pelo “un chaval le enseña a un señor mayor las bondades de un iPhone”. Literalmente, un tercio de “El teléfono del señor Harrigan”, primera pieza del libro que hace alardes del escaso recorrido de lo que está por venir. Una historia de fantasmas en la que ese joven ve cómo ese vínculo que ha creado con el jubilado permanece después de la muerte de éste. Una vez atravesadas las páginas de asesoramiento digital ante la herramienta llega lo mejor del relato. Un aprendizaje sobre el poder, sus consecuencias y el precio a pagar a través de los abusos que padece su protagonista a manos de un compañero de instituto. También, un argumento manido hasta la extenuación y muy superficial en las relaciones que se establecen y su subtexto. Demasiado guión de episodio menor de Twilight Zone que, sorprendentemente, se ha convertido en una película de Netflix de reciente estreno. Diría que incomprensible pero… es King.

En tres actos, “La vida de Chuck” King se zambulle en las historias de personas atrapadas en un mundo solipsista. Y, a su vez, le da una vuelta de tuerca a las construcciones mentales habituales en algunas de sus historias; aunque en este caso más como lugar donde vivir, no refugio o herramienta de recuerdo, y con mucho de recuento de una existencia. En cada uno de los actos se siente su talento para fijarse en pequeños momentos de una vida amenazada por algo muy grande que seguramente se lo lleve por delante. Y al final es elocuente en su manera de afirmar el drama de la muerte como final de algo más que una vida, sin consecuencias a su alrededor. Que esto pudiera haberlo logrado en 15 páginas y no en 100 como hicieron Fredric Brown, Richard Matheson o Robert Sheckley en cuentos clásicos es una cuestión dolorosa.

Sigue leyendo