El otro lado, de Mariana Enriquez. Edición de Leila Guerriero

El otro ladoMe ha encantado este libro. El otro lado es un compendio de más de ochocientas páginas de variada crítica cultural que se lee con avidez, con irrefrenables ganas de más, hasta el punto de descubrir que, curioseado, persigues el trazo de sus referencias más allá de la página impresa (cosa que no siempre pasa con los misceláneos trabajos de estos volúmenes). Hay, en este recopilatorio del periodismo de Mariana Enriquez, una unidad en los intereses y en los gustos que proyecta una imagen más cercana de la autora, imagen muy consecuente, por otra parte, con su obra, con su narrativa, y que la hace, como digo, de repente más cercana y accesible. En un texto sobre los ensayos de Ursula K. Le Guin dije que leer no ficción te acerca a la autora, y lo repito una vez más porque una vez más he vuelto a pensar lo mismo: entre tú y la autora ya no se interpone la ficción –con sus piruetas– dificultando la posibilidad de conocer un poco más a quien escribe, y puedes, así, acceder a sus gustos, con sus opiniones por fin reveladas en las páginas. Es así que en El otro lado, la personalidad de Mariana Enriquez, su pensamiento, sus filias, su argumentario y sus opiniones nos llegan claras y sin obstáculos. Y la imagen que desprende es, como digo, consecuente con lo que hemos leído en su narrativa.

La gracia y la clave de estas páginas no están en lo analíticas que son. Supongo que para decir esto, así, tal como lo he hecho, habría que distinguir primero entre periodismo cultural (a lo que pertenecen estas páginas), y crítica cultural. El periodismo cultural, si lo queremos definir un poco a vuelapluma, es más divulgativo, informativo, didáctico, contextualizador e historicista; la crítica cultural, en cambio, que puede ser más pesadita de leer, quiere ser más analítica, más incisiva en los matices, más argumentativa y expositiva. Y, cuando escribes para determinados medios –medios con un cierto público– la intención del periodista cultural probablemente sea la más acertada. Más que la del crítico o la crítica. En cualquier caso, Enriquez transmite entusiasmo y conocimiento por temas que, como digo, ya sabemos que le gustan, en un volumen que no es un constante name dropping porque sí: es el contextualizado estudio de unas épocas, de unos afluentes culturales que domina, y el logrado intento de hacer que entendamos de donde viene una obra, cómo se relaciona con su entorno, y llevarnos hasta donde desemboca.

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Gótico, de Silvia Moreno-García

GóticoHay muchas cosas que Silvia Moreno-García hace bien en Gótico. La más relevante la sugiere el propio título: ofrece un relato gótico en toda su amplitud. Desarrolla un argumento con una fuerte componente romántica a través de unos personajes y un lugar narrativo que remiten a un imaginario clásico, a los que Moreno-García aporta un cariz contemporáneo que tarda un poco en ganar momentum. De hecho, esta historia de una joven que acude a socorrer a su prima, Catalina, casada con un hombre de origen inglés perteneciente a una familia de rancio abolengo muy venida a menos, quizás sea el mayor disuasor para acercarse a Gótico. Lo atractivo, y lo que me ha llevado a disfrutar de su lectura, es lo que ocurre en los entresijos del arquetipo; la tarea de recreación y resignificación de los elementos que componen la narración, comenzando por el misterio en las entrañas de High Place, la inevitable mansión escenario de la novela.

Cuando la protagonista, Noemí Taboada, llega hasta la pequeña ciudad donde se encuentra el edificio, Moreno-García enfatiza su alejamiento del resto del país donde se encuentra. Por las reglas que operan en su interior, su aislamiento físico en un paisaje montañoso sin infraestructuras dignas de tal nombre, y su traumática historia para la población local. La casa fue levantada sobre una mina de plata explotada por los españoles que vivió un nuevo proceso de colonización cuando una familia británica, los Doyle, se hizo con ella a mediados del siglo XIX. Esta repetición de la jugada, con su abuso de los nativos, es la que cobra relevancia cuando se comenta la extraña plaga padecida durante el Porfiriato, que exterminó a la práctica totalidad de los trabajadores, y la ruina económica ocasionada por la Revolución, y un turbulento suceso familiar cuyos detalles tardan en conocerse. Los Doyle intentan paliar la situación a través del matrimonio del heredero, Virgil, con Catalina, aunque esta aqueja una enfermedad que lleva a Noemí hasta allí; a averiguar qué ocurre con su prima y, necesariamente, resolver el enigma de detrás de High Place.

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Las terceras trampas del relato breve

Aquí no es MiamiEs cierto que no sólo en el relato breve se esconden estas terceras trampas narrativas, pero el salto de sus resortes es más visible en el terreno corto, quizá porque en la novela hay más espacio para todo y no hay que acotar tanto la escritura. Pero bueno, a lo que vamos: esta tercera trampa que nos tiende la escritura es –además de eso, una trampa– una tentación especialmente irresistible, un comodín: me refiero a cederle al argumento, o al tema general, la contundencia emocional del cuento, confiando en que el tema mismo se encargará de tejer las inercias que impactarán o conmoverán a quien lea. Mi tema es tan serio que no puede (ni puedo) fallar, y el argumento que escojo para representarlo es tan extremo que me basta con mencionarlo para conmover. Pero lo que hace ese gesto es apartar el texto de ti y acercarlo a algo previo, existente, que no necesita de tus aportes.

Para hablar de la maldad humana escribiré un cuento sobre películas snuff, alejándolas del murmullo distorsionante de las leyendas urbanas, acercándolas a lo que nos queda cerca y conocemos mejor. A lo demostrable. Seré grave y mi escritura cruenta porque mi tema será cruento y grave. Hacer así es cómodo porque es una tentación descansar del esfuerzo de escribir. Y ante la garantía de que el tema, que es tan extremo, te asegura la transmisión del horror, te relajas, porque ya está todo hecho, y te sientas a ver el espectáculo de las reacciones lectoras. Acomodaticio, confías en que el tema lo hará todo por ti. Pero lo que estás haciendo es cederle a la realidad X (intolerablemente macabra), el peso y la potencia emocional del cuento, y no a tu talento. Que es quien debería transmitir esos tormentos. De adentro a afuera. Porque la contundencia no viene dada por la escabrosidad de lo narrado: decir películas snuff confiando en que ese submundo enfermizo será suficiente para que tiemblen las manos lectoras es quedarse afuera de la intención y del texto. Es nombrar lo que todos sabemos y no añadirle nada. Encontrar una situación cotidiana y extraerle ese mismo temblor a las manos lectoras es lo que hace el talento de verdad, que es un movimiento que, como digo, va de adentro a afuera.

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Pinceladas (V): Mariana Enriquez y las desapariciones, “Súbenos a casa”, de James Tiptree, Jr., y “Jeffty tiene cinco años”, de Harlan Ellison

Nuestra parte de nocheLa verdad es que no tengo ni idea de si Mariana Enriquez habrá leído o no el artículo “Argentina y los muertos sin adiós”, de Rafael Sánchez Ferlosio, pero, si no, creo que su lectura podría ser un abrazo en el tiempo, un reconocimiento ‘sincero y espontáneo’[1] entre afinidades y pensamientos parecidos. Porque si, como dice Nadal Suau, es cierto que los desaparecidos son una “recurrencia enriqueziana”, entonces, al leer el artículo, vería Enriquez que Ferlosio también trataba de entender cómo afecta la desaparición al que se queda, la paradoja de saber y no saber si alguien vive, en el más bonito artículo que se haya escrito en prensa impresa. Vería que Ferlosio trataba de entender la confusión en la que se queda el quedado cuando el ido se va sin despedirse. De lo necesaria, para los primeros pasos de la reparación emocional, que es la linde de la despedida, de lo reconfortante que es saber que al menos has podido decir adiós. Y así como Ferlosio trató de entender qué consecuencias tiene la desaparición, de racionalizar sus mecanismos y el porqué de sus efectos lacerantes, Enriquez ha ahondado en las desapariciones en sí, en las circunstancias y en las consecuencias metafóricas que desgarran al que se queda, y le añade literatura y metafísica oscura en Nuestra parte de noche: en la novela se convocan también esas zonas intermedias, de existencia ambigua, como se describe en el artículo, y así la escritura de Enriquez y la de Ferlosio, complementarias, conforman un mapa de significados de la desaparición. De Mariana Enriquez hay un cuento-perfección –“La hostería”– que ya exploraba la herencia histórica de las desapariciones. Para que entendamos algo, aunque sea poco.

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Las voladoras, de Mónica Ojeda

Las voladorasLas voladoras es una colección de cuentos en la línea de los primeros libros de Mariana Enriquez publicados en España por Anagrama. Desde una mirada comprometida y una propuesta estética propia, Mónica Ojeda se acerca en sus ocho relatos a aspectos relevantes de la actualidad, ahondando la vía abierta en Nefando y Mandíbula. Este carácter potencia la sensación de conjunto, aunque no ha sido suficiente para pasar por alto pequeños excesos o carencias que, tal y como los percibo, desequilibran varias historias. Veamos por qué a partir de una de ellas: “Soroche”.

“Soroche” se sostiene sobre los abusos que padece una mujer: de su marido y, colateralmente, de su grupo de amigas más cercanas. Lo viciado de sus relaciones se evidencia desde el momento que cada una de sus protagonistas cuenta cómo valora al resto en primera persona. Unos pensamientos que detallan unos vínculos donde lo que cada una expresa está en continua contradicción con lo que creen. La toxicidad en la que se maceran realimenta la baja autoestima de la víctima y la empuja a dar un salto transformador delante de sus compañeras. Esas perspectivas en primera persona, formuladas a modo de confesión, se suceden de manera certera y desnudan sin miramientos la hipocresía general. Sin embargo, todo lo que tiene “Soroche” para promover una reacción a partir del daño padecido por la víctima se enmaraña y se ahoga acogotado por una retórica exagerada. Sin tregua, Ojeda insiste en esa falsedad en el trato y subraya cuestiones innecesarias (la clase social) en una formulación que escora los retratos hacia lo paródico. Si le sumamos lo precipitado del desenlace, la gravedad se evapora y las virtudes del relato quedan neutralizadas.

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Nuestra parte de noche, de Mariana Enriquez

Nuestra parte de nocheNo cuesta encontrar en Nuestra parte de noche a la Mariana Enriquez de Las cosas que perdimos en el fuego o Los peligros de fumar en la cama, comenzando con esa fidelidad a una ambientación Argentina notorio en ese vínculo con su tradición, su sociedad o su historia. No obstante, quien busque sobre todo a esa Enriquez seguramente salga escaldado. Como se le presupone a una novela, aquí llega con una serie de cuestiones adicionales entre las que se cuenta un panorama mucho más ambicioso que entra en conflicto con parte de los valores que habíamos disfrutado. Cuando llevaba poco más de 100 páginas, bromeaba con que en Nuestra parte de noche estaba escribiendo la gran novela Argentina; una etiqueta de esas absurdas que, en su ridiculez, resume cómo entre sus cimientos está reflejar varias décadas del pasado reciente de su país en una historia que, además, se nutre sin complejos del género de terror. Lo siniestro se erige en el eje vertebrador de un argumento que se detiene en la dictadura de los militares y la posterior reinstauración democrática.

Nuestra parte de noche se divide en varias secciones. Las más extensas, el cuerpo principal, están contadas por un narrador omnisciente que relata las vidas de Juan Peterson y su hijo Gaspar. Intercaladas en esta secuencia están los testimonios de otros personajes que detallan terrenos aledaños y precisan situaciones entrevistas con anterioridad.

El primer gran capítulo, “Las garras del dios vivo”, me ha supuesto el gran problema de Nuestra parte de noche: de largo me parece lo mejor del libro. Sus 150 páginas constituyen una novela corta que atesora las grandes virtudes de algunos de mis cuentos favoritos de Enriquez (“Tela de araña”, “Bajo el agua negra”). Mientras Juan y un Gaspar apenas niño viajan por carretera desde Buenos Aires hasta las proximidades de las cataratas del Iguazú, se encadenan una serie de estampas que delimitan el drama que angustia a Juan y apuntan cuestiones relevantes comenzando con el retrato de un padre y un hijo obligados a sobrevivir a la muerte de la madre, Rosario, fallecida en un accidente no esclarecido. Con Juan apesadumbrado por la pérdida, aquejado de problemas de salud, responsabilizado por la necesidad de sacar adelante a su hijo, y aterrado de que haya heredado sus cualidades como médium.

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Los peligros de fumar en la cama, de Mariana Enriquez

Los peligros de fumar en la camaTras el éxito en España de Las cosas que perdimos en el fuego es entendible el deseo de Anagrama por capitalizarlo de alguna manera; poner al alcance de sus lectores otro libro de Mariana Enriquez mientras su recuerdo se mantiene encendido. Pero como los procesos creativos no atienden a estas necesidades, la editorial ha vuelto sus ojos hacia Los peligros de fumar en la cama; una colección de relatos publicada en Argentina en 2009. En el caso de que se haya leído Las cosas que perdimos en el fuego, esta detalle me parece de la máxima relevancia: puede marcar su lectura de forma decisiva. Aunque Los peligros de fumar en la cama abre de nuevo las puertas a una realidad igual de insidiosa, puede hacerse decepcionante si no se recalibra cualquier expectativa generada.

Así sus tres primeros cuentos, “El desentierro de angelita”, “La virgen de la tosquera” y “El carrito”, me han despertado sensaciones encontradas. Contienen detalles atractivos (el tono macabro del primero; la manera de reflejar el capricho adolescente del segundo y la comunidad maldita del tercero) pero andan cortos de intensidad dramática, sus atmósferas son un tanto insustanciales y sus conclusiones no aciertan a reconducir la impresión. Mejor funciona “El aljibe”, la cuarta historia. Resulta inquietante cómo las mujeres adultas de una familia proyectan sobre su joven protagonista todo un arsenal de limitaciones, frustraciones y miedos. Sin embargo se hace realmente turbador cuando toda esa mierda deviene en parte imprescindible de su esencia. El potencial ilimitado inherente a la infancia queda coartado y destruido hasta el punto de impedirle una vida normal. Igualmente Enriquez hace uso muy hábil de la figura del narrador. Se retrotrae hacia un momento concreto del pasado e introduce la atmósfera a través de una descripción donde las memorias de la infancia se exponen de modo impresionista para desarrollar las consecuencias de manera más prolija cuando el personaje central cobra conciencia, junto al lector, de lo ocurrido.

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Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enriquez

Las cosas que perdimos en el fuegoDe las colecciones de relatos que leí en 2016, el mejor recuerdo me lo ha dejado Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enriquez. Vale, fue de las últimas lecturas del año, ese estimable potenciador del recuerdo a la hora de elaborar cualquier “Lo mejor de…”. Pero ofrece detalles que suponen un estimable valor añadido, caso de su coherencia en la acreción de las narraciones elegidas para aparecer en él. Sin huir de la diversidad, están conectadas por una serie de enfoques, una cierta unidad estilística y un tono dentro de los cuales cada pieza individual crece y se beneficia del resto. En esa secuencia Enriquez evoca una Argentina a lo largo de los últimos 30 años azotada por la crisis económica, la desigualdad, un machismo atroz y las secuelas de la dictadura militar. Una realidad cruda donde las víctimas endurecen su mirada y se sirven de su dolor bien para golpear a sus verdugos, bien para tomar su lugar como si su padecimiento no hubiera existido. Los gestos de humanidad reciben como recompensa un castigo psicológico, antesala de un sufrimiento físico hurtado ocasionalmente por un final elíptico .

Mi relato preferido es el que lleva el titulo del libro. Abre la mirada a un presente extrañado donde grupos de mujeres, hartas de observar cómo se hacen oídos sordos a los actos de violencia machista, inician un acto de protesta incontestable durante el cual, si sobreviven, quedan desfiguradas. Tras superar la convalecencia en el hospital, salen a la calle y se exhiben en los espacios públicos como si nada hubiera ocurrido, convirtiéndose en portavoces de un cambio social a múltiples niveles. Enriquez escribe desde una narradora que parte de lo concreto (una de estas mujeres entra en el metro, se cuenta cómo va vestida, las reacciones que despierta…) para llegar a lo general, con una aproximación distante quebrada después de su transformación. La solución como una válvula de escape se describe desde una racionalidad aterradora.

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