Ella dijo destruye, de Nadia Bulkin

Ella dijo destruyeCuando apareció en 2017 no daba dos duros por la supervivencia de La biblioteca de Carfax, y aquí estamos, en 2022, con más de dos docenas de libros publicados, agarrándose al mercado como el mejor jinete de rodeo. Lo están logrando no sólo con lo que sería previsible: publicar novelas. Sus editoras apuestan fuerte por un formato, el relato, fundamental en la historia del terror pero aquejado de serios problemas para afianzarse entre el público contemporáneo. En algunos casos de escritoras jóvenes que, tengan o no fama, llevan bastante lana. Todavía no me he acercado a las colecciones de Gemma Files o la de Elizabeth Engstrom aparecidas en 2021, pero si se parecen a lo que he podido disfrutar en Ella dijo destruye (2020), su lectura merecerá la pena.

Nadia Bulkin nació en Indonesia de un padre de ese país y una madre estadounidense. Esta mezcla se hace evidente en los dramas alrededor de los cuales escribe la docena de historias aquí recogidas, junto a la presencia de los mitos de su país de nacimiento y una ineludible tensión generacional. El despertar o la irrupción de estos enfrentamientos dentro de una pareja, una familia, una población, un país, viene acompañado de una nítida posición de compromiso con las víctimas de una serie de procesos políticos, sociales, económicos que, desde fuera, el discurso dominante considera superados. Esta manera de afrontar el espanto, el terror y el horror, aquí en alternancia de relato a relato o incluso dentro del mismo cuento, me ha recordado poderosamente a la de Nathan Ballingrud. Quizá menos descarnada, sin duda igual de intensa.

El epítome de Ella dijo destruye es “Zona de convergencia intertropical”, las vicisitudes del subordinado de un general en las acciones previas a hacerse con el control de su país. Ese objetivo se afianza gracias a los sacrificios a una criatura que lo guía en su ascenso. Bulkin dramatiza una serie de situaciones primas hermanas de las que auparon a Suharto hasta el gobierno de Indonesia. Encadena escenas de una crueldad ascendente que culminan en un acto con un potente contenido simbólico por lo que supone de síntesis de lo contado. A nivel individual la entrega de sus fieles no supone protección para el hambre del tirano. Y a nivel colectivo es patente la negación de un futuro para un país convertido en alimento para el ego del genocida. Bulkin adapta su estilo a las demandas de su historia y narra de manera tremendamente efectiva. Enhebra un texto lacónico que busca la contundencia expresiva por encima de la evocación.

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Episodes, de Christopher Priest

EpisodesEn la reseña de The Gradual (2016) ya me mostraba sorprendido por el vigor creativo de Christopher Priest a lo largo de esta década. Si bien todavía no ha llegado a la fecundidad de los autores más prolijos, tras su aparición ha publicado dos nuevos libros: An American Story, una novela sobre el 11S y la disonancia entre las historias oficiales y las paralelas, y este Episodes, un volumen particularmente interesante. Supone su primera colección de relatos en mucho tiempo. De hecho, si descartamos The Dream Archipielago, el libro que recoge las historias breves que se desarrollan en este lugar narrativo, es su primer libro de relatos desde Un verano infinito, publicado en 1979. Hace justo 40 años.

Este pequeño acontecimiento encuentra explicación en uno de los textos de acompañamiento de Episodes. Priest reconoce que su inspiración casi siempre ha estado guiada por la escritura de novelas, y la mayor parte de sus escasos relatos surgieron después de un encargo. No es algo que tenga connotaciones negativas, pero sí llama la atención en un entorno tan dominado por la ficción breve como la ciencia ficción, un género al cual ha estado vinculado desde mediados de los 60. Y debo confesar que, a pesar de mis reservas dada la pequeña decepción con The Gradual, hay en Episodes material potente. Quizás no al nivel de Un verano infinito, una colección engendrada al inicio de su período de plenitud como escritor, en la fecunda tierra entre la ciencia ficción de inspiración wellsiana de Un mundo invertido y el fantástico de naturaleza más ambigua de La afirmación. Sin embargo en Episodes ofrece dos o tres piezas con enjundia suficiente como para recomendar su lectura.

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Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enriquez

Las cosas que perdimos en el fuegoDe las colecciones de relatos que leí en 2016, el mejor recuerdo me lo ha dejado Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enriquez. Vale, fue de las últimas lecturas del año, ese estimable potenciador del recuerdo a la hora de elaborar cualquier “Lo mejor de…”. Pero ofrece detalles que suponen un estimable valor añadido, caso de su coherencia en la acreción de las narraciones elegidas para aparecer en él. Sin huir de la diversidad, están conectadas por una serie de enfoques, una cierta unidad estilística y un tono dentro de los cuales cada pieza individual crece y se beneficia del resto. En esa secuencia Enriquez evoca una Argentina a lo largo de los últimos 30 años azotada por la crisis económica, la desigualdad, un machismo atroz y las secuelas de la dictadura militar. Una realidad cruda donde las víctimas endurecen su mirada y se sirven de su dolor bien para golpear a sus verdugos, bien para tomar su lugar como si su padecimiento no hubiera existido. Los gestos de humanidad reciben como recompensa un castigo psicológico, antesala de un sufrimiento físico hurtado ocasionalmente por un final elíptico .

Mi relato preferido es el que lleva el titulo del libro. Abre la mirada a un presente extrañado donde grupos de mujeres, hartas de observar cómo se hacen oídos sordos a los actos de violencia machista, inician un acto de protesta incontestable durante el cual, si sobreviven, quedan desfiguradas. Tras superar la convalecencia en el hospital, salen a la calle y se exhiben en los espacios públicos como si nada hubiera ocurrido, convirtiéndose en portavoces de un cambio social a múltiples niveles. Enriquez escribe desde una narradora que parte de lo concreto (una de estas mujeres entra en el metro, se cuenta cómo va vestida, las reacciones que despierta…) para llegar a lo general, con una aproximación distante quebrada después de su transformación. La solución como una válvula de escape se describe desde una racionalidad aterradora.

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Mataré a vuestros muertos, de Daniel Ausente

Mataré a vuestros muertosLas cuatro damas, Los nombres muertos, las dos primeras novelas Holmesianas de Rodolfo Martínez, Infierno nevado, Profundo, El joven Lovecraft… durante los últimos lustros las obras de “inspiración” Lovecraftiana también han arraigado en España hasta el punto de constituir un género en sí mismo. Se podría llegar a pensar que, a imagen y semejanza de las historias de espada y brujería a lo Conan, el número de combinaciones entre sus elementos son limitadas y leídas un par leídas todas. Sin embargo el material de partida es tan maleable y tan fácil de adaptar a cualquier lugar del espacio y el tiempo, que siempre resulta atractivo acercarse a ver los nuevos enfoques. Tal es el caso de Mataré a vuestros muertos.

Desde su primera página, Daniel Ausente establece las pautas del escenario. Una Barcelona urbana heredera de la temática quinqui de los años 80: vida en las calles, pisos donde se trapichea con droga, fiestas clandestinas en locales clausurados… Es una geografía abonada para pandilleros, madres coraje, estudiantes… gente de barrio enfrentada a un mal que ha vuelto a tomar forma tras años de inactividad. Y, puntualmente, introduce breves flashes del pasado a través de pasajes en primera persona, fragmentos a través de los cuales penetran narradores que escapan a esa perspectiva general.

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Ominosus

OminosusNunca he sido muy fan de Lovecraft. Mi iniciación a sus Mitos llegó a través de La llamada de Cthulhu, aquel juego de rol en el que la cordura de tu personaje duraba menos que un sobre en una sede del PP. A raíz de aquellas tardes enfrentado a batracios legamosos, criaturas fungosas y presencias ominosas, me leí Dagón y otros cuentos macabros, una de las colecciones publicadas por Alianza. La verdad, no me sentí atraído en exceso por unas historias escleróticas, atravesadas por un lenguaje demasiado recargado para mi tierno gusto. Más tarde leí En las montañas de la locura, relatos aquí y allá, y entré mejor en ese mundo insensible ante el sufrimiento de los personajes que pululaban por él. Pero mi mente ya estaba más orientada hacia otro tipo de lecturas y apenas he vuelto a él puntualmente, más a través de otros autores observando sus mitos bajo “otra mirada” que mediante su obra. Sin embargo en los últimos meses ha regresado a mi pila indirectamente… y con fuerza.

En Navidad devoré El rito, la novela de Laird Barron publicada por Valdemar. Quedé atrapado por su recreación de los grandes temas de Lovecraft y cómo Barron los utilizaba para aproximarse a otras inquietudes caso del pavor que produce lo femenino entre un grupo significativo de varones. Además como huevo de pascua incluía su propia versión de lo que hizo Angela Carter en La cámara sangrienta, arrancando cualquier rasgo edulcorado a un cuento clásico, “El enano saltarín”, y recreándolo hasta incrustarlo en todo su salvaje esplendor dentro de la cosmogonía de su novela. Como cuando uno se siente atraído por un fogonazo queda con ganas de más, he terminado llegando hasta la antología Ominosus; la ofrenda de Fata Libelli a la ficción de tintes lovecraftianos que incluye una novela corta de Barron.
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