La verdad es que no tengo ni idea de si Mariana Enriquez habrá leído o no el artículo “Argentina y los muertos sin adiós”, de Rafael Sánchez Ferlosio, pero, si no, creo que su lectura podría ser un abrazo en el tiempo, un reconocimiento ‘sincero y espontáneo’[1] entre afinidades y pensamientos parecidos. Porque si, como dice Nadal Suau, es cierto que los desaparecidos son una “recurrencia enriqueziana”, entonces, al leer el artículo, vería Enriquez que Ferlosio también trataba de entender cómo afecta la desaparición al que se queda, la paradoja de saber y no saber si alguien vive, en el más bonito artículo que se haya escrito en prensa impresa. Vería que Ferlosio trataba de entender la confusión en la que se queda el quedado cuando el ido se va sin despedirse. De lo necesaria, para los primeros pasos de la reparación emocional, que es la linde de la despedida, de lo reconfortante que es saber que al menos has podido decir adiós. Y así como Ferlosio trató de entender qué consecuencias tiene la desaparición, de racionalizar sus mecanismos y el porqué de sus efectos lacerantes, Enriquez ha ahondado en las desapariciones en sí, en las circunstancias y en las consecuencias metafóricas que desgarran al que se queda, y le añade literatura y metafísica oscura en Nuestra parte de noche: en la novela se convocan también esas zonas intermedias, de existencia ambigua, como se describe en el artículo, y así la escritura de Enriquez y la de Ferlosio, complementarias, conforman un mapa de significados de la desaparición. De Mariana Enriquez hay un cuento-perfección –“La hostería”– que ya exploraba la herencia histórica de las desapariciones. Para que entendamos algo, aunque sea poco.
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Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enriquez
De las colecciones de relatos que leí en 2016, el mejor recuerdo me lo ha dejado Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enriquez. Vale, fue de las últimas lecturas del año, ese estimable potenciador del recuerdo a la hora de elaborar cualquier “Lo mejor de…”. Pero ofrece detalles que suponen un estimable valor añadido, caso de su coherencia en la acreción de las narraciones elegidas para aparecer en él. Sin huir de la diversidad, están conectadas por una serie de enfoques, una cierta unidad estilística y un tono dentro de los cuales cada pieza individual crece y se beneficia del resto. En esa secuencia Enriquez evoca una Argentina a lo largo de los últimos 30 años azotada por la crisis económica, la desigualdad, un machismo atroz y las secuelas de la dictadura militar. Una realidad cruda donde las víctimas endurecen su mirada y se sirven de su dolor bien para golpear a sus verdugos, bien para tomar su lugar como si su padecimiento no hubiera existido. Los gestos de humanidad reciben como recompensa un castigo psicológico, antesala de un sufrimiento físico hurtado ocasionalmente por un final elíptico .
Mi relato preferido es el que lleva el titulo del libro. Abre la mirada a un presente extrañado donde grupos de mujeres, hartas de observar cómo se hacen oídos sordos a los actos de violencia machista, inician un acto de protesta incontestable durante el cual, si sobreviven, quedan desfiguradas. Tras superar la convalecencia en el hospital, salen a la calle y se exhiben en los espacios públicos como si nada hubiera ocurrido, convirtiéndose en portavoces de un cambio social a múltiples niveles. Enriquez escribe desde una narradora que parte de lo concreto (una de estas mujeres entra en el metro, se cuenta cómo va vestida, las reacciones que despierta…) para llegar a lo general, con una aproximación distante quebrada después de su transformación. La solución como una válvula de escape se describe desde una racionalidad aterradora.