A finales de los años cuarenta, Stanislaw Lem se encontraba en un momento vital complicado. Por un lado, su novela, El hospital de la transfiguración, no recibía luz verde para ser publicada por culpa de una censura que le exigía continuos cambios, y, por el otro, no se decidía a presentar su tesis de licenciatura en medicina para no acabar destinado como recluta forzoso en una guarnición militar de provincias. Así que los problemas económicos acuciaban a un atribulado Lem. Pero haciendo caso a una sugerencia de un amigo del Consejo de Escritores decide pergeñar a toda velocidad una novela de ciencia ficción, escrita con todas las concesiones posibles para pasar la censura sin problemas y que, inesperadamente, cosecharía un enorme éxito que salvaría la carrera y casi la vida de Lem; Astronautas, la novela que Impedimenta, embarcada en la sagrada misión de traducir y publicar todo Lem en castellano, ha lanzado recientemente en una cuidadísima e impecable edición.
Tal y como las circunstancias en las que fue concebida, escrita y publicada sugieren, Astronautas es una novela que ni de lejos alcanza el nivel de las posteriores obras de Lem, es más, a ratos resulta bastante ladrillo por diversas razones. Pero antes de entrar en materia cerremos rápidamente el trámite de contarles el argumento. En un futuro lejano en el que el mundo ha abrazado el socialismo y la humanidad ha derrotado a la peste, la guerra y el hambre, una sonda extraterrestre se estrella en Tunguska. En su interior los científicos descubren un aparatito que ha estado monitorizando a los seres humanos con aviesas intenciones y se determina que su origen es el planeta Venus. Así que como es mejor prevenir que curar, se envía a Venus la nave interplanetaria Cosmócrator tripulada por una expedición de científicos que determinarán el alcance y la dimensión de la amenaza venusiana y harán algo al respecto (si pueden).
En la introducción del libro se cargan casi todas las culpas del adoquín literario sobre los sapos que Lem se vio obligado a tragar para ahorrarse problemas con la censura. Concesiones que se traducen principalmente en ese futuro que sirve de marco a la novela, un feliz paraíso socialista de los trabajadores que ha sido abrazado racionalmente por una Humanidad que por fin ha entrado en razón (era inevitable). Así que, fraternalmente unidos en el socialismo, la civilización humana se ha convertido una imparable máquina científico-tecnológica lanzada a la re-terraformación de la Tierra a lo grande; ¿que hay sequía? pues presas gigantescas, ¿qué hace frío? pues derretimos el polo con un anillo nuclear suspendido desde el espacio. Industria pesada y energía nuclear, de cuando el equilibrio ecológico era cosa de burgueses y nenazas, grandiosos proyectos de ingeniería que inflaman el corazón y la mirada de las mujeres y los hombres en hermosos carteles de propaganda. Esto es lo bonito de los regímenes más o menos totalitarios, que a cambio de los imprescindibles sacrificios nos ofrecen a las masas una retórica irresistible, la del orgullo de formar parte de algo más grande que nos supera, mientras que a las democracias burguesas del libre mercado únicamente les queda la gestión del miedo, el consumismo, los youtubes de cachondeo y la Singularidad ésa mágica que me da que no va llegar jamás. Tal y como se quejaba un compungido Buzz Aldrin, por culpa de Facebook nunca sabremos lo que es sentirse como Dioses explorando el espacio y moldeando planetas a base de pepinazos nucleares.
Esto es algo que se nos olvida muchas veces cuando hablamos de ciencia ficción, que el objeto principal de su discurso es, la mayoría de las veces, el presente, que es testimonio de miedos, ansiedades, ambiciones y sueños, de una manera de ver y entender el mundo atrapado en un tiempo y una circunstancia. En este sentido también me han parecido interesantes otros detalles digamos, ideológicos de la novela. Por ejemplo, el armónico internacionalismo que reina en los congresos científicos (por contraste, todavía me acuerdo abochornado de la escena de la película norteamericana de propaganda, The Martian, de Ridley Scott, en la que un mando intermedio de la NASA cuñadea a un ingeniero aeronáutico chino sin venir a cuento para alardear de los éxitos de la carrera espacial USA en el momento más inoportuno) o ese piloto protagonista, nieto de un norteamericano, negro, pobre y comunista, que se ha visto forzado a emigrar a Rusia y cuyo descendiente acaba pilotando el cohete más importante de la historia de la humanidad. Eso sí, mujeres no aparecen ninguna, aunque las que se mencionan así de pasada suelen ser arquitectas o técnicas, a diferencia de su habitual papel de amas de casa, amantes, camareras, secretarias o lumis del espacio como llegó a proponer valientemente Heinlein en “Todos ustedes, zombies”. Es muy probable que la movilidad social o la igualdad entre los sexos no fuese la realidad del sistema socialista, pero como mínimo era un ideal propagandístico aceptable, un logro deseable promovido por el Estado.
Pero aparte del corsé de la censura, donde creo que radica el mayor problema de Astronautas, es en que Lem se nos muestra (al menos aparentemente) fascinado por la ciencia y su potencial casi ilimitado como herramienta para entender y cambiar el mundo, opinión que, es preciso señalar, cambiaría de modo radical a lo largo de su obra. Además, Lem es uno de los escritores más rigurosos a la hora de basar sus argumentos en firmes principios científicos, evitando casi siempre la fantaciencia tan querida a los escritores anglosajones. Virtud que en este caso juega en su contra; el texto abunda en largas disertaciones didácticas sobre tecnologías y teorías largo tiempo obsoletas realmente ilegibles, como el capítulo que describe la construcción y funcionamiento de la nave espacial que ha de llegar a Venus, el Cosmócrator, o las casi cien páginas iniciales de congreso científico con sabios arrojándose teorías unos a otros hasta que en un repente a alguno se le ocurre la solución, un recurso éste del congreso y las teorías científicas que emplearía más tarde con mayor brevedad y mucha ironía y sorna, aquí ausentes, en Fiasco o Solaris. Así que el resultado es que el lector ha de superar casi doscientas páginas bastante arduas de leer antes de llegar a la exploración del planeta Venus, donde Lem se parece bastante más al Lem que conocemos y amamos.
En este último tercio de la novela, donde los científicos exploran los misterios de Venus, la narración se encauza en lo que podríamos calificar de “aventura científica de intriga” que presagia novelas posteriores como El Invencible, por poner un ejemplo fácil. La investigación del origen de la sonda y lo ocurrido con la civilización venusiana es como bálsamo para el fatigado lector, y ha envejecido sorprendentemente bien. Aquí, en la exploración de los paisajes misteriosos, casi surrealistas, como salidos de los pinceles de Yves Tanguy, asoma el inmenso talento de Lem en el que ya se aprecia esa enorme capacidad para la imposible descripción de lo alienígena, anunciando al escritor que, en mi opinión, mejor ha concebido y descrito lo absolutamente ajeno, los seres y entornos realmente extraños, intrigantes y hermosos. Asimismo, y aquí disiento ligeramente con el autor de la introducción, la resolución es un alegato antimilitarista contra la incipiente carrera de armamentos, un tema que aparece en otras obras de Lem, endulzado con la obligada retórica propagandística para colársela a los censores.
Pues esto es Astronautas, una obra de escaso valor literario quizá, pero de una importancia inmensa en la carrera de Lem, la materialización de una hebra del azar, de una irónica paradoja, la novela primeriza escrita a toda prisa en un momento de apuro que posibilitaría que el escritor polaco se convirtiese en uno de los más importantes autores de la ciencia ficción mundial.
Astronautas (Astronauci, 1951), de Stanislaw Lem
Ed.Impedimenta, 2016. Traducción de Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz
Rústica con sobrecubiertas. 408 pp. 22,80€