El libro del Sol Nuevo, de Gene Wolfe

Hola. El aviso de siempre, en el análisis que van a leer a continuación se destriparán muchas de las claves, giros argumentales y, por supuesto, el final de El libro del Sol Nuevo, si todavía no la han leído y quieren hacerlo con la mirada limpia y acabar con la cabeza como un bombo, háganlo ya mismo y vuelvan luego. Para el resto, pongánse cómodos, ánimo y a por el ladrillaco.


“Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores -a muy pocos lectores- la adivinación de una realidad atroz o banal”.- Jorge Luis Borges (“Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”)

Recibía la semana pasada la noticia del fallecimiento de Gene Wolfe con cierta resignación estoica muy severiana; era de esperar. En algún artículo más o menos reciente sobre el escritor norteamericano, se le describía como un hombre cuya situación recordaba mucho a la de Allan Dean Weer, el desdichado protagonista de Paz, un anciano deprimido y solo, habitando una casa vacía tras la muerte de su esposa Rosemary a causa del Alzheimer en 2013, soledad aliviada únicamente por la visita de alguno de sus famosos fans. Para añadir sal a la herida he de reconocer que hacía años que no seguía lo que regularmente se iba publicando con su firma; tras un par de pinchazos, y como lector inmisericorde, consideraba que lo mejor de su producción había pasado ya, sumido en el pozo en la reiteración de temas y, sobre todo, técnicas narrativas, con independencia de que se ajustaran mejor o peor a lo que quería contar. No hay que descartar tampoco una cuestión de mezquindad lectora, Wolfe era uno de mis ídolos literarios de juventud en esto del fantástico (no exagero si digo que mi vida dio un vuelco comparable a que me atropellara un trailer de veinte toneladas el día que, a mis tiernos dieciocho años, adquirí de una tacada dos minotauros mágicos; Neuromante y La sombra del torturador), cuyas La quinta cabeza de Cerbero, El libro del Sol Nuevo o la serie de Latro me tuvieron fascinado y obsesionado durante años, libros en los que primaba la sutileza, el juego intelectual, la belleza estética de la prosa y la vívida recreación de extraños mundos futuros mediante la pericia estilística. Obras que me hicieron crecer como lector, estimulando mi curiosidad y mi participación activa en el acto de leer (me aticé los dos tochos de Los mitos griegos de Robert Graves sólo para desentrañar las claves de Soldado de la niebla, todavía tengo pendiente hacer lo mismo con las Historias, de Heródoto). Recuerdo con inocencia, casi con ternura, como al leer La quinta cabeza de Cerbero y descubrir alguno de sus entresijos, Wolfe, un escritor inteligentísimo y extremadamente culto, hacía que yo, jovenzuelo recién salido del cascarón, me sintiera más listo y mejor lector (he de recordarles que por aquella época yo era un pequeño Lovecraft con escasa autoestima, espero sepan entender estas tontadas de juventud). Pero, desgraciadamente, ocurre que muchas veces los lectores somos desagradecidos y mezquinos y exigimos nuestra ración de lo mismo de siempre, alucinar vivídamente con lugares extraños y exóticos, sentir de nuevo esa emoción de enamorarnos de un artefacto literario por primera vez. Y ése vértigo ya no lo tenían las siguientes obras de Wolfe que cayeron en mis manos; ni Puertas, ni, el por mí esperadísimo, Nocturno del Sol Largo (el primer tomo del Libro del Sol Largo cuya traducción quedó inconclusa), ni Especies en peligro, ni Castleview, ni Soldado de Sidón... Poco a poco mi infatuación con Wolfe fue decayendo sin remedio, con algún repunte como la inesperada traducción de Paz. Pero al enterarme de la triste noticia de su fallecimiento y sintiéndome ya como ese señor mayor al que sólo se le despierta alguna emoción medio muerta cuando encuentra a una amistad perdida hace años en las esquelas del ABC, no pude negarme al requerimiento del Señor de C; era el momento de acometer la tarea que siempre me pareció que estaba por encima de mis escasas capacidades y pagar mi deuda con Wolfe y con El libro del Sol Nuevo, una obra cuya fascinante ambientación y endiablado juego intelectual, me tuvo obsesionado durante años.

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Doomsday Morning, de C. L. Moore

Doomsday MorningCuando se cumplen veinte años desde el arranque de la colección SF Masterworks, llega una nueva línea dispuesta a arrojar más luz sobre nuestras incipientes canas. Como su propio nombre indica, Golden Age SF Masterworks viene a cubrir una época denominada como la edad de oro de la ciencia ficción, marcada por la Segunda Guerra Mundial, que provoca división de opiniones a la hora de concretar su inicio, su final y sus principales artífices.

Doomsday Morning se publica por primera vez en 1957. Ateniéndonos a la cronología oficial, estaría a caballo entre esa edad de oro de la ciencia ficción y la new wave, la cual se situaría entre las décadas de los sesenta y los setenta. Sin embargo, nombres célebres como Robert Silverberg contradicen esta catalogación, añadiendo que la edad de oro no terminó en los años cuarenta, sino que los cincuenta también forman parte de la misma. Es cuando comienzan a publicar de manera más frecuente nombres como Jack Vance, Frederik Pohl, Arthur C. Clarke, C. M. Kornbluth, Ray Bradbury, Alfred Bester y otros muchos que han nutrido sus cabezas de ideas leídas durante los años previos en las revistas de género. Una de ellas, la célebre Astounding Science Fiction, editada por John W. Campbell desde finales de los años treinta.

No soy un experto en la historia de ciencia ficción, ni pretendo serlo, por lo que no voy a entrar en datos más exhaustivos o analizar en detalle el artículo de Silverberg que acompaña a Doomsday Morning. Sin embargo, valga esta introducción para fijar la difusa marca con la que la editorial inglesa Gollancz separará su existente ‘SF Masterworks’ y esta nueva colección a la hora de definir un catálogo que por el momento cuenta, entre otros, con E. E.´Doc´ Smith, Harry Harrison, Henry Kuttner o el caso que nos ocupa, C. L. Moore. No es casualidad que haya mencionado a Henry Kuttner en este listado de escritores. Catherine Lucille Moore se casa con Kuttner en el año 1940 y esto impacta directamente en el devenir de Moore y su obra.

Conocida como C. L. Moore para ocultar su género y poder ser publicada en una época desgraciadamente difícil para ser mujer, Catherine es, junto a otro puñado de mujeres, una de las pioneras en el arte de escribir y, con suerte, publicar ciencia ficción. Desde 1933 su obra comienza a verse en revistas pulp como Weird Tales o en la ya mencionada Astounding Science Fiction. Desde el momento en que se inicia la vida en común con Kuttner, Moore y su marido colaboran numerosas obras y relatos bajo seudónimos como Lewis Padgett o Lawrence O´Donell. Ella continuó, sin embargo, escribiendo algunos relatos, siendo en 1957 cuando apareció su primera y única novela, Doomsday Morning.

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Kentukis, de Samanta Schweblin

Kentukis¿Qué tienen en común el manual de seguridad de una retroexcavadora y La mano izquierda de la oscuridad, de Ursula K. Le Guin? La argentina Samanta Schweblin utiliza extractos de ambos textos como citas introductorias a su Kentukis (Literatura Random House), y eso dice mucho acerca de las tripas de la novela. Por un lado (“Antes de encender el dispositivo, verifique que todos los hombres estén resguardados de sus partes peligrosas”) nos habla sobre el aparato bruto, desnudo. La tecnología es neutra, impersonal y fría; puede resultar útil, pero también peligrosa, dependiendo del uso que le demos. Por otro (“¿Nos contará usted de los otros mundos allá entre las estrellas, de los otros hombres, de las otras vidas?”), nos evoca la curiosidad innata del ser humano, el romanticismo, la pátina de fascinación con la que a menudo revestimos las vidas de aquellos a los que no conocemos. Y esta dualidad es precisamente el eje central de Kentukis.

Los “kentukis” del título son unos dispositivos con forma de muñeco, controlados a distancia por un usuario, que hacen furor en todo el mundo. Una persona puede escoger entre comprar un “kentuki” para tenerlo en casa a modo de animal de compañía o adquirir un código que le permitirá controlar a un “kentuki” vía online. La conexión se realiza al azar en el momento en el que un muñeco y un código son activados, por lo que ni amo ni mascota tienen posibilidad de saber de antemano a quién se encontrarán al otro lado.

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Circe, de Madeline Miller

CirceMadeline Miller novela en Circe la vida de este personaje mientras sistematiza toda la mitología a su alrededor. Una tarea esta, la reescritura de un mito griego en clave feminista, que tiene su más afamado antecedente en La antorcha de Marion Zimmer Bradley; la guerra de Troya contada por Casandra, hija de Príamo, condenada a ver ignorados todos y cada uno de sus augurios. Miller se apoya en “Homero”, Hesíodo, Píndaro u Ovidio para construir un relato en primera persona que abarca desde la infancia de Circe hasta su liberación del yugo como ser legendario.

La introducción, el enfrentamiento entre Titanes y Olímpicos, sigue los pasos de lo que vendría a ser un poco Mitología 101. La familia de Circe se alinea con los primeros para, una vez concluido, dejarlos bajo el escrutinio del Olimpo y la continua sospecha de una futura rebelión. Hija del dios Helios y la oceánide Perseis, Circe muestra desde su niñez rasgos alejados del resto del panteón griego. Como en los mitos, los dioses, semidioses, ninfas, dríadas, héroes… de Miller viven entregados a satisfacer sus pasiones sin aparente espacio para el remordimiento o la empatía. Mientras, la pequeña diosa muestra unas “debilidades” más próximas al carácter humano. Así, alivia sensiblemente el tormento al cual se ve sometido Prometeo o mantiene durante su juventud una relación de complicidad con su hermano Eetes. También hay lugar para comportamientos más propios de deidades, caso de su enamoramiento de Glauco y su elevación a la categoría de dios o el ardid ideado para castigar a Escila, la ninfa de la que Glauco se había enamorado, el desencadenante del destierro de Circe en la isla de Eea. Inicio del segundo acto de la novela, marco de la tarea más ardua de Miller.

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El mundo que Jones creó, de Philip K. Dick

El mundo que Jones creóNo he visto nunca mencionada esta novela entre la aristocracia de la obra de Dick. La impresión que me ha causado es (vaya por delante) tan favorable, que supongo que ese pasar por alto tiene que deberse a alguna anomalía. Podría mencionar el hecho de que se considere genéricamente menor la producción anterior a Tiempo desarticulado (1959), publicada tres años después y que se suele calificar como su primera gran novela. Sin embargo, voces tan autorizadas como la de John Clute destacan Lotería solar (1955), que es incluso anterior a El mundo que Jones creó, más enrevesada, peor acabada y con menos momentos brillantes. Por no mencionar la cuantiosa producción de cuentos de Dick en esos primeros años de carrera, incluso tan adaptados al cine.

Supongo que, simplemente, El mundo que Jones creó debió ser, por varios motivos que mencionaré luego, realmente demasiado en su momento. Y la hora de redescubrirla ha quedado enterrada por la propia fecundidad de su autor.

En cuanto a los lectores españoles, en el mío propio, la imagen secundaria de esta novela supongo que procede de su edición de 1960 en Cénit, que recuerdo como la habitual porquería mutilada y traducida por un juntaletras imaginativo pero poco ducho en el idioma. En este caso un caballero llamado Mariano Orta Manzano que veo que por entonces igual tradujo a Dostoievski que a Ivo Andric o Los Cinco. Yo la leí, hubo una época de mi vida que leí todo Dick a mi alcance en castellano, pero mi único recuerdo es el de un texto que no funcionaba. Cuando hice estudios sobre el autor para Cátedra ni se me ocurrió releerla, dando por descontado que sería una obra primeriza, menor.

¿Vengo a decir acaso que está a la altura de Ubik, El hombre en el castillo o Los tres estigmas de Palmer Eldritch? Seguramente no. Pero desde luego tampoco habría que ponerla en el estante de las flipadas sin remedio tipo Simulacra o Nuestros amigos de Frolik 8, sino más bien en el de novelas de mérito que contribuyen a la imagen de Dick como grande de las letras del siglo XX, caso de Ojo en el cielo o Esperando al año pasado. Vuelvo a insistir en algo que ya he escrito alguna vez: durante bastante tiempo se consideró que la obra de Dick era bastante uniforme, y lo es sin duda alguna en aspectos estilísticos o temáticos, pero desde luego no en cuanto a resultados.

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Novecientas abuelas, de R. A. Lafferty

Novecientas abuelasLa R y la A que preceden al apellido Lafferty significan Raphael Aloysius. Novecientas abuelas, una de sus colecciones más conocidas, recuerda, en su tono directo y parco, a los relatos de Robert Sheckley. Son cuentos directos y expeditivos.

Alérgico a las complicaciones literarias, técnicas y reputadas de un Samuel R. Delany,  Lafferty se mueve con soltura en un terreno de cuentos generalmente cortos, imbuidos de un sentido del humor que sobrevive a las traducciones, eficaces en su aparente sencillez y contundentes en sus críticas.

El Robert Silverberg de Unfamiliar Territory o el Clifford D. Simak de All The Traps of Earth, por poner dos ejemplos de mi estantería elegidos al azar, cuidan más la escritura, le sacan más brillo a sus imágenes, e implantan sus imaginarios en lugares muy alejados de la ciencia ficción rutinaria, urbana y como de entre semana de R. A. Lafferty. Esto no lo digo como descrédito del autor: igual que Sheckley, a Lafferty le interesa insertar o sugerir el sentido de la maravilla los martes o los miércoles, no los festivos de guardar. Coge elementos “consuetudinarios que acontecen en la rúa”, o “lo que pasa en la calle”, como diría Machado, y les añade ese sutil toque de ciencia ficción con una prosa llena de bocinazos, timbres e ingenio.

James Tiptree, Jr., Cordwainer Smith, Ray Bradbury, Stanislaw Lem o hasta Walter Tevis –no tan conocido como cuentista–, han escrito mejores piezas literarias de ciencia ficción en formatos breves. (Cada uno tiene sus cuentistas favoritos, y estaría bien enumerarlos y explicar el porqué). Lo que le pasa a Lafferty, lo único malo de sus cuentos, es lo mismo que lastra la calidad de los textos de Isaac Asimov: su abuso del diálogo. Ese parece ser el único recurso literario que dominen. Siempre es todo diálogo, todo gira a su alrededor y eso no es tan sugestivo como una descripción, un monólogo o la simple pero inexplicable fuerza narrativa que implica el ir del punto A al punto B y del B al C.

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El sombrero del malo, de Chuck Klosterman

El sombrero del maloUna de las contradicciones más fascinantes a la que nos expone la ficción es nuestra atracción por la figura del villano. Cómo personajes con características deplorables, además de dominar la narración hasta el punto de eclipsar a sus némesis, en muchas ocasiones se convierten en la razón básica por la cuál el lector/espectador se siente atraído por la historia a niveles difíciles de explicar. Más cuando, analizadas racionalmente, esas características que lo convierten en seductor se sentirían deleznables si se presentaran en alguien real. Esa disociación con la que convivimos sin estridencias, origen de situaciones tan curiosas como que personajes públicos de una pretendida moral intachable como Barack Obama afirmen sin rubor que su personaje favorito de una serie como The Wire sea Omar Little, es la base de la cual Chuck Klosterman parte en El sombrero del malo. Un ensayo que explora la figura del villano en la cultura popular, la actualidad mediática y nuestra cotidianidad.

Klosterman, avezado periodista de quien Es Pop ya había publicado Fargo Rock City, planifica El sombrero del malo con ingenio. Aborda los temas a tratar desde una docena de ensayos de entre 15 y 20 páginas más o menos estancos, iniciados muchas veces desde una anécdota, una lectura o alguna observación personal. Los acompaña de una breve introducción y una especie de conclusión donde Klosterman toma presencia con, si cabe, mayor hincapié. Expone cómo llegó a interesarse por las ideas guía de este libro y, en un giro inesperado, incluso se sitúa como sujeto de análisis. Es su manera de acercarse a la miseria del ciudadano de a pie, quien alejado de las primeras planas puede comportarse de manera pareja a los que acusa de miserables o aúpa a su propio panteón de villanos personales.

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