El presente insoslayable

Las ideas que uno tiene pueden ser simples esbozos, ocurrencias, o merecer un desarrollo. Entiendo que mucha gente vierte sus ocurrencias en las redes sociales. Yo tengo la típica libretita en que las dejo en barbecho, por si en algún momento crecen y vale la pena convertirlas en un texto. Si no sirven para eso, mejor no sacarlas a la luz. Entre otras frases sueltas que sólo yo entiendo, a veces mínimamente desarrolladas, estaba «El presente insoslayable», idea que pegó el estirón cuando leí el artículo «Se está escribiendo menos ciencia ficción que nunca».

Su autor, John Tones, es alguien con muchos más conocimientos sobre la literatura de ciencia ficción que el periodista corriente de medio de comunicación generalista, y goza de la suficiente perspectiva quizá para ver cosas que pueden pasarnos inadvertidas (o podemos asumir como naturales) a quienes estamos dentro. La tesis, como podrá verse, es un aggiornamiento del viejo tema de «la muerte de la ciencia ficción», aunque esta vez apoyada en algún opinador tan inesperado como Orson Scott Card. Si bien se fundamenta en un artículo de hace nada menos que ocho años, a la que suma algunos datos sobre las ventas de libros.

Nunca fui un defensor de la idea de la muerte del género cuando se polemizaba al respecto, pero sí insistí en que corría el riesgo de volverse irrelevante. En la época en que campaba a sus anchas material tan para muy cafeteros como los space opera fluffy de Lois McMaster Bujold, mi impresión es que las obras que podían entrar en la discusión pública llegaban desde fuera del mercado especializado. Como ejemplo, El cuento de la criada de Margaret Atwood se publicó el mismo año en que Bujold comenzó su carrera literaria y ganaba el Hugo la increíblemente naif y pajillera El juego de Ender. Pese al éxito comercial de esta última, el recorrido en términos de relevancia e influencia de ambas no resiste comparación.

De ahí surgió con el tiempo la moda de las distopías, que el género «especializado» ni percibió más que tangencialmente, y la ya explicada deformación del empleo del término para uso comercial y a la postre también irrelevante. Entretanto, la ciencia ficción se volvía cada vez más metarreferencial y centrada en diferenciar sus argumentos con pequeñeces o tropos no significativos, con la idea de satisfacer a los nuevos grupos de lectores incorporados al género (mujeres, jóvenes, comunidad lgtbiq+…). Y surgía la respuesta reaccionaria contrapuesta. A cambio, se producía la conversión de la cf «importante» en nicho: Tones cita como esperanzas (mostrando ahí información pero de nuevo muy desfasada) a Ted Chiang, que publica un cuento cada dos años o así; Greg Egan, que a estas alturas se autopublica; y Cixin Liu, que desde 2010 sólo ha dado a la luz cinco cuentos, ninguna novela. Podríamos sumar a Paolo Bacigalupi, Ken Liu, Cory Doctorow y Peter Watts para conformar una «generación perdida» de autores a los que el cambio generacional y los atractivos de lo audiovisual han atropellado cuando estaban en su teórica plenitud creativa.

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Algunos apuntes sobre Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy

Meridiano de sangreA – Me sorprende que Meridiano de sangre no manche de rojo profundo las estanterías en las que pasa sus días y sus noches. Que no gotee su lomo hasta dejar, cayendo lento y espeso, un charco de horror histórico en el suelo. Esas páginas, chapoteantes. Pero más importante que la sangre que recorre el libro es todo lo que implica el correr de esa sangre, lo que explica de nosotros como especie y cuánto define el origen de un mito: la patria. (Horrenda palabra, lo sé, pero aquí la uso para socavarla con el libro de McCarthy en mente).

Pero antes, otra cosa.

B – No soy muy dado a encontrar equivalencias exactas entre obras, ni, si las encuentro, a darles mayor importancia, a otorgarles un significado más determinante del que realmente tienen –otra cosa es el rastro de la influencia–. Pero –ah, la importancia de los ‘peros’– en Meridiano de sangre creo que se pueden espigar algunas equivalencias que son algo más que mero hallazgo. Llamativas equivalencias, sobre todo, con Moby Dick.

Es sabido que la novela de Melville era la favorita de McCarthy –signifique eso lo que en el fondo signifique– y creo que las equivalencias aquí trascienden el simple homenaje, la comprensible coquetería de arrimar el ascua a tu sardina favorita, por decirlo así. Se propuso McCarthy, y se consideró capaz y uno diría que con razón, de crear un personaje tan misterioso, tan escurridizo al análisis como Ahab y la ballena albina. Pues venga, a ver esos parecidos.

Ambos libros empiezan con cortas, cortantes frases de tres palabras; también, en los dos, bastante al principio, hay un sermón de importancia capital, así como en los dos hay, también, y también al inicio, un profeta, imbuido de no sabemos qué conocimiento, que advierte al protagonista de los eventos que sucederán. Y todo esto, que no parece demasiado –porque verdaderamente no lo es–, sólo es la nebulosa que rodea a lo que yo diría que de verdad importa aquí (y omito a conciencia el hecho de que las dos novelas se compongan de títulos de dos palabras y consiguiente subtitulo, por parecerme, esto sí, un parentesco demasiado superficial): lo que sí me parece, como digo, cargado de intención, de significado que entronca un texto con una tradición anterior, es el hecho de que el juez Holden sea él mismo el equivalente humano del cachalote albino. Ahí le tenemos: inmenso, lampiño como la cera, y uno diría que atemporal y por tanto cargado de conocimientos misteriosos. Como Moby Dick.

Como símbolos de difícil clasificación, el juez y la ballena danzan y nadan en el mismo espacio, en la misma intención. Holden, o la ballena blanca, no son Ahab, que tiene raigambre y motivos humanos; son algo que nos trasciende y nos deja con las manos vacías.

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Feliz cuarto de siglo cYbErDaRk.NeT

Cyberdark

Es gracioso lo que hace el tiempo con mis recuerdos. Mientras que otras personas son capaces de reconstruir conversaciones al pie de la letra como si citaran el diálogo de un clásico del cine, servidor ha terminado con una macedonia de retazos que tengo que detenerme a conectar mientras pienso cuándo y cómo sucedieron. Siempre a tientas valorando lo que pueden haber inyectado mis emociones o el simple paso del tiempo. De ahí, por ejemplo, que escriba tantas reseñas. Son mi agarre para recuperar ideas más allá de saber que leí un libro en concreto.

No recordaba si fue en marzo o en abril del año 2000 cuando David Fernández envió a varias listas de correo el mensaje con la creación de una base de datos con libros de ciencia ficción y fantasía: cYbErDaRk.NeT. No encuentro evidencias en La Internet, o al menos con la mierda de buscadores que tenemos a estas alturas del siglo XXI; ese gigantesco zoco en que se han convertido Google, Bing, el SEO y el resto de monetizadores de nuestro día a día en la red. Ir al lugar donde se produjo el anuncio es imposible (ya no queda rastro de yahoogroups). Con curiosidad he recurrido a la siguiente evolución del medio preguntándole a ChatGPT. Y se ha inventado todo, desde la fecha hasta las personas que colaboraban con la web. Al menos ha mostrado que en las formas es un campeón. Cuando incapaz de proveer una mínima fuente se lo he señalado, me ha pedido muchas disculpas.

McLuhan sacaría conclusiones apasionantes de estos tiempos.

El hecho es que fue el 29 de febrero de 2000 cuando llegó aquel mensaje. Al menos así lo tengo escrito en Aburreovejas. Uno de los contados fragmentos que quedan de aquella época, a la espera de que alguien los conecte a través de una historia. Mientras un explorador de la cultura popular cartografía (o no) lo que quede de esos vestigios entre los que los vivieron, un cuarto de siglo más tarde todavía se puede acudir a su legado como testimonio.

Veinte años después de su creación ahí continúa La tercera fundación, la base de datos literaria más importante en castellano, heredera de Cyberdark (y Terminus Trantor). Una referencia indispensable para cualquiera que realice una mínima investigación sobre cualquier texto de fantasía, ciencia ficción o terror publicado en nuestra lengua. Miedo da pensar lo que ocurrirá cuando la asociación detrás de su conservación, Los Conseguidores, padezca el transcurrir de los años como lo padecemos el resto. También queda la tienda que ayudó a mantenerla, resistiendo el embate de Amazon contra todo pronóstico. El único lugar donde todavía se puede acceder a ciertos libros que, aunque parezca mentira, no están disponibles en el gran mercado.

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“Papi siempre lleva razón”: Robert A. Heinlein en el siglo XXI

Expanded Universe

En 1961, Robert A. Heinlein dijo que la John Birch Society, un think tank de ultraderecha creado tres años antes, era “preferible a los liberales y los conservadores moderados, aunque sea una organización fascista”. En 2016, la John Birch Society aseguró que la elección de Donald Trump como presidente hacía posible que al fin “muchos de nuestros impulsos fundacionales hayan llegado a la Casa Blanca”.

A la muerte de Heinlein en 1988 se creó un galardón con su nombre para “impulsar y premiar el progreso en las actividades comerciales en el espacio”. Ha sido otorgado sólo tres veces: a Elon Musk, Jeff Bezos y Peter Diamandis. Lo primero que aparece en Google al buscar quién es Diamandis es que organizó un evento en enero de 2021 en Santa Mónica, en el que cobraba 30.000 dólares por asistencia, y en el que a pesar de difundir algunos tratamientos alternativos muy singulares sobre el covid (por ejemplo, ketamina), la práctica totalidad de los asistentes se contagió por la absoluta falta de medidas de prevención.

Entre los doce libros que Elon Musk asegura que le cambiaron la vida, cita La Luna es una cruel amante y Forastero en tierra extraña. Paul Allen, uno de los cofundadores de Microsoft, es otro admirador confeso.

Milton Friedman, el célebre economista ultraliberal que fue uno de los fundadores de la Escuela de Chicago, asesor de los gobiernos de Augusto Pinochet o Margaret Thatcher, publicó en 1975 una recopilación de ensayos titulado There’s No Such Thing As a Free Lunch, Aunque esa frase existiera de antes, Heinlein fue quien la popularizó en La Luna es una cruel amante, novela que Friedman elogió por la época de su publicación original.

Mientras que la influencia de Ayn Rand en la visión de la política conservadora actual es un hecho bien conocido, la de Heinlein parece pasar en comparación de puntillas. Todo en torno a la situación de Heinlein hoy resulta chocante: el que tradicionalmente se consideró como uno de los “tres grandes” del género no tiene ahora mismo más que un libro a la venta para el lector español, la juvenil Ciudadano de la galaxia. Como es natural, en consecuencia, Heinlein está fuera del debate. Mientras su obra quizá sea más importante que nunca como referente ideológico, por ejemplo entre los miles de entradas de esta web en sus años dedicados al género no hay una sola sobre él. Posiblemente lo único que sepa sobre Heinlein cualquier lector de cf de menos de treinta años es que era un señor antiguo y rancio, sobre el que se ha discutido muchas veces. Aunque quizá sea quien más ha cumplido ese secreto sueño de la cf de dar forma a la realidad, más que anticiparla.

¿A nadie más le parece fascinante esta extraña combinación?

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La ciencia ficción es un caleidoscopio verbal

Imágenes de cf

Cómo llenarte, soledad, sino contigo misma
Cernuda

Una de las ventajas de leer ciencia ficción, si queremos verlo así, es que estás menos solo. Esto pasa con todo tipo de lecturas, claro, porque todas acaban siendo un lienzo de imágenes entrelazadas que puedes recordar. Pero con la ciencia ficción es un poco distinto. Un poco mejor.

El caleidoscopio verbal que es nuestro género se queda retenido en la memoria a la espera del disparador que lo haga florecer. Y el imaginario asociado está tan alejado de lo que nos rodea en nuestro día a día que es, en general, la propia ciencia ficción la que hará de acicate para que se activen sus bobinas verdeazuladas como en un cine. Como el cine que en el fondo son. Así, leer es un disparador de la memoria. Con otro tipo de lecturas puede suceder lo mismo pero la ciencia ficción, aunque tenga tanto y tanto subgénero, tiene en común la deformación de la realidad, y cada una de sus particularidades, cada deformación individuada, te puede retrotraer a otra.

Esa es, seguramente, la diferencia principal con el otro tipo de lecturas. Podemos leer alguna novela que quiera reflejar lo que llamamos realidad, y sus descripciones, limpias como espejos, nos podrán recordar muchas cosas. Pero evocarán tanto, tanta cosa diferente, que no las asociaremos a las otras literaturas de las que puedan venir. Con la ciencia ficción, en cambio, sí: está más acotada porque una descripción remitirá siempre a otra descripción perteneciente al género. Ese límite hace que los recuerdos sean ilimitados; entre la narrativa así llamada realista, que tiene menos límites porque lo incluye casi todo, nos perdemos, y la capacidad asociativa, por tanto, merma.

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No es país para viejos y sus parecidos con la ciencia ficción lúgubre

No Country For Old Men

No era la mejor idea. Le iba a enviar a Nacho un texto sobre la elipsis en La carretera donde venía a decir que esos agujeros argumentales y hasta cierto punto temáticos expanden mucho el radio de la novela. Llegaba a decir que la novela ‘es puro presente sin futuro’. Bueno. Pues muy bien. Se ha escrito mucho sobre eso y en esta misma página hay textos más interesantes, más sugerentes sobre La carretera que el apunte que había pensado como colaboración veraniega para C.

Pero como llevo algo más de un año metido en una fase muy Cormac McCarthy, he caído ahora en que la otra novela más o menos menor (pero absolutamente cautivadora y pesadillesca), de su obra, también merece su apunte propio en esta página, un apunte que no me ha dejado en paz desde que la leí, por primera vez, hará ahora cuatro o cinco meses.

Creo que se le pueden buscar parecidos sorprendentes a No es país para viejos. Ese western contemporáneo y urbano e hiperviolento recupera el espíritu, aunque suene raro, de Alien, de Terminator, de la saga de los Berserker de Fred Saberhagen. Ya en esa primera página en la gloriosa cursiva característica de su autor nos dice el narrador –uno de ellos– que una vez envió a un chico a la cámara de gas, que el chico no mató por pasión ni por rabia ni enfado sino por cálculo, porque quería y sabía desde siempre que tarde o temprano lo iba a hacer. Y en esa primera página y media afina McCarthy el tono y la temperatura del texto de un mundo amoral y sanguinario. Sitúa ese mundo marcado por el horror de la ultraviolencia gratuita en 1980, o sea que para cuando se publica estamos viviendo en el sucedáneo de esa involución.

Es ese el mundo que no es para viejos, porque en Anton Chigurh –la imparable máquina asesina que siempre cumple– hay una determinación casi sobrehumana para matar. No se para ante nada y ese camino hacia la tortura y el asesinato salvaje y mecánico es como una larga vía de tren sin fin. En Alien pero sobre todo en Terminator vemos esa misma determinación, es un avanzar imparable y esa vocación para matar es tan dura, tan arcaica, que parece que el mundo caiga desflecado ante su paso.

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Una propuesta de lectura de Mi año de descanso y relajación, de Ottessa Moshfegh

I felt like sleeping for five years but they wouldn’t let me.
Charles Bukowski

Mi año de descanso y relajaciónNo es casualidad que Eudald Espluga escogiera la novela Mi año de descanso y relajación de Ottessa Moshfegh para empezar su ensayo sobre el desgaste emocional y físico que define nuestro tiempo. En No seas tú mismo. Apuntes sobre una generación fatigada, Espluga mencionaba que la narradora “quiere desaparecer, perder la conciencia de su propia subjetividad” –tan asqueada está de todo–, y para eso necesita un entorno nuevo, desprendido del que ya conoce, que le permita ser algo diferente. Necesita que las exigencias, las emociones y el futuro que le espera, cambien. Necesita un mundo nuevo porque el que conoce, para ella, no sirve. Es así que se puede leer esta novela como un relato postapocalíptico, como un fin de mundo (o como la consecuencia de ese fin de mundo).

El título de la novela se refiere al año de descanso que se autorreceta la protagonista como cura ante la hostilidad del mundo en el que vive. Es el fin de la velocidad y la hiperabundancia de hechos que marcan la vida joven de la narradora que vive en Nueva York sin problemas económicos (por la por otra parte traumática herencia recibida por orfandad). Todo se detiene. En medio de esa vorágine de producción continua, de esa fatiga de la que habla Espluga en su ensayo, Moshfegh hace un alto en el camino, detiene la maquinaria, e imagina una historia en la que la protagonista y narradora no hace nada, absolutamente nada, más que dormir y empastillarse para dormir. Ese paréntesis, aparte de lo que tiene de rechazo de todo un sistema de vida, social y económico, del que no nos podemos escapar, o del que como mínimo parece que no nos podamos escapar, tiene muchos aires de relato postapocalíptico por lo que tiene de consecuencia devastada de un mundo en el que ya no se puede vivir.

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El reino afecto o era sólo cuestión de voluntad

La escrituraPublicar y que te reconozcan no es lo mismo para todo el mundo. Esto, que puede parecer de cajón, no lo es, y no está de más repetirlo para recordarlo y para que los motivos arraiguen, o empiecen a arraigar, de una vez, en nosotros. Quizá debería decir, de todos modos, que lo que no es lo mismo para todo el mundo es, simplemente, llegar a publicar. Y no es lo mismo porque hay impedimentos sociales o burocráticos, que no tienen nada que ver con el talento, que dificultan o directamente imposibilitan la escritura. O dicho de otra manera: algunas vocaciones quedan atrofiadas por limitaciones extraliterarias.

Sin tiempo para escribir no podrás publicar, eso está claro. Pero, aparte de que hay que indagar en lo que hace que no tengamos tiempo, hay muchos otros motivos por los que llegar a publicar acaba siendo un proceso disuasorio, y no siempre los tenemos en mente ni son tan evidentes (porque lo que no me afecta a mí, no existe). La editorial Las afueras ha recuperado dos conferencias de Tillie Olsen que, bajo el título de una de ellas, Silencios, indagan en las circunstancias que obstaculizan la escritura y en el hecho de que determinados sectores tengan muchas más dificultades, para escribir y publicar, que otros.

Dice Tillie Olsen: “la mayoría de las grandes obras de la humanidad surgen a partir de aquellas vidas que pueden permitirse una dedicación y entrega completas”. Y Sergio Chesán, en “La literatura no es lugar para pobres’”, lo ha dicho, hace poco, así: “¿Quién puede permitirse ese sosiego del que hablan, ese trabajo constante, si, en un mundo cada vez más precarizado, las jornadas laborales interminables y la eterna angustia por no poder pagar el alquiler impiden el grado de dedicación que ellos mismos consideran indispensable?” Este es quizá el tema con el que casi todos y todas nos podemos identificar más fácilmente. Es un silenciamiento de clase, fácil de entender por lo visible que es, por lo extendido que está: trabajamos tanto que no podemos escribir. (Se puede sustituir ese ‘escribir’ por lo que sea, claro).

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Una inesperada definición del sentido de la maravilla

Moby Dick

…y por ello (…) le llamaron loco.

Herman Melville

Releyendo, así por azar, unas páginas sueltas de esa delicia inigualada que es el Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer de David Foster Wallace, me detuve, esta vez sí, en la mención que hace al capítulo 93 de Moby Dick, titulado “El náufrago”. Y ¿por qué ahora sí y en el momento de la lectura original no? Ni idea. Pero, intrigado, quise ver cómo describía Melville esa sensación de estar solo y perdido en alta mar, e imagino que, al haber leído ya, entero, el texto de Wallace, la gula por leer hasta el final se había atenuado (un poco, al menos), y así me pude permitir el lujo de parar y seguir por el camino que proponía, coqueta, la digresión de esa referencia.

Desandando el camino, pues, que va de Foster Wallace a Melville, releí el capítulo de Moby Dick, esta vez en inglés, y aparte de tener la sensación, cada vez más convincente, de estar ante un poema en prosa en lugar de ante una novela, vi que en las palabras melvilianas, en el imaginario que teje, estaba la definición de nuestro tan ondeado sentido de la maravilla.

Foster Wallace menciona el capítulo porque, de pequeño, solía “memorizar las informaciones acerca de siniestros causados por tiburones,” y, después de enumerar varios de esos casos, recuerda que, cuando descubrió, en la preadolescencia, la novela de Melville, terminó “escribiendo tres ejercicios distintos sobre el capítulo “El náufrago””. No intervienen los tiburones en este tramo de Moby Dick, a diferencia de en otros, pero entra dentro de esa categoría que califica de ‘siniestro’, y de ahí los deberes entregados. Que menudos deberes, supongo. ¡Como para corregirlos!

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Tras el 11S

La crítica

Tras el 11S, alguien entrevistó a Umberto Eco y le preguntó qué opinaba sobre las causas y las consecuencias del atentado.

Eco respondió:

Imagino que me pregunta eso porque me considera un pensador, ¿no? Pues déjeme que lo piense.

Es una de las formas más exactas y sencillas con que he visto describir el trabajo intelectual: pensar mucho, durante mucho tiempo, aplicando sistemas de análisis.

Muchos críticos de cine o literatura o teatro o cómic ―de hecho, la mayoría― escriben sus juicios al poco tiempo de acabar la obra. No profundizan realmente en los textos, sino en sus impresiones inmediatas sobre los textos. Son dos tipos de acercamientos muy, muy diferentes a la realidad.

Hay críticos brillantes y experimentados que salvan bastante bien los muebles, pero ninguno de ellos negará que ni una sola de sus críticas escritas de ese modo está a la altura de un análisis cuidadoso de la obra. En los análisis cuidadosos, que requieren varias recepciones y examen riguroso de los diferentes elementos estéticos (personajes, estructura, imaginarios espaciales, temporales, voces narradoras, estilos, tradiciones, idiologemas…), la impresión cambia a menudo y, si no llega a cambiar totalmente, sí cambian numerosos elementos, salen a flote detalles no considerados, implicaciones inesperadas… Todo crítico sabe esto. Incluso cualquier estudiante de Filología debería saber esto.

¿Por qué entonces no solo los profesionales, sino casi todo el mundo, se muestra tajante y postulador e inflexible cuando emite un juicio sobre una obra que ha visto solo una vez?

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