Tuvieron que avanzar hacia el oeste. Así lo pareciera. Que fuera por fatalidad. El ir con mercenarios, ex soldados o fanáticos en cruentas batidas para ensanchar el territorio, para extender las fronteras y por tanto la dominación, pareciera cosa del destino. Pero ¿cómo se hizo? ¿Por qué esa expansión? ¿Qué argumentario se usó para justificar la aniquilación de los pueblos autóctonos y la posterior anexión de sus tierras?
Quizá tengamos una idea y una imagen juntando libros de dos autores a primera vista tan inconexos como Cormac McCarthy y Noam Chomsky.
Meridiano de sangre –estremecedora novela de los años ochenta tan bien pensada, tan bien escrita, tan atmosférica y tan gráfica a la vez, con personajes tan sobrecogedores que su presencia, apuntada a veces sólo con un par de palabras, modifica tu ánimo hasta pasado el tiempo de la lectura– explota en tus manos exacerbando todo lo que cabe en el largo espectro de la imaginación. Y es tan fascinante en su imaginario y tan intimidante en sus implicaciones y responsabilidades históricas que otorgarle el membrete de obra maestra parece casi un desdoro. Y si ahí tenemos, sobre todo, el imaginario de esa expansión hacia el oeste, en Estados fallidos. El abuso de poder y el ataque a la democracia, de Noam Chomsky, tenemos, entre otras cosas, la explicación de las motivaciones que llevaron a los blancos a expandir su voluntad anexionista y genocida, la demostración de que siempre se ha dado igual, y así, quizá, sumando lecturas, seguramente podamos encontrar también el común origen del que venimos todos.
En Meridiano de sangre viajan al oeste para ensanchar sus fronteras, descabellando a los autóctonos con sus afilados cuchillos bowie, por el mismo motivo que analiza Chomsky en Estados Fallidos. En la transición de la página 36 a la 37 de la novela de McCarthy, al menos en la versión original que he leído, se explica así: “Ahora mismo están formando una comisión en Washington para venir aquí y dibujar las fronteras entre nuestro país y México. No creo que haya duda alguna de que con el tiempo Sonora será territorio de Estados Unidos. Y Guaymas un puerto de Estados Unidos”, y, un poco más adelante, añade el narrador, “los americanos podrán llegar a California (…) y los ciudadanos al fin estarán protegidos de las notorias manadas de asesinos que a día de hoy infestan las rutas por las que están obligados a viajar”. No hay, qué duda cabe, deseo alguno de conocimiento en la mirada ni en los pasos de las expediciones hacia el oeste: lo que hay es ganas de extender el suelo autoadjudicado como propio y, para conseguirlo, se creerán autorizados a liberarlo de sus antiguos, primeros moradores. Vemos así la enloquecida, tanática expansión hacia el oeste en la envolvente y majestuosa prosa de McCarthy.
Más: “Tenemos que ser los instrumentos de liberación en una tierra oscura y problemática”. El matiz es relevante: se autoadjudican el papel de salvadores, como diciendo, nos expandimos al oeste para protegernos de esos salvajes y poder seguir hacia adelante sin peligro. ‘Como diciendo’, no: afirmando. Vemos en la novela, en este pasaje no particularmente llamativo, cómo la expansión al oeste se justifica (con motivos falsos e interesados) por el supuesto peligro que representan los habitantes nativos de estas tierras para la santa paz de los colonos. En Chomsky leemos cómo eso crea o ha ido creando un doble rasero según el cual nosotros, que tenemos el poder, podemos expandir nuestras tierras para protegernos o decir que nos protegemos, pero, si lo hacen otros pretextando lo mismo, lo consideraremos un ataque y lo utilizaremos para contraatacar e invadir. (La lista de ejemplos históricos que ofrece Chomsky es larga. Muy larga). Algunas palabras, en Estados fallidos, sobre las “justificaciones para la conquista”, en esa misma época, son que “la guerra se justificaba en la defensa propia”, y, más adelante, que “la conquista vino impulsada por legítimas preocupaciones de seguridad”. Quizá no sea el mejor momento para desbrozar el argumentario de Chomsky ni su inabarcable erudición sobre esta constante histórica del poder invasor, entre otras cosas porque el libro está ahí y se puede consultar, pero encaja, esta idea, con lo que se describe en Meridiano de sangre. Enlaza el imaginario de la novela, y por tanto a la novela, con una sucesión de horrores históricamente contrastados y extiende su alcance hasta ese trasfondo de terror y de agravios históricos irresueltos.
McCarthy nos dio el imaginario y Chomsky las ideas, pero teniendo en cuenta que toda idea es una imagen, y que en toda imagen hay ideas, los gestos de estos autores, complementarios, se funden en uno solo, escalofriante y cierto. Lo que impacta de las descripciones de la novela no es lo salvajes que son (que también), porque no es la violencia por la violencia lo que se persigue en esas páginas: es la descripción de algo más, de un modus operandi organizado, como aprendemos al leer a Chomsky, y cuyo argumentario no desapareció con el siglo XX. En estas lecturas vemos la inversión del deber moral.
La novela es McCarthy, que nos sienta y nos dice: mirémonos en este espejo, somos hijos de esta violencia. (Algo que también haría, algunos años después, aunque con mucha menos capacidad, Martin Scorsese en la muy tibia Gangs of New York). McCarthy tiene un gusto y un talento especial para esas escenas de violencia gráfica: las carga, con su lenguaje tan poético y declamatorio, de un significado que, en ese contexto histórico, no es otro que el de nuestra identidad como especie histórica. Es el reverso de Juan Rulfo (autor al que tanto, por otra parte, se parece McCarthy): en la novela se explicita el horror que en Rulfo es contenido y casi secreto.
Esas escenas están ahí para recordarnos cuál es el timbre de esa época, de ese crisol del que venimos: el del asesinato y la lujuria por arrancar cabelleras. Estas incursiones en la violencia van pautando el avance por el territorio y por los años. Crean el ritmo histórico y social con el que se elimina un pueblo y crece otro, como si fueran, esos picos de masacres, esos sollozos y esos alaridos, el mantra que cohesiona el todo y conforma el talante del espejo que recrea McCarthy.
Y el juez Holden debe de ser uno de los personajes más misteriosos jamás pensados por mente humana. Aparece menos aún que el capitán Ahab, pero su presencia, inquietante y embrujadora, acaba siendo lo que lo determina todo. Tan es así que parece que las escenas en las que no aparece sean, antes que escenas con otros personajes, escenas sin el juez Holden. Nos cuesta entender que llegue a esos extremos de crueldad pero también nos admira todo lo que sabe y su in quebrantable capacidad para sobrevivir. Harold Bloom, en Cómo leer y por qué, dijo que “la magnificencia del libro –lenguaje, paisajes, personajes, conceptos– acaba por trascender la violencia y convertir la truculencia en un arte aterrador”. Sí, y yo diría que porque se insertó en una dinámica histórica que sigue vigente y porque en su violencia atemporal nos reconocemos.