La broma infinita, de David Foster Wallace

Infinite JestA veces hay que trocear un poco las cosas para entenderlas mejor. Si cogiésemos la literatura estadounidense y, por el bien de la comodidad y la cronología, la dispusiéramos como un fresco, la primera figura, mirando de izquierda a derecha, podría ser –o podría no ser– la de Poe con su bigote y un cuervo en el hombro, y podríamos seguir así, saltando de nombre en nombre, incluyendo tantas luminarias como quisiéramos, hasta llegar al último en ganarse un lugar en el fresco –al menos de momento– y que no sería otro que el de David Foster Wallace con su pañuelo en la cabeza. Sí, cierto, sólo por sus cuentos y ensayos ya podría tener un lugar destacado en ese fresco; pero si a todas esas palabras, a esas ideas y a ese humor, le añadimos la incomparable, realmente incomparable La broma infinita, entenderíamos por qué no sólo figuraría sino que, como la aparición en el muro, sobresaldrían enteras la presencia y el contorno de David Foster Wallace con su bandana y sus gafitas redondas.

Porque a ver, yo me pregunto: ¿de dónde viene este libro? ¿Qué es este libro, hoy y hace treinta años? ¿Algo se le parece, o se le acerca? Esta extravagancia de escritura e ideas, ¿qué es? Es algo más que un libro largo; libros largos hay muchos y no tienen el impacto ni provocan el asombro ni el desconcierto que sigue provocando, tanto tiempo después, la novela de Foster Wallace. Y libros largos con películas dentro, con piruetas metanarrativas y con una voluntad formal, más o menos vanguardista, también hay un puñado –como La casa de hojas, por citar una que ha sido comentada más de una vez en esta página– pero nada como La broma infinita. Hay un juego con el tiempo (sobre el que luego volveré), una manipulación de las expectativas, por así decir, que te desconcierta porque no sabes por qué pasa lo que pasa pero la fuerza (que me gustaría llamar) subléxica –o, lo que es lo mismo, esa desconocida fuerza que corre como magma por debajo del texto– hace que sigas leyendo, encantado por el ritmo, por el imaginario y por las ideas que se desprenden de la prosa, y en esto se ve cómo confía Wallace en la memoria del lector, en su inagotable capacidad para la sorpresa, algo que no se ve en otras novelas de envergadura parecida.

En La broma infinita hay una academia de tenis y ahí vemos a los adolescentes en la confusión de la competitividad y la preadolescencia; hay un centro de desintoxicación (que más que sobre la droga, como podrían serlo Yonki de Burroughs, la obra entera de Easton Ellis o el ciclo de Heroína y otros poemas de Leopoldo María Panero, La broma infinita es, como El jugador de Dostoyevski, sobre la adicción en sí), en el que se ve tanto lo que te hace la adicción como los métodos supuestamente enderezadores que emplean las instituciones que te acogen. Aparecen y desaparecen esos radios de acción en la novela, además de tantas microhistorias añadidas, sobre lo que luego me extenderé, hasta que más o menos empiezas a entender el contexto general de la historia, de esta historia que gira sobre sí misma hendiendo el espacio hasta llegar a lo que está oculto como si el impulso narrativo fuese el de esos vehículos taladro que veíamos en Las tortugas ninja. Y vemos también la destrucción de la familia, de la manera de relacionarse en este capitalismo contrahumano y cómo esto lleva a esa sensación de abandono.

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The Mandalorian o los rezagados del imperio

The Mandalorian

Decir que The Mandalorian reúne los talentos y los imaginarios del western y la ciencia ficción no es decir mucho, la verdad. Decir que logra encajar bien las idiosincrasias, a priori tan opuestas, de esos dos géneros, realmente no añade mucho a lo que hay que decir sobre la serie. Y no es que ‘haya’ que decir nada, pero las capas de ficción que se van añadiendo a un universo cerrado o, como mínimo, tan identificable y autosuficiente como el de Star Wars, tienen el problema de estar condicionadas por el argumento central, por la historia mayor en la que se entreveran. La historia tiene que encajar en otra, ya sea para continuarla o matizarla, y ahí está el verdadero reto. Al fin y al cabo, Jon Favreau, el creador de la serie, ya había jugado a unir los géneros en (la no muy buena) Cowboys & Aliens, o sea que eso no es nada nuevo.

A Jon Favreau hay que reconocerle que se ha atrevido con proyectos no muy seductores, y que ha cumplido donde no era fácil cumplir. ¿Una secuela de Jumanji? Pues sí: Zathura era Jumanji en el espacio y funcionaba la mar de bien. ¿Otra película navideña más pero con Will Ferrell y las cansinas muecas de Will Ferrell? Pues también: Elf, que ya tiene veinte años, es recordada hoy con cariño. La película tenía su consistencia y aportaba algo de frescura al azucarado submundo temático al que pertenece. ¿Grandes producciones Marvel? Claro que sí: sus enérgicas aportaciones a su universo (que no son santo de mi devoción), también son notables, como lo ha sido su osadía de reinterpretar clásicos Disney en cine de imagen real. Pero la aportación clave de Favreau a la cultura de nuestro tiempo es, queda claro, The Mandalorian.

Igual que Star Trek y las series que se van sumando a su universo (no sólo pienso en Lower Decks o Discovery sino, también, y tanto o más que en estas, en películas como Galaxy Quest o en la serie The Orville), The Mandalorian ya viene de antemano predefinida por las coordenadas a las que se adscribe, con todas las reticencias y adhesiones que eso puede provocar en el público. Es una serie Star Wars, por decirlo así, y enfrentarse a eso no es fácil porque expandir algo que ya existe y con la fuerza con la que existe, es un reto: todos te mirarán con recelo. Favreau parece que, como decía antes, encuentra sus mayores talentos (más que en la interpretación, sin duda) cuando se adentra en universos ajenos para aportar su propia visión de las cosas. Su creatividad mejora cuando se apoya en obras de terceros.

La serie transcurre después de los hechos de El Retorno del Jedi: el mandaloriano, el Din Djarin interpretado por un Pedro Pascal al que (casi) no le vemos la cara, se rebela contra sus contratistas –ya al inicio de la serie– y el mundo por el que se mueve es el residuo libertino y desestructurado de un imperio que ya fue. En ese contexto empieza todo, y vemos al cazarrecompensas encariñándose por sorpresa con ese encargo conocido comúnmente como bebé Yoda pero cuyo nombre aprendemos más tarde. Ese es el punto de partida. Una desobediencia. Una apuesta por la ternura entre las ruinas (vivas) del imperio.

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Pepe Carvalho, pulp fiction de primera

Manuel Vázquez Montalbán

El ciclo Carvalho de novela negra me parece una de las aportaciones culturales más importantes del último tercio del siglo XX en España. Tanto los personajes en sí, con Pepe Carvalho al frente, y secundarios memorables como Charo, Biscuter o Bromuro –a quienes tanto queremos– como la descripción de la propia ciudad de Barcelona, las recetas descritas para paladares apetentes y el comentario perspicaz y documentado sobre la cultura de su tiempo, son los rasgos –algunos de los rasgos– más idiosincrásicos del conocido ciclo de novelas de Vázquez Montalbán. En sí mismos ya le dan consistencia e identidad al ciclo, y casi personalidad humana, diría, una a la que te gusta volver, que quieres frecuentar.

La última novela que leí (antes de este apunte) del ciclo Carvalho fue, en 2018, El premio. Menor, francamente menor (con una escena de sexo tan mal descrita que acabas dudando de si el autor tuvo –hijo aparte– algo que decir alguna vez sobre actividades nocturnas), pero igualmente divertida y cumplidora. Aunque no sea una gran novela –ni siquiera una buena novela– la idea central sí que lo es, y acaba siendo pertinente la crítica que hace a la cosa cultural (recuerda a El banquete de las barricadas, de Pauline Dreyfus, o a esa catedral buñuelesca que es El ángel exterminador). Y aparte de esa idea central están los personajes, con su pesimismo social, con su amargura y, debajo, con su brillantez siempre crítica.

A menudo se habla de las novelas de kiosco, de la narrativa publicada en papel barato, en pulpa de papel cutre, y eso es precisamente lo que es este ciclo: su personalidad es puramente pulp. Llegó a miles de lectores en toda Europa con su escritura desenfadada, su crítica social y por cumplir, también, con unas normas internas, con unas expectativas que adscribían su escritura al imaginario de la novela negra y la insertaban en la narrativa pulp de éxito comercial pero también literario. Un inmenso mosaico social e histórico sobre Occidente, eso es el ciclo. Y sumadas las piezas, queda el pensamiento crítico y el marco histórico subsumido, hasta el punto de poder decir, como he hecho en la apertura de esta nota, que el ciclo de novela negra de Vázquez Montalbán es una de las aportaciones culturales más importantes de la transición y, de paso, del último tercio del siglo XX. Sí que hay títulos sueltos que son, en sí mismos, excelentes novelas. Pero quizá ninguno destaca como destaca el conjunto general que subsume todos los aciertos hasta el punto de opacar los fallos o las torpezas, casi siempre expresivas, verbales, y no estructurales o temáticas, de la serie de novelas.

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El reino afecto o era sólo cuestión de voluntad

La escrituraPublicar y que te reconozcan no es lo mismo para todo el mundo. Esto, que puede parecer de cajón, no lo es, y no está de más repetirlo para recordarlo y para que los motivos arraiguen, o empiecen a arraigar, de una vez, en nosotros. Quizá debería decir, de todos modos, que lo que no es lo mismo para todo el mundo es, simplemente, llegar a publicar. Y no es lo mismo porque hay impedimentos sociales o burocráticos, que no tienen nada que ver con el talento, que dificultan o directamente imposibilitan la escritura. O dicho de otra manera: algunas vocaciones quedan atrofiadas por limitaciones extraliterarias.

Sin tiempo para escribir no podrás publicar, eso está claro. Pero, aparte de que hay que indagar en lo que hace que no tengamos tiempo, hay muchos otros motivos por los que llegar a publicar acaba siendo un proceso disuasorio, y no siempre los tenemos en mente ni son tan evidentes (porque lo que no me afecta a mí, no existe). La editorial Las afueras ha recuperado dos conferencias de Tillie Olsen que, bajo el título de una de ellas, Silencios, indagan en las circunstancias que obstaculizan la escritura y en el hecho de que determinados sectores tengan muchas más dificultades, para escribir y publicar, que otros.

Dice Tillie Olsen: “la mayoría de las grandes obras de la humanidad surgen a partir de aquellas vidas que pueden permitirse una dedicación y entrega completas”. Y Sergio Chesán, en “La literatura no es lugar para pobres’”, lo ha dicho, hace poco, así: “¿Quién puede permitirse ese sosiego del que hablan, ese trabajo constante, si, en un mundo cada vez más precarizado, las jornadas laborales interminables y la eterna angustia por no poder pagar el alquiler impiden el grado de dedicación que ellos mismos consideran indispensable?” Este es quizá el tema con el que casi todos y todas nos podemos identificar más fácilmente. Es un silenciamiento de clase, fácil de entender por lo visible que es, por lo extendido que está: trabajamos tanto que no podemos escribir. (Se puede sustituir ese ‘escribir’ por lo que sea, claro).

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Sobre Mastodonia, de Clifford D. Simak

MastodoniaNo hace mucho dije en estas páginas que Clifford D. Simak se parecía a Delibes y a Steinbeck, y sí, claro, sólo hay que leerles, pero la imaginería pastoral o rural de Simak no es sólo un escenario, un sugerente tapiz de fondo sobre el que contrasta, cienciaficcionesca, la historia o argumento principal. Ese tapiz es parte de una aleación final en la que la ciencia ficción y el campo se han entretejido hasta crear una tercera estética nueva. Vale. Pero leída, ahora, Mastodonia, la novela de 1976, veo que hay otro apunte que se puede hacer sobre la obra de Simak. Un apunte que se puede extraer de varias de sus novelas, no sólo de ésta –aclaro– y es el de que en la defensa de lo rural no sólo hay una crítica al capitalismo, sino que, además, en el caso de esta novela, lo que hay o hace Simak es fundir en sus páginas al capitalismo con su hermano siamés, el imperialismo, en un todo indesligable (como es indesligable el baile de la pareja que baila).

Veamos cómo lo hace.

Asistimos en la novela a la formación de ese ente de control y dominio que es toda empresa. Para resumir: en la Wisconsin más rural descubren los protagonistas unos pasajes en el tiempo (creados por Catface, el cauto extraterrestre de facciones gatunas, perdido desde hace siglos en la Tierra, esperando volver a casa). Y así es como Catface, que se comunica telepáticamente, les permite visitar el Cretáceo, y ahí es donde el resorte se dispara: el instinto humano por la depredación despierta, hambriento –como era de esperar–, al ver la oportunidad que les ofrece el pasado no para el estudio, claro, sino para lucrarse con la venta de viajes en el tiempo para cazar dinosaurios.

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Subculturas. El colonizador y los paganos

Slugs

Els ulls passats per aigua / i tornats a posar.
(Los ojos pasados por agua / y vueltos a poner).
Gabriel Ventura

 

Cuando se menciona la subcultura, nada: todo el mundo como si oyera llover. Pocas reacciones despierta lo que ya se preconcibe como algo torpe, como algo irrelevante, y las pocas veces que periodistas y críticos toman la palabra por una obra subcultural es para analizarla en tanto que cosa menor, para interpretarla en un contexto de creatividad renqueante que no puede producir más que obras fallidas, y así pasar, impacientes, a otros asuntos de mayor interés periodístico. El carácter residual de la subcultura parece inevitable. Por eso, a veces, creo que hay que redefinir la palabra hasta que pierda esa acepción peyorativa que tiene; y otras, en cambio, creo que ya está bien que exista una corriente de obras y autores subterránea, ajena a los fastos de la cultura oficial, aislada en su madriguera, pariendo títulos despreciados por no respetar las normas de representación y pensamiento habituales. No deja de ser estimulante, ese desequilibrio.

Si la condición subcultural es vocacional e intencionada, bien: puede ser liberadora y puede que, en las anchuras de sus cauces, encontremos una irreverencia y una libertad que inspiren. Pero si la marginación está impuesta por prejuicios y el poder de los medios, mal: lo subcultural es entonces un terreno disuasorio, de asfixia de la creatividad. Es la consecuencia de un abuso de poder, y todo lo que salga de ahí, de esa intolerancia asumida, estará sentenciado. Ese terreno se convierte, así, en un entorno endogámico y encogido, de autoindulgencia y rencor (se pueden dar estas pasiones como reacción al desprecio institucional, no las menciono como rasgos distintivos ni privativos de la subcultura). No se trata de envidiar las plataformas de la cultura oficial, sino de erigir otras, paralelas, sin el activo rechazo de los medios y la intelligentsia de siempre. Se trata de coexistir entre líneas horizontales.

La subcultura no es el único espacio reservado para quienes no se pliegan ante determinadas exigencias de guion, pero sí está compuesto exclusivamente por quienes no se pliegan. De la subcultura nace lo friki, lo contracultural, lo underground (en etiqueta ya francamente desusada), y cada matiz que aportan esas subdivisiones retrotrae a esa actitud, tan propia de la subcultura, de rechazo a la norma.

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Pinceladas (V): Mariana Enriquez y las desapariciones, “Súbenos a casa”, de James Tiptree, Jr., y “Jeffty tiene cinco años”, de Harlan Ellison

Nuestra parte de nocheLa verdad es que no tengo ni idea de si Mariana Enriquez habrá leído o no el artículo “Argentina y los muertos sin adiós”, de Rafael Sánchez Ferlosio, pero, si no, creo que su lectura podría ser un abrazo en el tiempo, un reconocimiento ‘sincero y espontáneo’[1] entre afinidades y pensamientos parecidos. Porque si, como dice Nadal Suau, es cierto que los desaparecidos son una “recurrencia enriqueziana”, entonces, al leer el artículo, vería Enriquez que Ferlosio también trataba de entender cómo afecta la desaparición al que se queda, la paradoja de saber y no saber si alguien vive, en el más bonito artículo que se haya escrito en prensa impresa. Vería que Ferlosio trataba de entender la confusión en la que se queda el quedado cuando el ido se va sin despedirse. De lo necesaria, para los primeros pasos de la reparación emocional, que es la linde de la despedida, de lo reconfortante que es saber que al menos has podido decir adiós. Y así como Ferlosio trató de entender qué consecuencias tiene la desaparición, de racionalizar sus mecanismos y el porqué de sus efectos lacerantes, Enriquez ha ahondado en las desapariciones en sí, en las circunstancias y en las consecuencias metafóricas que desgarran al que se queda, y le añade literatura y metafísica oscura en Nuestra parte de noche: en la novela se convocan también esas zonas intermedias, de existencia ambigua, como se describe en el artículo, y así la escritura de Enriquez y la de Ferlosio, complementarias, conforman un mapa de significados de la desaparición. De Mariana Enriquez hay un cuento-perfección –“La hostería”– que ya exploraba la herencia histórica de las desapariciones. Para que entendamos algo, aunque sea poco.

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Good News, Everyone! (Sobre Futurama)

Futurama

Supongo que lo mejor es ir al grano, y decir que Futurama es una serie sobre la soledad. Cargada de personajes, de explosivas aventuras puntuales, de largas sub-tramas de evolución paulatina que recorren grupos de episodios y hasta temporadas enteras, de personajes terciarios que aparecen, desaparecen, y vuelven a aparecer para saludar un día por sorpresa, en Futurama hay, también, escenarios y planetas recurrentes, enteras secuencias extemporáneas e historias paralelas que se entrecruzan, para matizarla, con la trama principal. Es una serie expansiva, de largo alcance, con sus desarrollos y sorpresas, pero todo, en Futurama, está teñido de la triste constatación de lo solos que estamos, de que nos vincula, paradójicamente, la soledad en un mundo acelerado.

Añadido a la abrumadora soledad de los personajes está el otro tema capital de la serie: la definitiva destrucción de la familia. A diferencia de Los Simpson, Padre de Familia o Padre made in USA, donde la historia gira siempre en torno a la casa y la familia, en Futurama los personajes se reúnen siempre en el lugar de trabajo, que es lo que les une y da razón de ser (con lo que se adjudica sólo al trabajo el factor que fomenta la socialización), y la familia, en cambio –simplemente– no existe. Hay, en la narrativa norteamericana, un reducto de autores que se ha dedicado con encono a la destrucción de la familia, y es ahí donde pertenece Futurama. El núcleo familiar, tan evidente en las otras series, ha desaparecido en favor de la soledad extrema: el mundo de Fry es mil años más antiguo que el que le rodea (aunque ello no le afecte demasiado); Leela es la única superviviente de una raza alienígena que desconocemos (para luego descubrir otras cosas que no desvelo); Bender es un robot incapaz de relacionarse con otros robots, que depende de sus amigos humanos para escapar de sus tendencias suicidas; el profesor Farnsworth[1] vive solo, con su amargura y sus rencores, y sólo tiene su empresa de mensajería, la Planet Express, de la que pocas satisfacciones humanas obtiene; el Dr. John Zoidberg es el único de su especie en la Tierra, y así se lo hacen sentir el resto de sus compañeros; la joven Amy Wong, natural de Marte, está perdida y acomplejada y aislada de sus privilegios; y Hermes es el único personaje donde vemos los restos de lo que podríamos llamar ‘familia’: un hijo repelente y una mujer que a la mínima que puede se va con el secundario Barbados Slim.

Todos están solos, y, lo que es peor, se sienten solos, incomprendidos. La sensación de pertenencia, de sentirse parte de una familia, la encuentran únicamente, y de manera precaria y superficial, en el trabajo. En ese sentido, el trabajo ha invadido el espacio íntimo de las personas, ha engullido y excretado lo que antes era espacio para la vida privada. En Futurama la compañía y la calidez del semejante son algo lejano e inaccesible.

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Rafael Sánchez Ferlosio y la ciencia ficción

Sánchez FerlosioEs muy probable que lo que vaya a decir, que las palabras que ahora siguen, no sean más que una simple tontería. Pero bueno, a veces las cosas hay que decirlas igual. Es verdad que la relación entre Rafael Sánchez Ferlosio y la ciencia ficción, no fueron, precisamente, muy buenas; ni muy cordiales ni fructíferas. Él, que es una de las mayores aventuras del idioma en las que te puedes embarcar, dijo algunas cosas feas sobre nuestro género. Las cosas como son. En “Personas y animales en una fiesta de bautizo”, que abre sus Altos estudios eclesiásticos, habla de “las desmelenadas invenciones de la ciencia ficción”, mencionándolas como “inversión del escéptico, lúdico, prudente (…) espíritu científico”; y en esa obra maestra que recorre la barbarie humana que es Mientras no cambien los dioses, nada habrá cambiado, dice: “Y el sedicente ‘espíritu de aventura’ no es sino el elementalismo emocional vinculado a la mala literatura (…) o una regresión senil hacia las lecturas de infancia, con su percepción del mundo en clave de tebeo, por mucho que ese tebeo adopte los modernos escenarios de la ciencia ficción”. O la primera frase de ese mismo libro, por mí torpemente manoseada, hace poco, en el texto sobre humor y ciencia ficción, que es condescendiente y perfecta: “El desprestigio popular del espacio era completamente normal”. Visto así, la cosa es delicada.

Pero, primero: pensemos en los hechos. ¿Es un rechazo definitivo? ¿Radical? Porque, si vamos, como digo, a los hechos, a su obra, veremos que Ferlosio, cuando rechaza, rechaza bien, con argumentos, pensando, contextualizando y exponiendo, en frase poliarticulada, un pensamiento que socava lo que le es desagradable, lo que le es contrario al bien común del ser humano, con razonamientos y silogismos irresistiblemente persuasivos. ¿Ha sido merecedora de tales mecanismos de crítica ilustrada, la ciencia ficción, en Sánchez Ferlosio? Veamos.

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14 maneras de describir la lluvia, de Daniel Pérez Navarro

14 maneras de describir la lluviaBajo este sugerente título se halla una novela peculiar sobre una hija, un padre y el misterio que ambos ocultan. Un enigma relacionado con la profesión del padre y el origen de su hija que pone en peligro a todos los que se relacionan con ellos. Lo refrescante viene del camino elegido por Daniel Pérez Navarro para construir esta historia sobre el cambio generacional en un pueblo del litoral Mediterráneo, con gotas de thriller y de tebeo de superhéroes underground.

Como el propio autor ha revelado, en el estilo de 14 maneras de describir la lluvia se adivina la influencia de El Jarama. Tengo demasiado atrás en el tiempo la obra de Sánchez Ferlosio, pero se puede encontrar su rastro en cómo Pérez Navarro ha enfocado al narrador omnisciente. Al igual que el de El Jarama, es completamente imparcial; no se entromete en la narración y prescinde de acotaciones que suelen sobre explicar los hechos. Tal ejercicio de objetividad tiene un precio. Estamos demasiado habituados a que se nos describa con pelos y señales qué piensan o qué les ocurre a los personajes. La eliminación de parte del contexto implica, primero, un distanciamiento que puede derivar en una ligera dificultad para comprender la narración; y, segundo, dota de una importancia decisiva a los diálogos.

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