Sin blanca en el Día del Libro; de la Cuesta Moyano a Wallapop (5)

He de confesar que nunca he sido especialmente aficionado a rebuscar en las ferias del libro de ocasión, hurgar en las librerías de viejo o curiosear por las tiendas de segunda mano. Si bien guardo un grato e idealizado recuerdo del frenesí consumista y acumulador, propio del que ha pasado mucha hambre, que me obnubiló la mente tras atravesar la puerta de un par de librerías de viejo de Charing Cross a mediados de los noventa, o ya entrados los dosmiles, cuando me daba el capricho fetichista de pillar primeras ediciones de bolsillo de clásicos del cyberpunk ochentero a través de internet, en general mi experiencia con el mercado de libros de segunda mano patrio es bastante más sucinta. Aparte de algunos domingos soleados de la infancia recorriendo la Cuesta Moyano con mi padre buscando los Don Mikis que me faltaban, o ya de adolescente picoteando mis primeras novelas de ciencia ficción, entre ediciones del Libro Amigo de Lem, Alianzas Bolsillo de Lovecraft y algún Minotauro que otro, únicamente puedo presentar poco más que alguna esporádica e infructuosa visita a los emporios del libro viejo madrileño (lo siento, no voy a pagar esa pasta por una manoseada y bastante poco higiénica edición de Las estrellas mi destino de Dronte aunque todavía falten diez años para que la reedite Gigamesh). Estos badulaques eran los mismos que publicaban aquellos anuncios que tanto me llamaban la atención en el desaparecido diario Segundamano, donde, cual arqueólogos del imperio británico, se ofrecían generosamente a vaciar trasteros y aliviar del peso de bibliotecas enteras a ingenuos desconocedores de las valiosas piezas que atesoraba el abuelo, lo que me decidió a tomar la decisión de regalar mis libros más queridos a amigos y bibliotecas en cuanto notase los primeros achaques. Por supuesto, también he tenido contacto con las secciones de compra-venta en los foros de internet y las aplicaciones para móviles, más vendiendo que comprando, porque a estas alturas como que ya me da un poco igual poseer libros, sólo me interesa leerlos. De todos modos, me he animado a colaborar en este “especial trapero” porque, a pesar de todo, la segunda mano ofrece una oportunidad interesante, que es la de hacerte con esos libros de género fantástico que no tuvieron demasiada suerte, y que en circunstancias normales jamás se te pasaría por la cabeza leer, pero que por la recomendación de un notas del internet a lo mejor te animas a cambio de unos pocos óbolos. En esta ocasión he traído cuatro libros de género fantástico “de culto” y un clásico inmortal, seleccionados siguiendo un riguroso criterio de muertohambrismo y que, en conjunto, no llegan a trece míseros euros (gastos de envío no incluidos). El link a las búsquedas proviene de Wallapop por ser los precios más baratos que he podido encontrar, pero, por supuesto, podéis comprarlos donde mejor os parezca, o, mejor aún, acudir a vuestra biblioteca más cercana.

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Fracasando por placer (XLII): La estrella, ed. Caralt, 1978

La estrella logo

¡Una antología de ciencia ficción navideña! ¿No es maravilloso que pueda contribuir a estas fechas tan señaladas con algo tan superfluo y a priori poco interesante? Pero sí, Terry Carr tuvo a bien reunir nueve relatos de esta temática. Apenas un año después la editorial Caralt, la de los tres nombres escogidos aleatoriamente para adornar la portada, consideró una idea atractiva ofrecer tan jugoso producto a sus amables lectores. Y una década más tarde, lo adquirí por 45 pesetas en un gigantesco saldo con la práctica totalidad de la misma colección, que abarrotó estantes unos días en los hoy olvidados almacenes Simago: una suerte de pequeño Corte Inglés mierder para la gente de barrio (como yo) o pequeñas ciudades de provincias allá por los procelosos setenta y ochenta. Sí, fue un día feliz de mi vida, llevarme como treinta antologías de ciencia ficción a casa por menos de lo que hoy serían nueve euros. Y entonces hasta te regalaban la bolsa para trasportar el cargamento. Sí, por suerte he tenido a veces días más felices, cosas como éxitos laborales, viajes al extranjero, buenas compañías, vástagos y eso. No os preocupéis por mí, gracias por el interés, mi vida no ha sido friki full time. Pero ese día, cuando pasé por allí no sé a cuento de qué con 18 o 19 años, después de terminar mi jornada en un trabajillo de verano, fue lo suficientemente feliz como para que lo recuerde hasta hoy.

El caso es que el librito me ha acompañado cuatro décadas de peregrinaje por no menos de cuatro domicilios hasta que he reunido el valor de enfrentarme a él ahora, por aquello de las risas y las añoranzas. En justicia, creo que también lo fui posponiendo porque, una vez más, los cuentos más tentadores los había leído ya en otras partes. Y como casi siempre en estos volúmenes, lo desconocido es de menos categoría, por mucho que el solvente Terry Carr (del que ya he escrito aquí suficientemente) firme la selección.

Al menos en esta oportunidad la traducción es más legible que en otros volúmenes (aunque inferior al estándar actual), ya que firma Antonio-Prometeo Moya, que es un señor con alguna carrera literaria y traducciones finas posteriormente. Aunque tiene una entrada en Wikipedia de esas no wikificadas que inspiran ternura y suenan a llamamiento en petición de casito, con frases como «Moya no cree en la espectacularización de la cultura, es enemigo de premios, estrellatos y mitomanías, y vive alejado del circo literario». No haga como que huye, Antonio-Prometeo, que igual tampoco le persiguen.

En fin. Caralt, que solía hacer estas cosas, altera el orden de los cuentos en el volumen original para poner por delante «La estrella», de Arthur C. Clarke, que da título a su librito. Y creo que no es una buena decisión. Porque empezar una antología bastante flojilla con uno de los mejores relatos de la historia del género, así, con todas las letras, y lo digo recién releído sabiendo de antemano su desarrollo y presunto final sorpresa, sólo te lo puedes permitir cuando luego no vas a bajar el listón tantísimo y no va a quedar tan patente que el resto es una pendiente cuesta abajo.

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Fracasando por placer (XXXIX). Universo 3, ed. Terry Carr. Andrómeda, 1978

Universe 3

Ya he mencionado alguna vez por aquí el curioso fenómeno por el que, a partir de la segunda mitad de los años sesenta, el eje creativo de la ciencia ficción se trasladó de las revistas a las antologías anuales. Por lo que he leído, la razón principal fue que el formato libro permitía pagos algo superiores, y además la influencia seminal de Visiones peligrosas (aunque las antologías Orbit de Damon Knight empezaron a publicarse un año antes) había dejado sellado que la cf más arriesgada encontraba mejor acomodo en esos tomos que en las publicaciones mensuales, algo menos comprometidas, procedentes en todos los casos de 1950 o antes. También la idea es que los contenidos, con periodicidad anual, fueran más selectos: como he dicho muchas veces, una revista de la época como Astounding publicaba más de cien relatos al año, y la verdad, buenos no podían ser todos. Ni una cuarta parte.

De las diferentes series de antologías, la que cosechó más premios y dejó más poso fue Universe, dirigida por Terry Carr desde 1971 hasta su muerte en 1987, y no voy a insistir (ya lo hice en una entrega anterior) en lo muy baranda del género que fue Carr en ese periodo. La razón de retomar mis chapas con otro contenido suyo es que he conseguido, por fin, aleluya, uno de mis griales bibliográficos, la versión argentina de la tercera entrega de esas antologías, que no había llegado a ver físicamente jamás. Sí, me la podría haber comprado en inglés en cualquier momento, pero ¿dónde quedaría entonces toda la gustera del hallazgo?

La editorial Andrómeda era una de esas firmas pequeñas que en los setenta-ochenta publicaron cf puntera y de manera bastante correcta en Buenos Aires, pero cuya distribución en España fue errática o simplemente casual. Entre el material que tradujo estuvieron las tres primeras entregas de Universo, de las cuales sólo las dos primeras se siguen encontrando hoy con relativa facilidad en el mercado de segunda mano. Cuando Jorge Sánchez, su responsable, pasó a dirigir Adiax en España, publicó la cuarta y quinta entrega. Pero la tercera, que justo parece que fue el último título de cf publicado por Andrómeda… Ay, en mis ya cerca de cuarenta años de cacerías, incluyendo unos cuantos en los que pasaba por la Cuesta de Moyano y por la librería Gigamesh más que de manera mensual, ni siquiera la había visto físicamente, y eso es algo que puedo decir de muy pocas publicaciones de cf que me interesen. Hasta hace muy poco, y naturalmente, emprender la lectura era un impulso inmediato.

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Mis cinco libros de ciencia ficción (6)

A la hora de acometer la ardua y casi dolorosa tarea (escribo esto bajo la doble mirada reprobatoria de Playa terminal y Mitos del futuro próximo) de seleccionar los cinco libros de ciencia ficción que rescataría de la invasión de un calamar interdimensional, se me plantearon diversas estrategias: a) acudir a las obras que uno atesora en ese punto débil que se encuentra entre los diecitantos y los veintipico, la época del descubrimiento y el disfrute desprejuiciado, en el que las lecturas quedan marcadas a fuego en nuestra experiencia vital, convirtiéndose en parte de nuestra identidad y que por eso mismo defenderemos a muerte contra viento y marea aunque la última vez que nos acercamos a ellas fue hace treinta años; b) poner las cinco primeras que se me vinieran a la cabeza y volverme al sillón (ni confirmo ni desmiento); o c) superar la fascinación adolescente, y, comprobar si, siendo ya un viejo amargado con el colmillo retorcido, he podido descubrir en mis lecturas más o menos recientes obras de ciencia ficción que exhibieran el sentido de la maravilla, el poder de la narración, la fuerza desafiante de las ideas locas, y por qué no, que incluso hayan podido emocionarme como hicieron otras cuando todavía era joven e impresionable.

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Fracasando por placer (XXI): The Best Science Fiction of the Year 3, selección de Terry Carr, 1974

The Best SF of the Year 3

Terry Carr fue un nombre importante en el género durante una temporadita larga, creo que no sería injusto incluso decir que fue quien claramente partió el bacalao, a la manera de John Campbell décadas antes y Gardner Dozois después de él mismo, al menos durante un breve periodo, entre los años setenta y comienzos de los ochenta. Fanzinero experimentado, se convirtió en editor profesional de la mano de Donald Wollheim, con el que co-editó a lo largo de los sesenta las antologías World’s Best Science Fiction de Ace Books. Cuando los dos partieron peras al parecer no del todo amigablemente, Carr retomó la idea de Damon Knight de hacer antologías de textos originales (que había arrancado con Orbit), que pagaban mejor que las revistas, y comenzó la serie Universe, así como sus propias recopilaciones anuales de material escogido. Ambos proyectos terminaron con su prematura muerte, a los 50 años, en 1987.

Mi impresión, desde fuera, es que Carr tuvo una influencia decisiva en la consolidación de una tendencia que podríamos calificar como «post new wave», que corrió paralela al cierto neoclasicismo de los setenta, una década protagonizada por el retorno a primera línea de los clásicos (Asimov con Los propios dioses, Clarke con Cita con Rama, Bester con Computer Connection…) y autores de corte más sobrio que los nuevaoleros anteriores, digamos neoclásicos  (George R. R. Martin, John Varley, Orson Scott Card y C.J. Cherryh podrían ser los más destacados, sumados al protagonismo de Larry Niven).

Esta «post new wave» llevaría el experimentalismo de la corriente precedente a la capacidad de situar historias «en inmersión», en escenarios no justificados ni reconocibles, y en particular con el uso de personajes totalmente alejados ya de los estereotipos del género. En líneas generales, yo diría que son sobre todo deudores de nuevaoleros «independientes» como Roger Zelazny y Ursula Le Guin, y no me parece menos significativa la reivindicación en ese contexto de un autor que parecía en una posición un tanto de outsider pese a llevar publicando desde finales de los cuarenta, como era Jack Vance. Los dos nombres más relevantes que quedarían de ese periodo serían dos de características muy disímiles como Gene Wolfe y James Tiptree Jr, si bien el dominador de estos años y de esa tendencia fue un viejo zorro que había sido también protagonista en ciclos previos, Robert Silverberg.

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Las estaciones de la marea, de Michael Swanwick

De la caterva de escritores surgidos en la eterna ola del cyberpunk original, Michael Swanwick quizá no fuese de los más activos (tan sólo su cismatriana Vacuum Flowers podría encuadrarse en el subgénero), pero seguramente sí que era uno de los más espabilados, ya que no tardó en darse cuenta de que al hardboiled futurista bañado en neones no le quedaba mucho recorrido creativo. Suyo es el término neuromantics, propuesto con cierta sorna para rebautizar al movimiento, puesto que llegados a cierto punto el cyberpunk empezaba a convertirse en una mera imitación los clichés del Neuromancer de William Gibson. Y al contrario de otros ilustres compañeros de aventura literaria a quienes estaría feo señalar, logró desprenderse del protector celofán de clichés y manierismos cyberpunk antes de que Neal Stephenson y Bruce Bethke liquidaran el subgénero publicando la parodia y la parodia de la parodia respectivamente, Snowcrash y Headcrash. Tras un divertimento, Griffin´s Egg, una novela corta de metacachondeo sobre la ciencia ficción de los 50 ambientada en la luna, enfiló hacia la ciencia ficción y la fantasía literaria y rara, mucho más interesado en Gene Wolfe, James Branch Cabell o Hope Mirrlees que en Gibson o Tolkien. Así, ya en 1990 vio la luz Las estaciones de la marea, serializada primero en la Isaac Asimov Magazine y editada como novela al año siguiente; una obra que todavía aprovecha algunos presupuestos y conceptos muy queridos por el cyberpunk (las inteligencias artificiales, la realidad virtual, el problema de la tecnología y la información libre) insertándolos en una exótica, extraña y fantástica novela de ciencia ficción, que, como ocurre con todos los artefactos narrativos raros, bellos y estrafalarios, me tuvo intrigado y fascinado durante muchos años.

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Fracasando por placer (XVII): El Péndulo nº 5, Segunda Época. Ediciones de La Urraca, noviembre de 1981

El Péndulo

Aunque el cuerpo principal de publicación de El Péndulo tuvo formalmente 15 números (1981-1987), lo cierto es que hay otras 19 publicaciones que son también El Péndulo: dos pioneras bajo el título de Suplemento de Humor y Ciencia Ficción en junio y julio de 1979, los cuatro números de la primera etapa de El Péndulo entre octubre y diciembre de 1979 (estas con formato revista-revista), los dos números de El Péndulo Libros (1990-91, con un formato idéntico al de la revista previa)… Y también, obviamente, aunque no se reconozca en ninguna parte, los once números de la segunda etapa de Minotauro, entre 1983 y 1986, años en los que no se publicó El Péndulo.

El denominador común de todos ellos es la dirección de Marcial Souto. En el caso de El Péndulo, nominalmente bajo las órdenes de Andrés Cascioli, humorista y editor al mando de Ediciones de La Urraca. Todas estas revistas cuentan con el mismo esquema, tienen los mismos colaboradores, traducen prácticamente a los mismos autores y alcanzan similares cotas de calidad, más allá del brillo de algún contenido puntual. En su conjunto, esos 34 números forman el mejor exponente de las revistas de ciencia ficción en castellano; Nueva Dimensión fue más longeva e influyente, estoy orgulloso de muchas de las cosas que conseguí en mis siete años en Gigamesh, pero El Péndulo es, simplemente, mejor por término medio, una calificación de 7 mínimo, siempre.

Pensaba que tenía todos los ejemplares (salvo los dos primeros como Suplemento) leídos, pero recientemente me di cuenta de dos cosas: que no tengo el número 11 de Minotauro (que, de hecho, no sabía ni que existía), y que no me había leído el número 5 de El Péndulo. La razón es que en su momento, en los lejanos noventa, cuando atesoré estas revistas, el ejemplar que me compré tenía un cuadernillo en blanco. Hay ocho páginas que no están impresas, afectando nada menos que a un cuento de R.A. Lafferty y un artículo de Pablo Capanna. Busqué reponer el ejemplar durante algún tiempo, pero terminé por olvidar el asunto supongo que en algún momento de mi mudanza de vuelta de Barcelona a Madrid.

Sin embargo, recordé al instante ese número 5 pendiente cuando nuestro imprescindible José Faraldo me informó de la existencia de ejemplares en pdf de montones de revistas argentinas en la web www.ahira.com.ar. Ahí es posible encontrar no sólo El Péndulo, sino la primera etapa de Minotauro de los años 60, la mítica Más Allá de los cincuenta (incluyendo los tres números que nunca he conseguido encontrar: no tardará en caer alguno por aquí), así como otras publicaciones del género aparecidas en Argentina. Para quienes tengan un muy razonable escrúpulo respecto a las copias digitales de origen incierto, decir que esta web está impulsada por el Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. El hecho de que no estén ahí todas las revistas de cf argentinas (no están Pársec o la segunda Minotauro), me viene a confirmar que sólo han recogido aquellas que, por algún motivo, puedan ser reproducidas de forma legal. En la web puede encontrarse también un agradable articulito sobre la historia de la publicación a cargo de Soledad Quereilhac, una de las investigadoras del Instituto Ravignani.

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El libro del Sol Nuevo, de Gene Wolfe

Hola. El aviso de siempre, en el análisis que van a leer a continuación se destriparán muchas de las claves, giros argumentales y, por supuesto, el final de El libro del Sol Nuevo, si todavía no la han leído y quieren hacerlo con la mirada limpia y acabar con la cabeza como un bombo, háganlo ya mismo y vuelvan luego. Para el resto, pongánse cómodos, ánimo y a por el ladrillaco.


“Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores -a muy pocos lectores- la adivinación de una realidad atroz o banal”.- Jorge Luis Borges (“Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”)

Recibía la semana pasada la noticia del fallecimiento de Gene Wolfe con cierta resignación estoica muy severiana; era de esperar. En algún artículo más o menos reciente sobre el escritor norteamericano, se le describía como un hombre cuya situación recordaba mucho a la de Allan Dean Weer, el desdichado protagonista de Paz, un anciano deprimido y solo, habitando una casa vacía tras la muerte de su esposa Rosemary a causa del Alzheimer en 2013, soledad aliviada únicamente por la visita de alguno de sus famosos fans. Para añadir sal a la herida he de reconocer que hacía años que no seguía lo que regularmente se iba publicando con su firma; tras un par de pinchazos, y como lector inmisericorde, consideraba que lo mejor de su producción había pasado ya, sumido en el pozo en la reiteración de temas y, sobre todo, técnicas narrativas, con independencia de que se ajustaran mejor o peor a lo que quería contar. No hay que descartar tampoco una cuestión de mezquindad lectora, Wolfe era uno de mis ídolos literarios de juventud en esto del fantástico (no exagero si digo que mi vida dio un vuelco comparable a que me atropellara un trailer de veinte toneladas el día que, a mis tiernos dieciocho años, adquirí de una tacada dos minotauros mágicos; Neuromante y La sombra del torturador), cuyas La quinta cabeza de Cerbero, El libro del Sol Nuevo o la serie de Latro me tuvieron fascinado y obsesionado durante años, libros en los que primaba la sutileza, el juego intelectual, la belleza estética de la prosa y la vívida recreación de extraños mundos futuros mediante la pericia estilística. Obras que me hicieron crecer como lector, estimulando mi curiosidad y mi participación activa en el acto de leer (me aticé los dos tochos de Los mitos griegos de Robert Graves sólo para desentrañar las claves de Soldado de la niebla, todavía tengo pendiente hacer lo mismo con las Historias, de Heródoto). Recuerdo con inocencia, casi con ternura, como al leer La quinta cabeza de Cerbero y descubrir alguno de sus entresijos, Wolfe, un escritor inteligentísimo y extremadamente culto, hacía que yo, jovenzuelo recién salido del cascarón, me sintiera más listo y mejor lector (he de recordarles que por aquella época yo era un pequeño Lovecraft con escasa autoestima, espero sepan entender estas tontadas de juventud). Pero, desgraciadamente, ocurre que muchas veces los lectores somos desagradecidos y mezquinos y exigimos nuestra ración de lo mismo de siempre, alucinar vivídamente con lugares extraños y exóticos, sentir de nuevo esa emoción de enamorarnos de un artefacto literario por primera vez. Y ése vértigo ya no lo tenían las siguientes obras de Wolfe que cayeron en mis manos; ni Puertas, ni, el por mí esperadísimo, Nocturno del Sol Largo (el primer tomo del Libro del Sol Largo cuya traducción quedó inconclusa), ni Especies en peligro, ni Castleview, ni Soldado de Sidón... Poco a poco mi infatuación con Wolfe fue decayendo sin remedio, con algún repunte como la inesperada traducción de Paz. Pero al enterarme de la triste noticia de su fallecimiento y sintiéndome ya como ese señor mayor al que sólo se le despierta alguna emoción medio muerta cuando encuentra a una amistad perdida hace años en las esquelas del ABC, no pude negarme al requerimiento del Señor de C; era el momento de acometer la tarea que siempre me pareció que estaba por encima de mis escasas capacidades y pagar mi deuda con Wolfe y con El libro del Sol Nuevo, una obra cuya fascinante ambientación y endiablado juego intelectual, me tuvo obsesionado durante años.

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Jurgen, de James Branch Cabell

Hay algo intrigante en las veleidades del gusto popular, en cómo escritores, músicos y artistas en general que, siendo inmensamente famosos en su época, acaban cayendo en el olvido. ¿Quién tira de los hilos, dicta los gustos, quien escribe la historia o cómo se aceptan unos relatos sobre otros? Intereses económicos de editoriales y medios, críticos literarios, prebostes académicos, historiadores del arte, árbitros del buen gusto, sociedades secretas… Sea quien fuere el responsable, el “ahora molas, ahora no” sí que es un lema que nunca se pasa de moda. Un ejemplo meridiano de esto es la novela que toca hoy, Jurgen, de James Branch Cabell, la obra más conocida de un escritor prestigiosísimo en el panorama literario norteamericano de los años 20 y 30. Nada menos que admirado por escritores y lumbreras del calibre de Mark Twain, Scott Fitzgerald (su esposa Zelda tenía a Cabell como su escritor favorito), Aleister Crowley o Sinclair Lewis, el primer autor norteamericano que ganó el Nobel, y quien reconoció la enorme influencia que Cabell ejerció sobre él en su discurso de aceptación del famoso premio sueco. Pero poco a poco, por desconozco qué razones, la popularidad de Cabell comenzó a menguar, convirtiéndose en el típico autor de culto en el género fantástico, un “escritor de escritores” en cuya fantasía humorística he podido reconocer a Fritz Leiber o Jack Vance (muy particularmente las dos divertidas novelas de la saga de Cugel pertenecientes al ciclo de La Tierra Moribunda) y, en su juguetona erudición mitológica, a Gene Wolfe. Por no hablar de los consabidos grandes nombres fascinados por Cabell en general y esta novela en particular, que adornan los textos introductorios y promocionales de esta edición, como Terry Pratchett, Robert Heinlein o Neil Gaiman. Así que estamos ante una obra más o menos olvidada pero importante por su influencia en el fantástico anglosajón. Pero, ¿sólo por eso?

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Clásico o polvoriento

¡Están vivos!

El acercamiento a la ciencia ficción de muchos medios generalistas con frecuencia se me antoja mohoso. Sirva de ejemplo la recomendación de títulos básicos de Kiko Llaneras en Jot Down apostando por una lista embadurnada en naftalina, sin resquicio a la más mínima sorpresa; no sólo entendida desde la actualidad sino desde una aproximación diferente a lo esperado/lo-que-debe-ser-porque-siempre-ha-sido-así. Esta atención al canon con la C de clásico y caballero mientras se olvidan las últimas tres décadas en las cuales la ciencia ficción se ha convertido en moneda común en las ficciones de cualquier tipo, contrasta con otros hechos difícilmente cuestionables.

Al poco de conocerse la muerte de Brian Aldiss me dio por comprobar en la tienda Cyberdark.net cuántas de sus obras continuaban en catálogo. El resultado no por esperado fue menos desolador: apenas aparecían Un mundo devastado y Enemigos del sistema, no precisamente entre lo más memorable de su bibliografía. Esta carestía se ha convertido en norma en un mercado donde, salvo excepciones muy contadas, los “clásicos” en reimpresión se reducen a unas decenas de títulos. Los nombres fuera de circulación son tan abracadabrantes como que algunos de los logros más destacables de la ciencia ficción de todos los tiempos, desde El libro del sol nuevo, de Gene Wolfe, a la obra de Octavia Butler, pasando por los relatos de Cordwainer Smith, James Tiptree, Jr. o Robert A. Heinlein, no sólo no están disponibles. Sin peli, serie de televisión o presidente de EE.UU. que les haga un blurb, ni se les espera. Queda el consuelo de las bibliotecas con fondo, la segunda mano, la lengua de Ursula K. Le Guin o medios alegales. Aunque en las librerías uno espera algo más que novedades.

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