13 Minutes, de Sarah Pinborough

13 MinutesPor su manera de acercarse a la literatura juvenil y tratar temas sensibles como la enfermedad y la muerte, sentía curiosidad por los otros libros escritos por Sarah Pinborough tras La casa de la muerte. Aprovechando una ofertilla conseguí su última novela, 13 Minutes. Una nueva historia juvenil, esta vez alejada de los pagos de la ciencia ficción, la fantasía o el terror, mucho más cercana al día a día de los adolescentes en su aprendizaje de extras de Al salir de clase, Compañeros y Física o Química. Aquellas series que daban tres vueltas y media a la aburrida vida de los institutos a base de introducir en sus argumentos carretadas de drama y exceso.

La veda de la anormalidad se inicia en 13 Minutes cuando Tasha, una joven popular de la muerte, es descubierta en un arroyo próximo a una ciudad en la Inglaterra profunda después de haber tenido el corazón parado. Este hecho milagroso se explica por las bajas temperaturas del invierno y la fortuna de cruzarse en el camino de un hombre paseando a su perro. Las causas que la han llevado hasta allí son el gran misterio detrás de la novela, pero ni mucho menos son el único acicate para azuzar la curiosidad.

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La guerra de los mundos, de H. G. Wells, con ilustraciones de Henrique Alvim Corrêa

La guerra de los mundosConocí los dibujos de Henrique Alvim Corrêa para La guerra de los mundos en una conversación allá en 2005 a través de Jean Mallart, un erudito de la ciencia ficción en aspectos siempre sorprendentes. A raíz de la adaptación de Steven Spielberg me descubrió la pequeña edición iluminada por este artista brasileño para el mercado Belga en 1906, ahora recuperada por Libros del zorro rojo. Una editorial que se ha ganado un nombre gracias a su línea de clásicos hermosamente ilustrados y que, en este caso, mantiene la excelencia que he podido comprobar a través de otros títulos como Cuentos de imaginación y misterio, con los dibujos de Harry Clarke, o El horror de Dunwich, con el arte de Santiago Caruso.

De las seis novelas de ciencia ficción escritas por Wells entre 1895 y 1901, La guerra de los mundos no me parece la mejor resuelta. Nueve de cada diez veces me quedaría con La isla del Doctor Moreu y la otra con la primera de todas ellas, La máquina del tiempo. Sin embargo a la hora de abordar una edición ilustrada, La guerra de los mundos cuenta con el mayor potencial. Wells estuvo particularmente inspirado a la hora de idear su invasión alienígena, las criaturas responsables, sus máquinas y métodos de conquista… Además cuenta con secuencias muy atractivas para cualquier artista, caso del viaje de su narrador por un paisaje desolado en lo que hoy es la zona metropolitana de Londres y a finales del siglo XIX eran un puñado de pueblecitos alejados de la gran ciudad. Un trayecto donde es fácil reconocer las bases de la narrativa apocalíptica más tarde explorada por otros autores británicos como M. P. Shiel en La nube púrpura o John Wyndham en El día de los trífidos.

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La tierra que pisamos, Jesús Carrasco

La tierra que pisamosCualquier conocedor del subgénero estaría tentado de catalogar La tierra que pisamos como novela ucrónica. La acción, sugerida en el pasado, transcurre en dos lugares que no existen en el tiempo: una Extremadura que junto con el resto de España ha pasado a ser territorio colonial y un nada detallado norte de Europa, lejano corazón de un extenso imperio de raíces germánicas que prolonga sus dominios hasta el África negra. Aunque en la novela no se hace mención de ningún punto Jumbar -ese giro fantástico de la Historia que en toda ucronía separa realidad y ficción-, tanto la localización temporal como la geográfica parecen sugerir la existencia de un Segundo Reich victorioso en la Primera Guerra Mundial, un imperio alemán prolongado en el tiempo que en la novela hace gala de la misma actitud expansiva y cruel que mostraría posteriormente el nazismo.

En rigor, lo cierto es que no hay una ambición ucrónica en las páginas de esta novela, no se trasluce una intención de contar la Historia desde una línea alternativa. No se citan toponimias más allá de lo necesario y cuando esto ocurre, debido a la mayor concreción en las localizaciones españolas que invasoras, tiene un efecto de deriva del subgénero ucrónico a la pura alegoría. El escenario rural que describe la novela, inmerso en el sufrimiento, doliente bajo el yugo de un opresor belicista en el primer tercio del siglo XX, despierta ecos de nuestra propia Guerra Civil. Es imposible, pues, leer los actos de violencia que se desarrollan en la novela y no pensar en aquel conflicto. Lo cierto, sin embargo, es que el libro, salvando los escasos identificadores políticos y geográficos y debido a su atmósfera exótica y a la ausencia de un anhelo de concreción, se acerca más a ese tipo de literatura de corte fronterizo situada en territorios imaginarios, un escenario que ha brillado en la pluma de escritores como Dino BuzzatiCristina Fallarás o J. M. Coetzee. Es, de hecho, con este último con quien los amantes de las comparaciones podrían, por tratamiento narrativo y contenido dramático, emparentar esta novela de Jesús Carrasco.

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Richard Matheson. El maestro de la paranoia

Richard Matheson. El maestro de la paranoiaEl panorama de colecciones de ensayo dedicadas al fantástico se asemeja a un pequeño erial. Apenas Intempestivas de Valdemar merece tal categoría, con una treintena de títulos publicados en tres lustros. En este entorno o, mejor dicho, en su ausencia son comprensibles la esperanzas puestas en la colección de Gigamesh iniciada hace año y medio con El jardín crepuscular, de John Clute, y recientemente continuada con Richard Matheson. El maestro de la paranoia. Sea cual sea su ritmo, contribuirá a enriquecer la mirada a un género desarropado de perspectiva crítica o meramente divulgativa.

El maestro de la paranoia halla su sentido en los esfuerzos dedicados a la traducción de los cuentos fantásticos de Richard Matheson, editados entre 2014 y 2016. Por su visión ampliada a los temas del autor de Soy leyenda o La casa infernal, su contextualización en el momento y lugar en los cuales surgieron, la descripción de su forma de trabajo… es su complemento perfecto. Asimismo cualquier lector atraído por la cultura popular de la segunda mitad del siglo XX encontrará en sus páginas una esclarecedora guía sobre uno de los escritores esenciales para entender la literatura, la televisión y el cine creados en EE.UU.

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Muerto el sol, de Miguel Martín Echarri

Muerto el solEn su primera novela, Miguel Martín Echarri imagina las calles de un Madrid en un futuro cercano muy próximo al de la década posterior a la Guerra Civil. La actividad diurna está bajo mínimos. Sus habitantes se guarecen de un aire tórrido y fétido en las entrañas de unos edificios en los cuales el aire acondicionado es un recuerdo de tiempos mejores. Dependen de una economía de subsistencia donde trenes, autobuses y coches son chatarra abandonada. Apenas sirven para poner un tenderete o freír un huevo sobre sus carrocerías. Decenas de correveidiles transitan la ciudad de extremo a extremo con mensajes para entregarlos por un módico precio. Los avejentados teléfonos y ordenadores acumulan polvo sin un enganche eléctrico donde poder cargarlos. Ésta es la España de Muerto el sol, un solar en la intersección entre el decrecimiento y las consecuencias del calentamiento global, primo hermano del visto en Un minuto antes de la oscuridad, de Ismael Martínez Biurrun, y relativamente cercano al de El sanador, aquella novela negra de Antti Tuomainen centrada en la búsqueda de un asesino en serie en un Helsinki preapocalíptico.

Sobre este escenario se presenta una historia criminal un tanto ambigua. Un grupo de hombres y mujeres buscan hacerse con la electricidad de una de las urbanizaciones de lujo de las afueras, enchufados a unas fuentes de energía renovables que les pertenecen por derecho de conquista. Su objetivo es conseguir una fuente de ingresos sin perder la vida en su empeño. La infraestructura está custodiada por un servicio de seguridad que aplica la ley como se hace en la Filipinas de Duterte o la MegaCity 1 del Juez Dredd.

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Viaje a Arcturus, de David Lindsay

arcturussHe de confesar que en lo que a literatura fantástica se refiere, soy anglófilo de pro. Siempre he tenido debilidad por los escritores de las Islas Británicas, autores por cuyas cabezas bullía lo extraño y maravilloso, aderezado con una considerable carga de mala leche y humor cabrón, todo ello escondido bajo una fachada de buenas maneras, formalidad y stiff upper lips. Aparte de la insularidad geográfica y mental, o la falta de luz solar que obliga a pasar el día metido en casa leyendo o en el pub cavilando majaderías para pasar el rato, la teoría más convincente es que la culpa de todo la tiene la influencia de Stonehenge y los túmulos, crómlech y pedruscos neolíticos varios que abarrotan las Cinco Naciones como catalizadores del pasado druídico, mágico y esotérico que ni los romanos pudieron dominar del todo. La religión y las convenciones sociales no pueden reprimir completamente este océano arcano del subconsciente que por algún lado tiene que salir, ya sea por lo artístico o por lo criminal. La tradición es larga, desde Jonathan Swift hasta M. John Harrison pasando por Mary Shelley, Lewis Carroll, William Hope Hodgson, Arthur Machen, Robert Aickman o J.G. Ballard, los escritores de las Islas están muy piraos y por tanto, molan. Y dentro de esta venerable tradición de escritores iluminados entraría el escocés David Lindsay y su asombroso Viaje a Arcturus.

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