El arte de TOKYO GENSO. Visiones de un Japón inusitado

El arte de Tokyo Genso

Cuando era joven me gustaba practicar con un par de amigos un pequeño juego intelectual. Siempre me refería a él con el nombre de ejercicios de imaginación y consistía en cambiar alguno de los parámetros visuales de la realidad, o de cómo la percibíamos, para ver lo que salía y divertirnos con el resultado. Recuerdo una tarde concreta en la que, sentado con un amigo en un banco, frente a uno de los primeros grandes centros comerciales, le reté a imaginar qué veríamos si invisibilizábamos los muros, las paredes y todos los elementos sólidos que constituían la enorme construcción, dejando visibles sólo a los seres humanos. El resultado nos mostraba a la gente paseando en el vacío, subiendo y bajando en diagonal por el aire o parados mientras intercambiaban observaciones sobre algo que contemplaban en la nada. Propuse ir más allá y eliminar la opacidad de todo, incluida la ropa, para dejar a la vista sólo a las personas. Bajo esta nueva perspectiva, soslayando el asunto banal de los sexos, el conjunto era fascinante: todos parecían ridículos.

Muchos caminaban con las manos pegadas a la parte exterior de los muslos, algunos de ellos con los dedos extendidos, otros con los puños apretados. Un acto intrascendente como el de comerse un helado parecía absurdo. Una mujer acalorada giraba una de sus muñecas a pocos centímetros de su cara. Un paseante acercaba dos dedos estirados a su boca y luego soplaba tres largos segundos. Todos ellos realizaban gestos vacíos, más ridículos aún debido a la desnudez. Aquel simple cambio en un solo parámetro, el visual, delataba el sinsentido de nuestras acciones cotidianas cuando las despojábamos de una finalidad humana. Sacar conclusiones acercaba aquella práctica a los postulados del teatro del absurdo, pero lo que a mí me interesaba de verdad era la propia visión distinta de una realidad que, por conocida, encontraba aburrida. Lo divertido del cambio residía en la posibilidad de acceder a una fisonomía de la existencia inusitada y sumergirse en aquella sensación de extrañamiento.

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El mar de la tranquilidad, de Emily St. John Mandel

El mar de la tranquilidadEl desbordamiento de los muros del gueto de la ciencia ficción a principios de este siglo trajo consigo, entre muchas cosas positivas, la diversificación editorial. Compañías nuevas o alejadas de este género comenzaron a publicar sus obras, aunque en muchos casos renegando de la etiqueta, ocultándola o adulterándola. Aun así, el aumento del número de libros de cf publicados en el exterior hizo que comenzaran a caer viejos conceptos macerados en el prejuicio. La primera víctima fue una etiqueta añeja y, en contra de lo que pregonaba, excluyente. Me refiero al slipstream, una categoría presentada (no acuñada) por Bruce Sterling que consiguió cierto predicamento a finales del siglo XX y con la que algunos críticos y autores buscaban referirse a una nueva literatura del extrañamiento, una sensación situada en los límites, ni dentro ni fuera del género fantástico. En realidad, un poco lo que hace unos años intentaron los generacionales españoles de turno para levantar en nuestro país la llamada Nueva Literatura Extraña. Al final, el uso de aquel anglicismo devino en otra cosa, en un eufemismo con el que diferenciar toda aquella obra de fantasía y ciencia ficción forastera que se publicara en los márgenes editoriales o, directamente, fuera del mundillo. Una etiqueta, en realidad, más divisiva que integradora, que separaba las obras de género cuya sangre no era lo suficientemente pura.

La normalización de la ciencia ficción acabó con esa categoría. Desde hace años se publica cf sin pausa en grandes y pequeñas editoriales “de fuera”, con lo cual ya no es necesario discriminar a ese tipo de libros, separarlos con un apelativo diferenciador como si fueran una rareza. Las obras de cf editadas por Anagrama, Tusquets, Seix Barral, Alfaguara o Mondadori en los últimos años superan la centena. Su presencia en el catálogo de novedades de esas grandes marcas se ha convertido en algo rutinario. Tanto que ya hace años que cayó otro mito, aquel viejo chascarrillo de Norman Spinrad que algunos validaban como definición. “Ciencia ficción es todo aquello que se publica en las colecciones de ciencia ficción”, decía. Aunque alguna vieja momia del género seguirá teniéndola como doctrina,  lo cierto es que esta frase dejó de tener razón de ser hace bastantes años. Publicar cf ha dejado de ser un deporte de riesgo (aunque aún haya miedo a citar la cosa), por lo que no solo los grandes sellos han estado incluyendo este tipo de literatura en sus cuentas, además se ha dado una proliferación de pequeñas editoriales que subsisten en el espacio intermedio entre las colecciones de género de toda la vida y los grandes transatlánticos de la publicación. Lo interesante de estas compañías más modestas es que no le hacen ascos a nada que muestre cierta calidad. Nutren su catálogo de libros de diversa procedencia, tanto de operas primas escritas por noveles fuera del radar como de obras ganadoras de algún premio de la ciencia ficción.

En estas editoriales suelen encontrar acomodo libros que hubieran podido pasar desapercibidos en las antiguas colecciones importantes “de dentro”, obras que utilizan la cf como escenario, alejadas del hard, que no profundizan en el novum sino que buscan su vía en el mestizaje con otros ámbitos, como el de la novela romántica o el del thriller. Son obras poco comprometidas con su origen genérico, que sitúan tramas convencionales en los subgéneros de la cf más populares. En el campo de los viajes en el tiempo, por ejemplo, han aparecido obras de distintas calidades, como la extraordinaria La mujer del viajero en el tiempo, la interesante Las primeras quince vidas de Harry August y algunas otras de lectura agradable, que te hacen pasar un buen rato a pesar de (o quizás debido a) su ligereza. Es el caso de El mar de la tranquilidad.

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El clamor del silencio, de Wilson Tucker

El clamor del silencioDecir que la guerra tiene algo positivo sería (es, de hecho) una estupidez, pero lo cierto es que la atmósfera que se respira en estos momentos, cargada de ozono por los vientos que vienen de Ucrania, favorece la lectura de ciertos libros. Apetece volver a leer a Graham Greene o a John Le Carré y sumergirse en aquellas novelas de espías de posguerra y Guerra Fría que tenemos olvidadas hace años. O ir un poco más lejos y recuperar ficciones más radicales del mismo palo, como Tormenta roja, de Tom Clancy, o La tercera guerra mundial, del general John Hackett. E incluso, por qué no, ser más radical aún y releer esa ciencia ficción del miedo nuclear de los años 50 y 60 que tantos momentos de angustia placentera nos dio. Son tiempos propicios para recordar obras como La hora final, de Nevil Shute, o Dr. Bloodmoney, de Philip K. Dick, y también para intentar por primera vez algunas viejas novelas que se nos escaparon, de esas que ya sólo vemos en las ferias de ocasión, como El clamor del silencio, de Wilson Tucker.

La lectura de este último tipo de libros demuestra, a quien tuviera dudas, que la ciencia ficción no es un ejercicio de adivinación, que una historia que por fecha y materia de especulación pudiera parecer passeé sigue siendo válida como obra literaria, pues no otra cosa es, al fin y al cabo, la ciencia ficción sino literatura. La suspensión de incredulidad es una capacidad muy maleable, por eso le es posible al lector sumergirse en historias con fechas cumplidas hace décadas y acontecimientos que nunca ocurrieron (disfrutar de un subgénero como el steampunk y de ciertas ucronías sería, si no, imposible). Si la historia humana y los personajes tienen interés, si enganchan, entonces la localización temporal de los hechos no importa, ni tampoco que el elemento de crítica o estudio esté superado hace lustros. La ciencia ficción, debido a su esencia literaria, no tiene caducidad, se disfruta como arte.

Wilson Tucker se movía más a gusto en el mundo del fandom que en el de la escritura profesional. Su obra dentro de la no ficción es numerosa, aunque también escribió un buen número de relatos y novelas. Quizás la más conocida sea El año del sol tranquilo (1970), una historia de viajes en el tiempo con elemento político, pero sus dotes como escritor de ficción ya se habían hecho evidentes en El clamor del silencio (1952). En esta novela, los EE.UU. sufren un ataque nuclear y bacteriológico que asuela el este del territorio. El país queda dividido por el río Mississippi, con la parte “sana” convertida en un estado semimilitarizado que, buscando aislar la parte infectada y evitar que la radiación y la enfermedad se extiendan, aposta fuerzas a lo largo de su ribera y vuela la mayoría de los puentes de cruce. La novela sigue el recorrido del protagonista, el cabo Russell Gary, por la zona bombardeada. Describe sus esfuerzos por sobrevivir e intentar cruzar alguno de los puentes aún en pie, y también sus encuentros y relaciones con otros personajes, buena y mala gente por igual, a lo largo de varios años.

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El hombre en el laberinto, de Robert Silverberg

El hombre en el laberintoLa búsqueda de “Robert Silverberg” en el catálogo electrónico de la biblioteca pública en la que escribo esta reseña arroja sólo seis resultados. Cinco de ellos son de antologías que recopilan cuentos de varios autores, el otro es de una de sus novelas: Gilgamesh el rey. Una escasez extraña, si consideramos la importancia y el nivel con los que cuentan los numerosos relatos y novelas de Silverberg dentro de la ciencia ficción, pero quizás un hecho bastante normal si atendemos a la incidencia que estos han tenido fuera del género. Mientras que apellidos como los de Dick, Lem, Ballard, Le Guin, Bradbury o Gibson han ido abriéndose camino y siendo admitidos dentro de la literatura general, algunos otros que, se presumía, iban a seguir el mismo destino no han logrado dar el salto. La obra de Robert Silverberg, al igual que la de algunos escritores importantes como Brian Aldiss o Thomas M. Disch, no por casualidad relacionados con la new wave, espera ser reivindicada y descubierta fuera de los muros del género. Seguramente se trate de un fenómeno arbitrario ante el que poco se pueda hacer mas que esperar la serie televisiva de éxito o la recomendación del influencer de turno.

Desgraciadamente, lo acontecido hace unos años tampoco ha ayudado mucho al escritor de Brooklyn. Aunque no puede decirse que hayan tenido nada que ver con su, digámoslo así, irrelevancia exterior, las declaraciones filtradas del autor sobre el discurso que dio N. K. Jemisin al recibir su tercer premio Hugo consecutivo[1] le han reportado cierta antipatía en algunos sectores internos. Silverberg nunca fue un tipo que callara sus opiniones, por muy controvertidas que estas fueran. En “Reflections”, la sección de artículos de opinión iniciada en 1986 en Amazing Stories y continuada hasta el día de hoy en Asimov’s Science Fiction, el autor ha ido volcando durante casi 40 años sus opiniones y ha abordado todos los temas posibles sin miedo a la polémica: de la ablación a la pedofilia, pasando por los negacionistas del Holocausto y, naturalmente, las interioridades de la ciencia ficción. Siempre del mismo lado, fue uno de los firmantes del documento contra la guerra de Vietnam que promovieron en 1968 Judith Merril y Kate Wilhelm y que dividió a los escritores de la época. Silverberg firmó en la página de los que se oponían.

Lo cierto es que dentro de la ciencia ficción del siglo pasado la obra de Silverberg contó con grandes reconocimientos. Es el autor con más obras de ficción nominadas a los Hugo y los Nebula, premios que obtuvo en cuatro y cinco ocasiones respectivamente. Ostenta el título de Gran Maestro y es autor de novelas y cuentos magníficos, bien escritos y de gran profundidad. Aunque ha publicado una gran cantidad de novelas y cuentos, la buena consideración que tiene como escritor dentro del género se debe, principalmente, a una remesa de obras de gran calidad publicadas en un periodo de tiempo muy concreto, que el propio autor sitúa entre 1968 y 1973.

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En torno a Omelas

Quienes se alejan de OmelasMisteriosos son los caminos por los que progresa la cultura; investigar cómo ciertos movimientos y obras sobrenadan la corriente temporal hasta perdurar y destacar entre el resto se convierte en una labor, más que detectivesca, de rastreador profesional. Qué aleatorias parecen las causas por las que muchas veces un libro, una película o cualquier creación artística se mantienen, recobran vida y se proyectan hacia el futuro. En estos tiempos de información sin fin, fuentes ilimitadas y canales por doquier es prácticamente imposible seguir los vericuetos de la popularidad y determinar las causas del éxito de un producto cultural o el porqué de su resurrección. Les pondré un ejemplo de lo caprichosa que parece, en ocasiones, la recuperación de una obra.

En 2019, BTS, la gran boy band de los últimos años, ídolos del pop coreano y mundial, lanzan el videoclip de la canción “Spring Day”. En sus imágenes aparecen un par de referencias de ciencia ficción, ambas procedentes de dos obras distópicas. El objetivo al incluirlas en el vídeo no es profundizar en su carácter político, sino crear con ellas reflejos estéticos. De la película Snowpiercer, un pequeño éxito también coreano, se menciona el nombre en la letra de la canción. En el videoclip se puede ver a algunos miembros de la banda recorrer los pasillos de un tren que atraviesa la nieve. No es mucho, pero tras el estreno del vídeo hubo algunas alusiones en las redes a esta referencia. Si no obtuvo mayor repercusión fue debido a que la segunda acaparó casi toda la atención de los fans. En un par de planos, en grandes letras, aparecía una misteriosa palabra: Omelas.

La canción de BTS aborda la añoranza, el sentimiento de tristeza que te embarga al echar de menos a alguien querido. Las imágenes, en las que Omelas aparece dos veces como un rótulo luminoso, recurren a ese nombre propio con fines creativos, para provocar sensaciones estéticas mediante el uso de algunos elementos del trasfondo del relato al que da título. El más evidente muestra el malestar de uno de los miembros en soledad, siempre en contraste con la alegría del grupo unido. A los dos segundos del estreno, millones de adolescentes, toda una generación nueva, se interesaron por el texto que dio vida a esa palabra, el inmortal relato de Ursula K. Le Guin titulado “The Ones Who Walk Away From Omelas”. Busquen en youtube y encontrarán decenas de vídeos hechos por adolescentes tratando de explicar la fuente, el origen de esa palabra que da nombre a una ciudad y el significado del cuento que la incluye. Teorías, opiniones, análisis a mansalva más o menos certeros. Da igual que un fuerte porcentaje de este interés se corresponda, como bien sabemos, con la necesidad actual de generar contenido, de sacarlo de donde sea. Lo que cuenta es el impulso que recibió el relato de Le Guin, ese segundo aire en el presente y la seguridad de su permanencia en esas mentes en el futuro, su visibilidad para las siguientes generaciones. Algo tremendamente positivo, pues se trata, sin duda alguna, de un texto que va más allá de su valor literario, una de esas raras obras que, debido a la influencia de su discurso, no es exagerado calificar como imprescindibles.

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Mis cinco libros de ciencia ficción (8)

NeuromanteEs complicado elaborar la lista de las cinco mejores obras de un género literario tan diverso y amplio, que ya contaba con excelencias antes de que, hace casi un siglo, se le pusiera nombre. La cantidad de libros escritos es ingente y el número de obras maestras elevado. Para colmo, el ser humano y las apreturas nunca se llevan bien (hay personas que se ven incapaces de valorar un libro en una app ciñéndose a un baremo de cinco estrellas, figúrense). Lo mejor que se puede hacer en estos casos es ajustarse a la premisa principal del encargo, así que he configurado esta suerte de top five tratando de ser lo más riguroso posible.

Ninguno de los libros que he incluido aquí están presentes por otro motivo que el de parecerme, realmente, las mejores obras de literatura de ciencia ficción que he leído. No he seguido criterios de utilidad, no he colocado una obra por representación de otras o porque sirva de comodín para explicar todo un movimiento ni por cuota temática. Pueden reunir esas características, por supuesto, ser seminales o resumir todo el género, como ocurre en algún caso, y me referiré a ello en sus apartados correspondientes, pero son virtudes que aluden a la propia obra, no están ahí para dar visibilidad a sus referentes ni, mucho menos, a sus herederos. Estas novelas (pues los cinco libros citados pertenecen a ese género literario) no están en la lista por una labor didáctica, para abarcar lo máximo posible dentro de su género temático, sino porque la calidad intrínseca que poseen, basada en diversos órdenes, me parece superior a la del resto.

Por poner un ejemplo, entre mis elegidos no figura ni una sola de las grandes distopías: La máquina se para, Nosotros, Un mundo feliz, Farenheit 451 o 1984. Todas estas representantes de la falsa utopía, son, a mi parecer, obras mayúsculas. Si hubiera incluido la novela de Orwell, mi preferida entre todas ellas, el subgénero más relevante de la ciencia ficción política, la que más prestigio ha alcanzado, habría quedado representado. No lo he hecho, sencillamente, porque creo que hay cinco novelas de otras temáticas que son mejores que 1984. Sin más. Tampoco he mirado a los autores, por supuesto. Jamás he creído que su sexo, raza, edad, credo, nacionalidad o ideología tengan nada que ver con la calidad de la obra, así que, en una lista basada en esa característica, tanto la biología del autor como su intención pintan, a mi entender, poco o nada.

Como todas las propuestas de este tipo, la lista va a generar una inevitable crítica a las ausencias. En estos tiempos tan amigos de los extremos, que una obra no figure aquí va a significar para unos cuantos mi declaración de que no considero tal o cual libro lo suficientemente bueno. Nada más lejos de la realidad. Detrás de estas cinco podría citar decenas de novelas que me parecen obras maestras, el máximo calificativo que le otorgo a una obra artística. Lo único que señala su ausencia es que las elegidas me parecen mejores. Es mi opinión personal, nada más. Seguro que la gran mayoría de lectores de esta selección tiene preferencias distintas. De hecho, estoy convencido de que habrá pocas coincidencias entre las listas de todos los que participamos, pues el canon, si es que hay alguno, es muy amplio.

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Stoner, de John Williams

Stoner Butcher’s Crossing es uno de los libros que más me han gustado en estos últimos años, una obra maestra de corte clásico perteneciente a un género que merecería un mayor respeto: el western. En su día, me pareció increíble que un libro de semejante calidad no tuviera una popularidad mayor en el mundillo literario, y más increíble aún que los entendidos afirmaran que la gran obra de Williams no era esta, que no solo tenía una maravilla del género histórico premiada con el National Book Award titulada El hijo de César, sino que además había escrito otra superior a ambas, ya casi de culto y también ignorada durante muchos años. He guardado la lectura de Stoner para un momento determinado de tranquilidad y claridad personal en el que pudiera apreciar toda su estatura literaria, y he de decir que, de nuevo, el autor me ha dejado absolutamente sorprendido. Tanto como emocionado. Porque es cierto, Stoner supera a la novela que tanto me gustó. Es, de hecho, una obra de tanta calidad que merecería figurar en los más altos puestos de la literatura contemporánea.

En esta obra maestra se narra la vida de William Stoner, hijo de granjeros que acude a la universidad para estudiar agricultura y seguir con la tradición familiar, pero que ve cambiar el curso de su vida al tener una epifanía en la clase de literatura. Siguiendo su vida, el lector asiste en segundo plano a eventos lejanos como las dos guerras mundiales y la guerra civil española y en primero al desarrollo de la vida del protagonista, desde que ingresa en la universidad siendo un adolescente hasta su muerte por enfermedad. Stoner es un ser anónimo del que no quedará huella, así se presenta la historia en su primera página, y esa es precisamente una de las mayores grandezas del libro, que la vida que se muestra es la de una persona normal, carente de grandes peripecias, sin nada reseñable que destacar más allá de su trabajo universitario y su entorno familiar. Y sin embargo, el libro se devora, se lee con la misma pasión que un pasapáginas de acción, como si las desgracias y los pequeños triunfos personales de este insignificante profesor universitario fuesen acontecimientos extraordinarios, su historia personal y su intimidad convertidas en una epopeya.

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Ventiladores Clyde, de Seth

Ventiladores ClydeDe aquellos años en los que trabajé como vendedor, dos sucesos puntuales quedaron marcados para siempre en mi memoria. Ambos, opuestos, simbolizan y resumen lo mejor y lo peor de ese oficio. El primero de ellos se enmarca en la parte buena, la condición de viajante, y sucede en la carretera comarcal que conduce a Robledo de Chavela, un pueblo situado al oeste de la provincia de Madrid. Es un día frío de invierno, he comido un menú casero en Fresnedillas de la Oliva, el pueblo anterior, en una tasca escondida que ha resultado ser uno de esos descubrimientos casuales invaluables. Voy en el coche sonriendo, recordando las ventas matinales, satisfecho por lo bien que he sabido trabajarme a los clientes. En el reproductor suena Loreena McKennitt y voy pensando en la que podría ser la cuarta comisión del día. La música celta, el calorcillo agradable de la calefacción y la digestión del estofado me tienen sumido en un atontamiento feliz. Voy despacio, disfrutando con la vista del campo más allá de la carretera. Diviso al frente una colina sorprendentemente verde para la época. Hay caballos recorriéndola. De repente, empieza a caer aguanieve, cada vez más gruesa. En ese instante todo se fusiona, un sentimiento de felicidad me embarga y me veo obligado a detener el coche en una entrada de tierra lateral para grabar bien el momento en mi memoria. Esos pocos minutos contemplativos, secretos, plantado en medio de ninguna parte, se cuentan, qué tontería, entre los de mayor felicidad de mi vida.

El segundo hecho sucede un lunes de otoño, tras un domingo malo en el que, como tantas otras veces, la presión mental que me produce la planificación del objetivo semanal me ha amargado el fin de semana. Llevo un mes apretado, voy corto para las cifras marcadas por la empresa y la ruta del día es de las difíciles. Me ha costado levantarme. Voy tocado, me he obligado a ducharme, afeitarme, ponerme el traje y salir a la calle. Ni siquiera paro a desayunar como todos los días, el agobio me ha quitado el apetito. Hago los 30 kilómetros que separan mi casa de Móstoles y aparco enfrente del primer cliente, uno de los duros. Apago el motor, permanezco sentado en el coche mirando cómo varias personas entran y salen de la tienda y, veinte minutos después, incapaz de salir del vehículo, arranco de nuevo y conduzco de vuelta a casa. El regreso es una viñeta oscura como las que abundan en este cómic.

La lectura aislada de la primera parte de Ventiladores Clay, obra del autor canadiense Seth, ha reflotado estos recuerdos, puesto que ambos están, en esencia, presentes en la historia, tanto el descubrimiento de lugares nuevos como la presión diaria. Este detalle, por cierto, el de leer sólo la primera parte, también he de explicarlo. Esta obra ha tardado veinte años en completarse (un poco menos de lo que tardó Jason Lutes en acabar su Berlín), una labor titánica. Ediciones Sinsentido publicó sólo la primera parte, dividida a su vez en otras dos, hace nada menos que 18 años. Como no lo indica en ningún sitio, al coger el cómic en la biblioteca interpreté que contenía la obra completa. Y podría haberlo sido, pues tiene valor independiente, sentido unitario por sí misma. En principio me pareció una novela gráfica notable, un prodigio en el que se desgranan, a traves de la historia contrapuesta de dos hermanos, desde el futuro y el pasado, los pros y contras de un oficio para el que es fundamental tener empaque. No sólo labia, sino un carácter y un aguante determinados. La venta es una profesión que castiga y recompensa, y que incluso te propone dilemas éticos. Puede endurecerte o acabar contigo, depende de lo que lleves dentro. Esto cuenta esa primera parte, con un guión espléndido y un dibujo que se me antoja perfecto para la historia que desarrolla. Holla en el ámbito del cómic el mismo terreno crítico que Glengarry Glenn Ross en el medio cinematográfico, pero con una personalidad artística superior. La narración es fascinante, acumulativa, va dejando poso y pistas a enlazar sin que lo percibas, utiliza diferentes registros y controla los tiempos de forma magistral.

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La Máquina se para, de E. M. Forster

La máquina se paraLa reciente concesión del premio Nobel al escritor tanzano Abdulrazak Gurnah es, como casi todos los años, el recordatorio de que la literatura es inabarcable, de que, por mucha avidez y empeño que un lector ponga de su parte, le será imposible llegar a todos los rincones de su vasto territorio. El reino de los libros es casi infinito y las pistas desinteresadas por las que poder encontrar sus joyas más ocultas son, a menudo, bastante escasas. La calidad se esconde caprichosamente en localizaciones diversas, en los recovecos de mil lenguas, en el laberinto de géneros clasificatorios y en los particulares modos de creación, tan ligados a la sensibilidad e idiosincrasia de las distintas culturas. Y sobre todo ello impera el elemento comercial, que lo adultera todo. Piensen, por ejemplo, en que a los habitantes de Tanzania los apellidos Unamuno, Baroja o Delibes les sonarán tan marcianos como a un español el del actual premio Nobel de Literatura, a pesar de tratarse, como sabemos, de escritores monumentales. La triste verdad es que un lector, a lo largo de su vida, sólo tendrá conocimiento de un pequeño porcentaje de todo lo bueno que se ha escrito en la historia del mundo.

En la lucha por la notoriedad hay, en todo caso, literaturas que juegan con ventaja, como las escritas en lengua inglesa. No creo que haya que explicar los motivos, pero lo cierto es que es más difícil que a uno se le escapen joyas ocultas de la literatura anglosajona, o más bien de ciertos países, que de muchas otras. Al escritor E. M. Forster lo conoció medio mundo por el cine, al ser adaptadas sus cuatro principales novelas en la década de los 80, en el breve periodo de ocho años. El gran David Lean dirigió Pasaje a la India, pero fue James Ivory quien se especializó en Forster, llevando a la gran pantalla Una habitación con vistas, Maurice y Regreso a Howards End. Se trata de uno de esos escritores ingleses clásicos, carne de la BBC, atento a las interioridades de la alta burguesía inglesa y del colonialismo británico, pero, tal como destaca el crítico Harold Bloom en su análisis del escritor, siempre desde una cierta religiosidad no dogmática, centrada más bien en lo espiritual. La única obra suya que yo había leído hasta ahora, Pasaje a la India, cuadra perfectamente con esa descripción. En ella, el hinduismo y el país son tan importantes como la peripecia y los propios personajes. Hay un hálito de globalidad y misticismo en sus historias, una preocupación por la vuelta a las esencias, una perspectiva que encaja muy bien en nuestra época.

Pero les decía que uno nunca deja de llevarse sorpresas literarias, de descubrir cosas nuevas incluso en el campo que más ronda. E. M. Forster, de quien este lector esperaría historias de flema y dinastía a lo Evelyn Waugh o John Galsworthy, escribió en 1909 una novelilla corta, o más bien un cuento largo, que yo no conocía hasta ahora y cuya lectura, 112 años después de su publicación, he disfrutado enormemente. Porque a pesar de su escasa longitud, apenas 55 páginas, me ha parecido la mejor obra de ciencia ficción, la más actual, que he leído en mucho tiempo. La Máquina se para es interesante por varios motivos. La mayoría de ellos reside en su carácter distópico, tanto en lo que cuenta como en su significado literario. Forster describe un mundo futuro en el que la Humanidad ha renunciado a la superficie y vive en ciudades subterráneas, recluida y separada voluntariamente en apartamentos individuales. La dependencia de la civilización humana de la tecnología es total. La Máquina es la gran cuidadora, tanto del bienestar de las personas como de su propia supervivencia, detalle, este último, que esa sociedad adocenada ha acabado por olvidar. Su existencia eterna al servicio de los humanos se da por sentada, su figura está comenzando a revestirse de cierta religiosidad. La Máquina provee y permite que la vida, reducida a la comodidad suma, continúe. No hay casi contacto entre las personas; éstas se comunican y se ven utilizando artilugios sofisticados. El relato sólo cuenta con dos personajes definidos, Vashti, una mujer entrada en edad, y su hijo Kuno, que vive al otro extremo del mundo y le ruega que vaya a verle. Kuno es el consabido protagonista presente en toda distopía, el individuo que tiene una revelación. Tras realizar un viaje clandestino a la superficie, se da cuenta de que no viven en una utopía, sino en su reverso. Narra a su madre la experiencia que le ha abierto los ojos, pero fracasa en el intento de que ella abra los suyos. No volverá a aparecer mas que para decir una sola frase, el anuncio del fin.

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Los (otros) 10 mejores libros de ciencia ficción del siglo XXI

Amazon Zon Zon

Ya lo he contado alguna vez. Cuando limpio el kippel de mi ordenador, cosa que hago de Pascuas a Ramos, me suelo encontrar con textos jugosos que guardé en su día y que al poco desaparecieron de mi memoria. Pues bien, el olvido del artículo que finalmente ha dado origen a este texto es un caso especial. Su lectura provocó que me viera obligado a escribir instantáneamente una suerte de reflexión personal, casi un manifiesto con carácter contestatario. Lo acabé abandonando por no meterme en guerras absurdas en un momento en el que andaba bajo de ánimo por asuntos de índole personal. Al reencontrarme con él, casi un año después, he creído que contenía los suficientes puntos de interés y utilidad como para someterlo a una reelaboración. Aunque, para ofender al menor número de lectores posible, he eliminado las partes más polémicas.

Bajo el título “Los 10 mejores libros de ciencia ficción del siglo XXI”, el diario El Confidencial publícó en julio de 2020 una lista de recomendaciones literarias que les invito a leer antes de continuar. Aunque el artículo se encontraba dentro de la sección de Cultura, el contenido parecía elaborado con un espíritu claramente comercial, sospecha corroborada por la presencia de la palabra Amazon al principio del epígrafe. El caso es que encontré muchos puntos de interés en ese artículo, más que por las recomendaciones en sí, porque identifiqué en él algunas de las cosas que me habían estado rondando la cabeza durante los últimos años, pues hacía hincapié en una actitud del aficionado que se ha ido agudizando de manera notable en estos últimos años.

En realidad, a pesar del rimbonbante título del artículo, al que dan ganas de añadir entre paréntesis un evidente “hasta el momento”, esta lista recomienda diez libros que en España han sido o bien publicados por primera vez o bien reeditados en formatos más lujosos exclusivamente -y esto es lo reseñable- en sólo una de las décadas del siglo XXI, la segunda para ser concretos. La sensación de que se buscaron publicaciones recientes, fueran novedad o reedición, es inequívoca. De hecho, si uno coteja la lista con los libros presentes en la sección de ciencia ficción de cualquier librería importante, parece una wishlist de novedades de los últimos años que poder adquirir en el acto.

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