He de confesar que en lo que a literatura fantástica se refiere, soy anglófilo de pro. Siempre he tenido debilidad por los escritores de las Islas Británicas, autores por cuyas cabezas bullía lo extraño y maravilloso, aderezado con una considerable carga de mala leche y humor cabrón, todo ello escondido bajo una fachada de buenas maneras, formalidad y stiff upper lips. Aparte de la insularidad geográfica y mental, o la falta de luz solar que obliga a pasar el día metido en casa leyendo o en el pub cavilando majaderías para pasar el rato, la teoría más convincente es que la culpa de todo la tiene la influencia de Stonehenge y los túmulos, crómlech y pedruscos neolíticos varios que abarrotan las Cinco Naciones como catalizadores del pasado druídico, mágico y esotérico que ni los romanos pudieron dominar del todo. La religión y las convenciones sociales no pueden reprimir completamente este océano arcano del subconsciente que por algún lado tiene que salir, ya sea por lo artístico o por lo criminal. La tradición es larga, desde Jonathan Swift hasta M. John Harrison pasando por Mary Shelley, Lewis Carroll, William Hope Hodgson, Arthur Machen, Robert Aickman o J.G. Ballard, los escritores de las Islas están muy piraos y por tanto, molan. Y dentro de esta venerable tradición de escritores iluminados entraría el escocés David Lindsay y su asombroso Viaje a Arcturus.
Lindsay, un caballero eduardiano de educación calvinista y agente de seguros de profesión, firmó, tras regresar de la I Guerra Mundial con sus convicciones bastante tocadas, esta rareza que vendió menos de seiscientos ejemplares en el momento de ser publicada en 1920, pero que no ha dejado de reeditarse desde entonces gracias al boca a boca de los iniciados. Entre los miembros del culto arcturiano podemos encontrar a lo más granado de la literatura y la crítica anglosajona; C.S Lewis, J.R.R. Tolkien, Harold Bloom (quien, completamente flipao, llegó a publicar un fan-fiction; The Flight to Lucifer), John Clute, Michael Moorcock, Gene Wolfe (me ha sorprendido lo mucho que El libro del Sol Nuevo le debe a Viaje a Arcturus) o el mismo Alan Moore que prologa esta edición. Y no me extraña en absoluto que Viaje a Arcturus se haya convertido en objeto de culto y deje así de aquella manera a quienes sintonicen con su trastornada longitud de onda, como ha sido mi caso. Porque he de reconocer que antes de abrir el libro esperaba enfrentarme a una arcaica novela de proto-ciencia ficción y acabé encontrándome con una obra desconcertante y extraordinaria (en el más amplio sentido de la palabra) que si tuviera que definir con un símil de cultura pop, diría que es como si el Jack Kirby de los 70 se hubiera encargado de realizar los episodios más cósmicos de Hora de Aventuras.
Viaje a Arcturus es una novela fantástica de raíz gnóstica que narra las peripecias de Maskull, un hombretón del que desconocemos por completo su pasado y motivaciones, por el planeta Tormance del sistema de estrella doble Arcturus. Ha llegado allí gracias a dos extraños acompañantes, el socarrón Krag y el taciturno Nightspore, a quienes conoció en una peculiar sesión de espiritismo tras la cual le proponen el típico viaje espacial en un cohete invisible. En Tormance, Maskull, una especie de avatar de la manifestación carnal y física del ser humano, va a disfrutar de uno de los viajes de conocimiento sobre la esencia espiritual de la existencia más raros que he leído en mi vida. Un viaje-arquetipo articulado por los encuentros de nuestro protagonista con los diferentes habitantes de este planeta (un poco al estilo de Alicia a través del espejo), cada uno con su particular sistema filosófico y moral que se manifiesta físicamente a través de diferentes miembros, brazos, tentáculos, ojos o bultos carnosos que brotan de sus cuerpos y que Maskull también acabará adquiriendo. Estos órganos modificarán (o quizá sea más exacto decir “manipularán”) las percepciones de Maskull permitiendo que su mente asimile los diferentes sistemas ideológicos y formas de interpretar la realidad de los nativos. Además, como mandan los cánones gnósticos, en Tormance casi todo es de naturaleza dual, y el conflicto central de la novela no escapa a ello. Sobre la peripecia sin rumbo aparente de un confuso Maskull revolotea la presencia de las dos deidades que gobiernan el universo de Arcturus; Surtur, el que trae el dolor, señor del Muspel, el mundo espiritual y divino, y Cristalino, el Demiurgo que, corrompiendo la fuerza espiritual de la luz del Muspel, ha creado el mundo material y físico de Tormance, lleno de placeres con los que somete y engaña a sus desdichados habitantes. Sólo evitando dicho placer y siguiendo el camino del ascetismo y la privación llegaremos a la iluminación, al conocimiento de la esencia divina. Un concepto gnóstico que, interpretado desde una perspectiva más amplia que la ofrecida por la educación calvinista de Lindsay (trabajo, cilicio y ayuno), propondría una idea muy poderosa y de vital importancia ahora más que nunca; la búsqueda de la verdadera felicidad rechazando el atajo del placer y enfocada al compromiso, el significado profundo y la superación personal. Una felicidad basada en entregarse a actividades que superen nuestro ego, como la ayuda desinteresada al prójimo o las acciones dirigidas al bien común. Aunque Lindsay es pesimista al respecto y no confía en la capacidad del ser humano para alcanzar esta meta; el sometimiento por el placer es mucho más efectivo que el sometimiento por la fuerza.
Dada su naturaleza de alegoría de carácter filosófico y aleccionamiento moral, Viaje a Arcturus se pasa libremente por el forro los cauces convencionales de la narración literaria, como el estilo depurado, la progresión dramática, el desarrollo de los personajes, la profundidad psicológica, y si me apuran, hasta el sentido común. Sencillamente no vienen al caso en un texto en el que las metáforas y los arquetipos son la argamasa del argumento. Son frecuentes los cambios de tono; un arranque que podría haber escrito H.G. Wells, continuando por un inicio del viaje en Tormance, ligero y luminoso, y terminando en un tramo final, pesimista, grave, cósmico y oscuro. Los personajes, siendo manifestaciones de conjuntos de ideas, siguen una peculiarísima lógica interna regida por pasiones que, como las de Maskull, son crudas y excesivas, tanto cuando mata como cuando ama (desarman por lo intensas tanto las escenas en que comete brutales asesinatos como cuando llora por una amante muerta) y sus diálogos y acciones, en apariencia bruscos y obtusos, requieren un esfuerzo del lector para contextualizarlos según los acontecimientos pasados y futuros. Las descripciones de los paisajes surrealistas de Tormance son detallados y fascinantes y tanto la flora, la fauna y el entorno resultan extremadamente ricos, vívidos e imaginativos. Además se incluyen curiosas pinceladas de ciencia ficción, como la nomenclatura de los colores inventados, nuevos períodos del día en un mundo con dos soles, la creación de un pronombre nuevo para un personaje hermafrodita o esos miembros extra que alteran las percepciones y la personalidad y que recuerdan poderosamente a los implantes neuronales de las historias de Greg Egan. Y, sobre todo, la emoción de no saber qué va a ocurrir a continuación, que la narración de Lindsay siempre va a burlar tus expectativas, en Viaje a Arcturus puede pasar cualquier cosa en cualquier momento.
Es posible que las observaciones de Lindsay acerca del placer, el sufrimiento, el sexo (o mejor dicho, el conflicto que surge de la dicotomía sexual) o el triunfo de la voluntad sobre la realidad puedan repeler a muchos, así como su radical originalidad, sus, a ratos, confusas intenciones y su ausencia de valores literarios convencionales pueden convertir a Viaje a Arcturus en una novela que requiera de mucha indulgencia para ser disfrutada, pero para mí ha supuesto una experiencia memorable a la que volver una y otra vez para disfrutar desentrañando sus misterios, encontrar nuevos significados, asombrarme ante sus maravillas y, sobre todo, volver a ser testigo de un vuelo imaginativo completamente libre y original, gracias al cual una novela tan imperfecta como extraña ha mantenido la frescura que ha fascinado a los lectores a través de tantos años.
Viaje a Arcturus, de David Lindsay (A Voyage to Arcturus, 1920)
Defausta Editorial, 2016.
Traducción de Susana Pietro Mori. Introducción de Alan Moore.
384 pp. Rústica con solapas. 19.50€
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