Hace algunos años descubrí a Robert Aickman gracias al blog de M. John Harrison, donde el gran escritor inglés afirmaba que “The Swords” era su cuento grotesco favorito. El cuento grotesco favorito de John Harrison tiene que ser la leche de grotesco, pensé, así que no tardé en hacerme con la antología donde aparece dicha historia; Cold Hand in Mine. Aparte del muy pertubador “The Swords”, el mejor cuento jamás escrito sobre perder la virginidad a cambio de dinero en una sórdida pensión de Palencia, recuerdo otros relatos estupendos como esa obra maestra del, no se me ocurre otra definición, gótico-absurdo que es “The Hospice” (imagínense que “La caída de la Casa Usher” acabase con el narrador esperando el autobús), o el excepcional coming of age vampírico, “Pages from a Young Girl´s Journal”.
En dicho volumen descubrí en Aickman a un cuentista en la tradición del fantástico anglosajón que tanto le gustaba a Borges, donde se podían reconocer influencias de Henry James o Arthur Machen, de estilo elegante y sutil, peculiar imaginación y, sobre todo, narrador fascinado por el misterio, sabedor de que es éste y no la explicación, lo que perdura. En general y con alguna excepción, se trataba de relatos ambiguos cuyo rasgo más característico era la detallada y oblicua construcción de los conflictos psicológicos de los personajes, cuyas vidas cotidianas y vulgares se enredaban en lo absurdo, lo fantástico y lo inquietante como si fuesen protagonistas de kitchen sink dramas góticos. Personajes que, como indica certeramente Andrés Ibáñez en el prólogo de este Cuentos de lo extraño, citando The Enciclopedy of Fantasy de John Clute y John Grant; “no son capaces de entender al fantasma con el que se enfrentan debido a que dicho fantasma… es una manifestación, un retrato psíquico, de su incapacidad para comprender sus propias vidas”. Relatos, además, cuyo estilo terso y engañosamente sencillo es una trampa para los lectores, que confiados en transitar por caminos conocidos, acabamos perdidos en el corazón de un bosque oscuro y amenazador.
Cuentos de lo extraño se abre con “El vinoso ponto”, en el que un típico turista inglés con complejo de superioridad cultural pasa unos días de asueto por las islas griegas. Un día atisba una isla roja rielando en el horizonte y, empujado por un extraño deseo de llegar hasta allí y visto que ningún lugareño le quiere acercar, roba una lancha a motor para visitarla. Dicha isla está habitada únicamente por tres mujeres (“brujas y hechiceras” según ellas mismas) que residen en una ciudadela asentada sobre una roca de tierra “viva”, la última roca viva que queda en el mundo. Una arcadia matriarcal donde los dioses y los héroes solares nunca sustituyeron a la Diosa, un lugar zen, fuera del tiempo, en el que nuestro protagonista se dedicará simplemente al placer de ser bajo el sol y la brisa del Egeo. Un relato muy influenciado por las teorías de Robert Graves expuestas en Los mitos griegos, estupendamente escrito en un estilo limpio y evocador como la luz del sol cayendo sobre los muros de la ciudadela, en el que Aickman enfrenta la Modernidad y la Antigüedad, pero una Antigüedad que resulta inquietante y amenazadora y, como se revela en una escena memorable por lo turbadora, incluso terrible.
En “Los trenes”, dos amigas, Mimi y Margaret van de excursión por la Inglaterra rural, tras parar brevemente en una posada, se internan en un valle atravesado por líneas ferroviarias recorridas por trenes cuya presencia es constante y casi agobiante. Por culpa de una lluvia insidiosa, acaban pidiendo refugio en una mansión solitaria que parece el corazón, o el castillo, de esa especie de tierra de cuento ferroviaria, un lugar habitado por el hijo del ingeniero que diseñó la red ferroviaria de la región y su extraño mayordomo. De nuevo, rarísimo relato que a mí me ha parecido una revisión del cuento de Barba Azul mezclado con Hansel y Gretel, un acercamiento bastante extraño a la seducción y el sexo, en el que el conflicto entre las protagonistas, nunca explícito y de cuya naturaleza ellas no son del todo conscientes, es casi tan importante como lo hechos que se nos narran.
“Che gelida manina” es un cuento sobre fantasmas en la Modernidad, concretamente sobre la obsesión, la soledad, la incomunicación y las nuevas-viejas tecnologías. Edmund, un intelectual de buena familia caído en desgracia, vive encerrado en casa traduciendo mamotretos del siglo XVIII mientras su pareja o novia, a la que destina pensamientos y sentimientos muy ambiguos, se recupera de una tuberculosis en una clínica de Texas. Cada vez más solo y alienado, su única vía de escape es el teléfono, puesto que por una llamada equivocada acaba estableciendo una relación con una desconocida de la que finalmente se enamora y cuyas llamadas aleatorias se convierten en la obsesión alrededor de la cual acaba girando su vida. En este caso se trata de un relato que sí se puede calificar de terror, sobre ese no-espacio tejido por las líneas telefónicas y los horrores que lo habitan, y, visto desde esta época de internet, una curiosa anticipación sobre la adicción a la ilusión de amistad, calor humano o amor que muchas veces proporciona la tecnología a las personas solitarias.
“La habitación interior” es un cuento que me ha recordado mucho a “The Hospice” por esa increíble capacidad de Aickman para quitarte el suelo bajo los pies cuando menos te lo esperas. En ella se nos narra la historia de una familia que, por un capricho casi azaroso, le compra a su hija mimada una extraña casa de muñecas que no se puede abrir. Es un cuento que cumple la premisa del conflicto psicológico expresado como elemento sobrenatural, pero que al contactar con la protagonista, no le proporcionará ninguna revelación o conocimiento espiritual. Un relato cuyo desarrollo no para de descolocar al lector destrozando sus expectativas, cuando crees que estás dando un seguro paseo por tu barrio, te mete en un saco, te sube a una furgoneta y te arroja a la cuneta de una carretera secundaria. Y cuando consigues salir del saco, te pones a andar y crees que has logrado orientarte, te planta unos zapatos de cemento y te tira por un puente. No puedo contar más sin destripar el argumento, sólo asegurarles que si les gusta que una historia de ficción les descoloque, les vacile, e incluso les maltrate, este es su cuento.
“Nunca vayas a Venecia”. Una narración extremadamente romántica y fatalista con cierto tono de sorna muy soterrado protagonizado por una especie “joven airado” melancólico y solitario que parece salido de una letra de Morrissey. Henry Fern, un oficinista inglés completamente alienado socialmente fantasea con la idea de un romance ideal, algo inalcanzable para él por culpa de su egoísmo narcisista (por supuesto, esto no lo afirma Aickman así de rotundamente, no es su estilo) y sueña cada noche con un viaje en góndola por Venecia acompañado de una hermosa mujer que le ama como él desea. No teniendo otra cosa en su vida, decide viajar a la Ciudad Ducal con el anhelo, secreto y reprimido, de cumplir este sueño. Desgraciadamente, la Venecia que se encuentra Fern tampoco es la que él esperaba, la modernidad ha convertido a la ciudad en un cascarón podrido, un lugar vacío, carente de sustancia y significado real, plagado de turistas y algún autóctono ignorante de su glorioso pasado. Hasta que una noche, la noche en que nuestro protagonista, completamente frustrado, ha decidido regresar a casa, su sueño se cumple en un viaje alucinante y onírico por los canales de la ciudad, donde, como ocurría de modo similar en “El vinoso ponto”, el pasado idealizado no es un refugio, sino un lugar espeluznante a donde no se puede escapar porque no hay lugar donde escapar de uno mismo.
El volumen se cierra con “En las entrañas del bosque” en el que Aickman combina con mucha eficacia el simbolismo de los elementos que conforman el cuento con la exploración psicólogica de su personaje central, Margaret, ama de casa y esposa de un ingeniero inglés que se traslada a Suecia a construir una autopista que atravesará los vírgenes bosques escandinavos. Allí, sin mucho que hacer mientras su marido va de acá para allá por movidas del curro, descubre un extraño hotel, o clínica para insomnes, donde acaba alojándose por un par de noches. Como decía, el cuento resulta ejemplar en su manejo del simbolismo, tanto de los insomnes, que asemejan monjes contemplativos, retirados del mundo tras sufrir una iluminación espiritual que les hace imposible seguir conviviendo con sus semejantes, como del bosque, convertido en un enorme, oscuro y casi amenazador espacio subconsciente que resolverá el conflicto psicológico de la protagonista, a diferencia de lo que ocurre en “La habitación interior”. Añadir también que la imagen del bosque y sus múltiples caminos recorridos por insomnes al caer la noche, es una de las más sugerentes y exquisitamente escritas de la antología, donde la traducción de Arturo Peral, raya a gran altura. Como en el resto del volumen, hay que añadir.
En conjunto Cuentos de lo extraño resulta la puerta perfecta para entrar en el mundo de Robert Aickman, diferente a todo lo que hayan leído antes, un abanico de relatos cuyo aspecto más placentero quizá sea éste que se extiende más allá de la lectura, el de pensarlos, recordarlos o interpretarlos como si fuesen una colección de sueños. Me lo he pasado muy bien leyendo, reflexionando y escribiendo sobre Aickman, si ya conocen su obra sabrán de que hablo, si no lo han hecho todavía me dan una envidia tremenda, ojalá pudiera disfrutar de nuevo de la experiencia, desconcertante y única, de leer un relato de Robert Aickman por primera vez.
Cuentos de lo extraño, de Robert Aickman
Traducción de Arturo Peral Santamaría
Ediciones Atalanta (2011)
350 pp. Rústica. 21,85€
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