A la hora de acometer la ardua y casi dolorosa tarea (escribo esto bajo la doble mirada reprobatoria de Playa terminal y Mitos del futuro próximo) de seleccionar los cinco libros de ciencia ficción que rescataría de la invasión de un calamar interdimensional, se me plantearon diversas estrategias: a) acudir a las obras que uno atesora en ese punto débil que se encuentra entre los diecitantos y los veintipico, la época del descubrimiento y el disfrute desprejuiciado, en el que las lecturas quedan marcadas a fuego en nuestra experiencia vital, convirtiéndose en parte de nuestra identidad y que por eso mismo defenderemos a muerte contra viento y marea aunque la última vez que nos acercamos a ellas fue hace treinta años; b) poner las cinco primeras que se me vinieran a la cabeza y volverme al sillón (ni confirmo ni desmiento); o c) superar la fascinación adolescente, y, comprobar si, siendo ya un viejo amargado con el colmillo retorcido, he podido descubrir en mis lecturas más o menos recientes obras de ciencia ficción que exhibieran el sentido de la maravilla, el poder de la narración, la fuerza desafiante de las ideas locas, y por qué no, que incluso hayan podido emocionarme como hicieron otras cuando todavía era joven e impresionable.
Viaje a Arcturus (1920), de David Lindsay. La oscura novela de un un caballero eduardiano escocés, vendedor de seguros de profesión, escrita tras regresar de la I Guerra Mundial con sus convicciones comprensiblemente tocadas, es un clásico de culto del fantástico anglosajón, admirada por luminarias del calibre de Alan Moore, J. R. R. Tolkien, Clive Barker o Harold Bloom (quien, completamente flipado, escribió su propio fan-fiction sobre esta novela, Flight to Lucifer, su única obra de ficción). Resumiendo someramente; Viaje a Arcturus es uno de los viajes de aprendizaje sobre la esencia espiritual de la existencia más raros que he leído en mi vida, una alucinada odisea gnóstica en la que un señor, tras asistir a una sesión de espiritismo un sábado por la noche, acaba dándose un larguísimo garbeo por el planeta imaginario Tormance del sistema de estrella doble Arcturus. En su progreso del peregrino se topará con todo tipo de personajes proto-transhumanistas, presupuestos filosóficos, paisajes alienígenas y pasiones desbocadas para acabar enfrentado a la terrible realidad que gobierna aquel mundo de naturaleza dual. Lisérgica, divertidísima, pesimista, morbosamente puritana e imaginativa hasta niveles estratosféricos, es una novela que se devora porque la narración de Lindsay elude el análisis, mostrando continuamente y burlando siempre tus expectativas; en Torrance puede pasar cualquier cosa en cualquier momento y nunca sabrás lo que te espera a la vuelta de página.
La tierra permanece (1949), de George R. Stewart. No sé si alguna vez se les han saltado las lágrimas en la Estación Sur de autobuses de Madrid (no, el lavabo de caballeros no cuenta), pero eso es lo que me ocurrió a mí al terminar las últimas páginas de esta novela mientras permanecía varado en el desolado paisaje de la estación más sórdida del mundo apurando un café requemado. Y es que La tierra permanece es una novela de sereno y emotivo humanismo revolucionario, la obra de ciencia ficción escrita por un discreto historiador, profesor y topógrafo que se dedicaba a elaborar ensayos divulgativos sobre acontecimientos históricos norteamericanos como la batalla de Gettysburg o narraciones de carácter científico sobre el efecto que grandes catástrofes, como tormentas o incendios, producirían sobre la Tierra. Con el ánimo de relatar pormenorizadamente lo que ocurriría si la raza humana desapareciera del planeta a causa de una epidemia al objeto de demostrar que es el entorno el que moldea las sociedades humanas, la trama acaba poniendo en tela de juicio los valores y convicciones positivistas de su terco protagonista, emperrado en resucitar la civilización que ha conocido siempre, a la vez que desafía los principios del cientifismo y el mito del progreso tecnológico infinito, proponiendo otra relación del ser humano con la naturaleza y su entorno, justo en el momento en el que Occidente se encontraba a las puertas de una autopista de veinte carriles hacia el futuro de la sociedad de consumo. Las últimas cuarenta páginas son, en mi opinión, de lo mejor que se ha escrito en la ciencia ficción de todos los tiempos; una fascinación lírica, tremendamente emotiva, asombrada y maravillada ante la vida, producto de la inagotable generosidad del planeta Tierra.
The Centauri Device (1974), de M. John Harrison. La primera y única space opera punk de la historia de la ciencia ficción. Con ánimo destructivo, Harrison la emprendió con todos los tropos de la ciencia ficción aventurera; el héroe protagonista que ejerce su voluntad sobre el entorno, el sentido de la maravilla, la emoción de la aventura, el triunfo alcanzado mediante enérgicos actos heroicos, etc. Todo esto se sustituye por un relato protagonizado por John Truck, un matao que va dando tumbos de un lado a otro del argumento, sumido en un No Future espacial en el que los seres humanos reproducen por toda la galaxia su eterno ciclo civilizatorio de conflicto bélico, genocidio y dominio imperial, donde las naves estelares se corroen abandonadas junto a alguna triste ciudad industrial de Inglaterra, en el que la guerra en el espacio significa horror, destrucción y muerte sin sentido como siempre ha sido la guerra, para proponer finalmente la tabla rasa, tanto en el tinglado argumental planteado en la novela como en forma de tajante aseveración metanarrativa sobre la esterilidad de la ciencia ficción de aventuras. Cabreadísima, irregular, nihilista, visionaria, espléndidamente escrita, lo que en un principio iba a ser la refutación absoluta de un subgénero se convierte en uno de los mejores ejemplos de destrucción creativa de la ciencia ficción. Por poner un par de ejemplos fáciles, otras obras que podrían haber figurado perfectamente en esta lista, como Neuromante o la serie de la Cultura de Iain Banks, no podrían haber existido sin el afán iconoclasta de The Centauri Device.
El libro del sol nuevo (1980-1983), de Gene Wolfe. Con esta obra rompo mi intención de no incluir libros que me impactaron en la juventud, pero en este caso no he podido evitarlo, puesto que el Sol Nuevo no es uno de mis libros favoritos, es mi obsesión favorita. Se trata de una obra que me lleva acompañando desde que la leí por primera vez hace más treinta años y que, todavía hoy, sigo relacionando con las más dispares lecturas que van pasando por mis manos, como ha ocurrido este mismo año pasado con El mago de John Fowles o los relatos de las Mil y una noches en general y el ciclo de Simbad el marino en particular. Porque el ciclo del Sol Nuevo no te lo acabas nunca, es una cebolla infinita que, bajo las capas de ciencia ficción disfrazada de fantasía, el camino del héroe/dios solar y la exquisitez formal, esconde una obsesión casi malsana por el acto de narrar, tan propio de los seres humanos, con el que construimos ese relato interno que da forma a nuestro yo, pero que, ay, en el fondo no es más que el juego de un ilusionista, un engaño, una mentira. Pero además de ser la obra ideal para tirarse el pisto en las reseñas, no deja de ser un entretenido libro de aventuras, un bizarrísimo peregrinaje en el que el tortuoso camino a la elevación espiritual de su protagonista, Severian, se desarrolla en un universo fascinante que Wolfe logra recrear gracias a su elaborado estilo, generando esa sensación cuasi mágica de la literatura; la de estar alucinando vívidamente con un lugar imaginario que traspasa a lo real en nuestras mentes.
Visión ciega (2006), de Peter Watts. Visión ciega es la demostración de que hasta la denostada ciencia ficción de ideas se la puede sacar en un momento dado para sobarte el jeto con todo su deslumbrante poderío. Se trata de una apabullante novela sobre la relación entre el consciente, el inconsciente y la percepción humana que toma forma de historia de primer contacto de tono opresivo, casi de terror, y cuya estructura va acumulando tensión a fuerza de retirar poco a poco el suelo bajo los pies del lector mediante una serie de sucesivas y desarmantes disquisiciones científicas, para, finalmente, acabar destruyendo todas las convicciones que hayamos podido albergar sobre cosas tan fundamentales y que damos tan por sentadas como son el modo en que nuestro cerebro percibe el entorno y nuestra naturaleza de seres autoconscientes (gracias a Dios, Watts incluyó un fascinante epílogo desarrollando las teorías científicas sobre las que se basa la novela para beneficio de los que somos más lerdos). Pero si de algo puede presumir Visión ciega es de ser ciencia ficción dura en su estado más puro y válido, haciendo lo que ningún otro subgénero puede hacer. Como Greg Egan en Axiomático, Watts explora a fondo fascinantes y complejos conceptos neurobiológicos para examinar lo que nos define como seres humanos, y, a partir de ahí, especular sobre nuestro lugar en el universo sin la necesidad de ofrecer respuestas reconfortantes o consolatorias, armado únicamente con una inagotable curiosidad, un cerebro brillante en perfecto estado de funcionamiento y la inflexible voluntad de entender el misterio de nuestra existencia como seres humanos.