Hola. Un pequeño aviso antes de que sigan adelante y, es que, como suelo hacer, en estas dos reseñas destripo argumentos y finales sin conmiseración ninguna. Ocurre que al analizar según que obras me resulta inevitable hablar de algo tan importante como son las resoluciones, las mías suelen ser reseñas para leer después de. Así que si están especialmente interesados, lean las novelas y vuelvan luego. En caso contrario, si no tienen miedo a nada, ¡al lío!
En muchas ocasiones uno descubre obras interesantes y relegadas al olvido por el paso del tiempo un poco por casualidad, por una mención de pasada en un artículo o como resultado de alguna oscura referencia. Es el caso de las dos novelas que nos ocupan hoy, a las que llegué copiando de la Wikipedia durante el proceso de documentación para la reseña del ciclo Viriconium de M. John Harrison: The Star Virus, de Barrington J. Barley y The Centauri Device, del propio Harrison. Dos obras que habrían influido de forma decisiva en la space opera británica de los ochenta en general y la saga de la Cultura de Iain M. Banks en particular, origen del renacer del subgénero escapista por excelencia, usualmente despreciado por los teóricos más rigurosos de la ciencia ficción, pero que, como muchas manifestaciones de la cultura friki, ha logrado alcanzar la normalización. Es decir, no la popularidad, que ya había logrado gracias al cine, sino que se ha convertido en un relato con sus códigos y tropos particulares, muy definidos por la tradición, pero lo suficientemente elástico como para albergar las inquietudes y necesidades narrativas de todo tipo de escritores y lectores, no sólo la de señores mayores con gruesas gafas de pasta negra que fuman en pipa.
En un principio había pensado incluir en este artículo Los hombres paradójicos (1955), de Charles L. Harness, cuyo moderno sentido del espectáculo gustó e influyó a escritores claves de la new wave británica como Brian Aldiss o Michael Moorcock, pero finalmente deseché la idea porque es una obra que queda un poco a la sombra de Alfred Bester, es decir, si has leído a Bester la novela de Harness te va a sonar bastante (ojo, que no quiero decir con esto que sea mala, ni mucho menos). Simplemente, tras leer tanto Los hombres paradójicos, como The Star Virus como, sobre todo, The Centauri Device se da uno cuenta de la enorme importancia de Alfred Bester en todo este sarao de la space opera “elevada”. Y es que tomando como modelo una novela totémica de aventuras, El conde de Montecristo, Bester impregnó Las estrellas mi destino de la modernidad hipster (los de los cuarenta/cincuenta, no confundir con nuestros barbudos contemporáneos fabricantes de cerveza casera) de su época y, lo más importante en mi opinión, creó un personaje que se alejaba del héroe solar de este tipo de aventuras, malencarado, bruto, feo y macarra pero que también podía ser un dandy, ingenioso, moderno y a la moda, que encarnaba a las mil maravillas el arquetipo del democrático héroe de las mil caras. Y la progresiva metamorfosis de este personaje protagónico de la space opera a través de su cuestionamiento y revisión crítica, es el aspecto que me ha resultado más interesante de las dos novelas que reseño a continuación, una contribución fundamental para entender la evolución del subgénero tal y como lo conocemos hoy en día.
The Star Virus, de Barrington J. Bayley (1964, relato; 1969, novela corta)
Érase una vez que a finales de los cincuenta/principios de los sesenta del siglo XX llegó la New Wave a la casa del árbol de la ciencia ficción anglosajona, revolucionando las hormonas del género y las exóticas aventuras espaciales de evasión dejaron de tener cabida en el nuevo corpus ideológico, más interesado por el espacio interior, y un futuro catastrófico y distópico donde los alienígenas éramos nosotros. Pero tampoco faltaron aguafiestas que acometieron el denostado género de las pistolas de rayos a la británica manera, es decir, como ir a misa de domingo sin afeitar, con el mono embarrado de haber estado trabajando en las cochiqueras toda la semana y cara de mala hostia: sátira chunga, pesimismo desencantado, un sentido del humor que parece un ataque de tos de tabaco negro nada más levantarse de la cama y unas ganas enormes de joder la marrana en general. Uno de estos autores fue Barrington J. Bayley.
Barrington J. Bayley es quizá el más oscuro miembro de la New Wave, con sólo dos novelas traducidas al castellano, El alma del robot y Ojo del terror, ésta última una extravagante novela de aventuras ambientada en el universo Warhammer 40K que no está nada mal (única novela de Bayley que había leído hasta ahora, este es mi nivel). A pesar de formar con Moorcock y Ballard el triunvirato que se conjuró para destruir la ciencia ficción tal y como se conocía a finales de los cincuenta, fue el que menos éxito cosechó de todos. Tras la lectura de The Star Virus no es difícil constatar por qué; dificultad en construir personajes interesantes aparte del protagonista, un argumento escasamente estructurado y un tono deprimente y cenizo que debió espantar a los más bregados aficionados a la space opera de la época mientras que el resto de su público potencial no se acercaría a una novela de correrías espaciales ni con un palo láser de varios pársecs de longitud. Pero a pesar de todo ello, The Star Virus es una novela corta muy interesante, sorprendente en ocasiones, y con unos cuantos hallazgos que preludian el trabajo no sólo de futuros escritores clave en la space opera británica como Iain M. Banks, o, sobre todo, M. John Harrison, sino parte del tono y la estética de mucha de la ciencia ficción audiovisual de los setenta y ochenta, incluido -¡cómo no!- el cyberpunk.
The Star Virus narra la peripecia de Rodrone y su banda de forajidos espaciales que roban un complejo artefacto con aspecto de lente a unos extraterrestres comunistas mientras estos andaban liaos con sus planes quinquenales galácticos. Aparentemente, la única función de dicha lente es la de proyectar imágenes de cualquier rincón del universo de forma aleatoria, así que tras el robo, Rodrone y sus compinches se embarcan en una investigación-huida hacia adelante intentando averiguar cómo funciona el cacharro que ha llegado a sus manos, y sobre todo, como sacar provecho material de él, lo que se articula en un argumento a medio camino entre el western y la novela negra pulp; van a un sitio, preguntan, les pasa una movida, salen por patas, vuelta el ciclo a comenzar, hasta que Bayley da por finalizado el correcalles con una casualidad argumental. No, no es en el argumento donde están las mejores virtudes de The Star Virus.
Lo que sorprende al leer esta novela son otras cosas. Primero, el ánimo iconoclasta, desencantado, negrísimo, que anima la novela, una aventura muy de masculinidades chungas, carente del glamour, epicidad, exotismo, espectáculo, brillo, heroísmo o alegría de la space opera clásica. En el fondo se trata de una especie de western crepuscular donde reconoceremos elementos tonales y estéticos (lo sucio, lo roto), que se harían populares años más tarde tanto en las novelas como, sobre todo, en el cine o los tebeos de ciencia ficción al estilo 2000 A.D; naves espaciales que no son más que pedazos de chatarra, astropuertos convertidos en bazares agobiantes y planetas cochambrosos con climas de mierda habitados por gentuza desagradable (¿sutil metáfora de las islas británicas?). Con sus pinceladas proto-cyberpunk, como ese científico underground que se ha extirpado los ojos para enchufarse una cámara directamente al cerebro por medio de un implante, o ideas decididamente vitriólicas que parecen flechas envenenadas dirigidas directamente al corazón del sense of wonder, como los deadliners, las tripulaciones de las enormes naves que viajan entre las estrellas, convertidos en enloquecidos adoradores de la muerte completamente trastornados por la relatividad temporal. Como curiosidad mencionar que durante su flirteo con la New Wave, William Burroughs se hacía el interesante ante los encendidos ditirambos de Ballard y Moorcock para acabar rindiéndose ante The Star Virus, de la que tomó el concepto de los deadliners, incluyéndolos en la edición revisada de El ticket que explotó. Pero Burroughs no es el único nombre ilustre influido por esta novela, por ejemplo, uno de los más conocidos recursos que empleaba Alan Moore en Watchmen, el de metaforizar el verdadero carácter moral de las acciones de Ozymandias mediante una historia ficticia de piratas, homenajea o está directamente inspirado en un mecanismo argumental que emplea Bayley con el mismo propósito.
Y por estos caminos de lo moral llegamos a la clave de la novela y el aspecto que para mí resulta más interesante; su protagonista, Rodrone, con el que Bayley te putea sin misericordia satirizando con sonrisa cadavérica el manido mito del héroe de los miles de rostros. Al principio Rodrone parece el típico antihéroe, el personaje a lo capitán Ahab, el Hombre con una Misión de tantas y tantas historias. Pero según avanza la narración, Rodrone se va transformando en un personaje con el que cuesta compartir viaje; obsesivo, cínico, individualista hasta la náusea y aquejado de un grave caso de narcisismo egoísta. Como lector no puedes dejar de notar que hay algo bastante jodido en Rodrone, quien, sin dejar de engañarse a sí mismo sobre sus propósitos, no duda en sacrificar todo y a todos para lograr su objetivo. Obsesionado con la búsqueda de una respuesta al misterio de la lente, Rodrone va deslizándose poco a poco por una abyecta espiral de degradación moral hasta acabar en uno de los más negros destinos de la literatura de ciencia ficción, comandando una fantasmal nave de locos atravesando el vacío estelar hacia galaxias lejanas, convertido en vector de la infección, el andrajoso heraldo de una humanidad que, como un virus destructivo, se extiende sin remedio por la galaxia.
The Centauri Device, de M. John Harrison (1974)
“I once made the mistake of telling Mr.Harrison how much I was inspired by The Centauri Device. He looked decidedly affronted. ‘Well you shouldn’t be,’ he said truculently. ‘It’s a very bad book.’” – Colin Greenland.
No he podido resistirme a abrir la reseña de The Centauri Device con esta simpática nota de humor cenizo típicamente harrisoniano. Y es que la paradoja planteada por la anécdota de Colin Greenland, que Harrison reniegue o haya renegado alguna vez de esta imperfecta, irregular y brillante novela a pesar de todo, y que a su vez haya resultado una inspiración para varios autores muy importantes, tiene su explicación. A grandes rasgos se podría afirmar que el objetivo de Harrison al escribir The Centauri Device era similar a lo que ya había hecho previamente con el fantasy en The Pastel City (1971), es decir, poner en la picota la ciencia ficción aventurera y escapista, a la vez que, de una forma quizá un poco naif, intenta “dignificar” el subgénero introduciendo en el relato al menos tres elementos ausentes en la tradición spaceoperística. A saber; uno, incluir asuntos políticos contemporáneos que no sean la habitual defensa del status quo y el orden económico-social imperante a través de la fe en el progreso, el optimismo tecnológico y la figura del antagonista extraterrestre. Dos, que se puede y se debe prescindir del arquetipo narcisista y consolatorio del héroe de las mil caras para protagonizar estas historias, desechando ese personaje heroico cuyos actos crean la ilusión de que controlamos y dominamos el entorno que nos rodea. Y tres, ya entrando en lo estético, rechazar las baratijas brillantes a través de las cuales la space opera vende su fantasía consolatoria, generando lo que conocemos como sense of wonder no mediante la la grandilocuencia, la épica o el exotismo heredero de la novela de aventuras colonial y de frontera, sino a través de un estilo muy elaborado, una poética de ciencia ficción reminiscente de Bester, Delany y los experimentos spaceoperísticos de William Burroughs en el ya mencionado El ticket que explotó o Las ciudades de la noche roja. Un estilo cuya influencia se puede rastrear hasta William Gibson, a quien, estoy convencidísimo, le debió gustar un disparate The Centauri Device, de la que extrajo el personaje principal, la omnipresencia de las drogas, el desencanto con el futuro, la ambientación de bares nocturnos y espacios urbanos en decadencia y su exquisito estilo, para Neuromante.
En The Centauri Device, Harrison, recogiendo el testigo donde lo dejó The Star Virus, propone una space opera punk que convierte al espacio exterior, habitualmente cargado de promesas y aventuras, en el escenario del No Future galáctico, un lugar de arrabales en planetas infernales, sectas enloquecidas, mundos cubiertos por un océano de papilla orgánica donde el genocidio se ha aplicado mediante un riguroso método científico, rebeldes anarquistas cuyas acciones heroicas resultan estériles y vacías, dramas cotidianos en ciudades inglesas post-industriales bajo la sombra de naves espaciales desmanteladas… La Tierra ha exportado a la Vía Láctea su eterna historia de guerra y exterminio, un ciclo destructivo en cuyos resquicios tipos como John Truck se buscan la vida traficando con lo que pueden y consumiendo mucho más de lo que deben. John Truck es el capitán de una pequeña nave espacial que consiguió de rebote, y con la que se gana la vida trapicheando de planeta en planeta por lo ancho y largo de la Vía Lactea, sacudida por los ecos del conflicto entre el Gobierno Mundial de Israel y la Unión de Repúblicas Socialistas Árabes, las dos facciones político-económicas herederas de los bloques comunista/capitalista que se disputan la hegemonía terrestre, exportando el conflicto a toda la galaxia y exterminando de paso alguna raza extraterrestre que pasaba por allí (como, por ejemplo, los centaurianos del título). Y mientras John se dedica a drogarse e ir de bares como un inconsciente con su colega y sidekick Tiny por no tener nada mejor que hacer, oscuras fuerzas se desperezan entre bambalinas. Resulta que un fanático religioso ha descubierto una poderosa arma en uno de los planetas del sistema Centauro, una especie de bomba sintiente que sólo alguien con genes centaurianos podría manipular. Casualmente Truck, hijo de una prostituta centauriana y padre desconocido, sería el único ser vivo en toda la galaxia capaz de apretar el gatillo de un artefacto con tal capacidad de destrucción que ni los centaurianos quisieron activar cuando se enfrentaron al genocidio. El resto se lo pueden imaginar.
La excusa argumental de The Centauri Device recuerda enormemente al PyRE, el mcguffin de Las estrellas mi destino, y a mi entender esto es así completamente a propósito. La intención de Harrison es poner patas arriba la estructura que subyace en la novela de aventuras espaciales, la del Hombre con una Misión antes mencionado que ejerce activamente una serie de acciones sobre el resto de personajes y su entorno, a los que es capaz de controlar o manipular para conseguir sus objetivos, embarcado en una búsqueda espiritual tras la cual entregaría el conocimiento obtenido al resto de la humanidad o se sacrificaría para dar a luz un mundo nuevo. Harrison se burla agriamente de este relato poniendo a un punk a protagonizar su space opera. Pero no la conocida estampa folclórica de un punki con cresta y un imperdible en la nariz, sino lo que se entendía por punk en jerga carcelaria, es decir, un tipo al que le dan por el culo. Y John Truck es ese punk, un personaje completamente pasivo que se ve arrastrado de un sitio para otro por fuerzas que escapan a su control, dando tumbos por los vericuetos del argumento, siendo atrapado una y otra vez en su huida hacia ninguna parte en una odisea de asco y violencia. El hijo de una prostituta drogadicta que en su interior acogería a todos los desgraciaos, el santo patrón de los que somos incapaces de controlar nuestras vidas, que nos definimos por lo que no queremos porque en el fondo no sabemos qué deseamos y que vamos dando tumbos por la vida arrastrados por circunstancias e intereses ajenos completamente fuera de nuestro control, de los que sólo somos capaces de huir en cuanto las fuerzas nos lo permiten. Es más, si lo que posibilitaba a Gully Foyle controlar el PyRE era la fe, la creencia en que debía existir una respuesta al enigma del Universo, John Truck, superada la ordalía de sobrevivir a los acontecimientos de la novela con su indiferencia herida de muerte y habiendo adquirido el conocimiento de la verdadera naturaleza de las estructuras de poder que rigen la galaxia y cuál es su lugar en ellas, ya no cree en nada ni nadie. Y actuará en consecuencia. Convertido en un nudo de desesperación y rabia, Truck cometerá el definitivo acto de destrucción que funciona a dos niveles. Uno, como acto de desesperación destinado a romper las cadenas de la Tierra que atenazan la galaxia, un sistema histórico-político injusto y opresivo que se perpetúa a sí mismo en el tiempo y el espacio y del que no hay escapatoria posible. Y dos, como solución final a las fantasías de pistolas de rayos, desechando el subgénero como un medio válido con el que hacer literatura.
Y aquí es donde se manifiesta la paradoja Greenland, porque este aparente nihilismo estéril ha acabado revelándose como un acto de destrucción creativa. La tábula rasa dejada por John Truck/John Harrison se ha convertido, con el paso del tiempo, en el necesario desraizamiento de un campo agotado, dejando el terreno listo para que la space opera creciera con nueva savia y vigor renovado de la mano de autores inquietos, a los que, finalmente años más tarde, Harrison devolvería el saludo con Luz. Pero esa es otra historia.
The Star Virus, de Barrington J. Bayley.
Gateway, 2011 (originalmente editada por Ace en 1969, expandiendo un relato publicado por New Worlds en 1964).
E-book. 120 pp. 5,49€.
The Centauri Device, de M. John Harrison.
Gateway, 2010 (originalmente publicada por Doubleday en 1974).
E-book. 208 pp. 5,49€.
Descubrí a Bayley en “Las cien mejores novelas de ciencia ficción”, de David Pringle, que lo menciona de pasada. Tengo pendiente “El alma del robot”. Pero la que reseñas aquí tiene muy buena pinta!
(Hay tantas traducciones pendientes).
Saludos.
The Centauri Device también estaba en la lista de Pringle y siempre esperé a la traducción que nunca llegaba.
Lástima que ninguna de las dos obras conozca traducción al castellano. Magnífica reseña, en cualquier caso. Muchas gracias. Ah, añadiría el ” Empty Space” del Gran John Harrison …!
Hola. Gracias, me alegra que os haya gustao la reseña. No, esto no creo que se traduzca nunca, Bayley es un completo desconocido que incluso estuvo muchos años sin publicar (se puso a currar ¡en la mina! en los setenta) y estos autores ya viejunos no interesan. Harrison es simplemente veneno para la taquilla.
Tampoco fliparse con The Star Virus, jajaja, lejos de mi ánimo el hypear. A mí me gustó y tiene muchos elementos de interés, pero también tiene sus problemillas… y no sé como la recibiría un lector moderno. Pero bueno, son cien páginas, se lee en un suspiro y ya digo que tiene sus cosas interesantes.
Gollancz está sacando unos omnibuses muy jugosos de algunos de estos autores de la new wave (Bayley, Sladek) y de muchos otros de distintas ramas del género, como por ejemplo Pat Cadigan, la recientemente fallecida Kate Wilhelm (RIP), o clásicos hard como Hal Clement o Charles Sheffield.
Casi prefiero tapar huecos en mis lecturas con este tipo de libros que catar muchas de las novedades del mercado actual. Mi ideal es leer una novedad y a renglón seguido un título publicado no antes de los 90 del XX. Aunque supongo que estoy más solo que la una en este sentido y que en realidad a nadie le importa una M este tipo de literaturas. Una pena, porque en un género con una trayectoria ya tan larga debería haber un lugar para poder echar la vista atrás y recuperar este tipo de material más que interesante (recuperar y en la mayoría de los casos publicar por primera vez, que tampoco es que abunden las traducciones).
Gigamesh está haciendo algo en esta línea con Ian Watson, y me parece muy loable. A ver si surge una nueva tendencia en este sentido.
totalmente de acuerdo.
Sí, el mercado anglosajón es muy amplio y se puede permitir esas alegrías, pero no creo que el español de para recuperar autores semiolvidados a un público que no creo que esté demasiado interesado y puede que con razón, a ver qué lector/a joven se va a gastar quince pavos o más en una oscura novela de un señor semiolvidado, escrita hace cuarenta o cincuenta años, cuando en su red social (la del lector, no la del señor semiolvidado) todo el mundo está leyendo las novedades de su época, como es normal. Salvo caprichos editoriales puntuales, tipo me publico esto que no va a vender porque quiero y porque me lo puedo permitir. En fin, una pena que no juegue a la lotería porque hay unos cuantos inéditos anglosajones y algún descatalogado, quizá no obras maestras, pero como mínimo interesantes, que molaría publicar por afición, palmar pasta como si no hubiera un mañana y quedarse bien ancho.
De Bayley no puedo hablar, pero no me importaría darle un tiempo a ese Virus Estelar.. Y, joda, que Harrison no sea adorado, amado, reconocido, y yoquesé ..no me cabe en la cabeza, pero si es un genio !!! Yo disfruté su Secuencia de Viriconium y que pasada. Son tres libros buenísimos, ¿cómo puede triunfar Alan Moore y no Harrison, si casi son primos hermanos …?. Que lástima, la verdad, que lástima…
Leches, ahora el único libro de Harrison del que podía pasar sin problemas se convierte en otro imprescindible. Gracias, hombre (grrr).
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