Casa de soles, de Alastair Reynolds

Casa de solesLos (contados) nostálgicos de La Fucktoría de Ideas, sección ciencia ficción, se hacen notar ocasionalmente en las redes sociales con un suspiro “ya no hay editoriales que apuesten por la cf como ellos”. Un lamento-desiderata que se puede compartir hasta que emergen detalles que harían hoy inviable aquella iniciativa. Primero, el derrumbe del mercado de lectores de cf más sostenida en la aventura y apegada a la base científico-tecnológica. Y, después, todo lo aparejado a unas ediciones entre lo mejorable y lo intolerable, con todo tipo de trapacerías en el trato a traductores y correctores, chapuzas editoriales de diversa índole… Dicho lo cual, de vez en cuando me leo alguno de los libros pendientes que tengo en la estantería y comparto esa desazón por la falta de un sello donde se publiquen libros como Casa de soles.

Alastair Reynolds vuelve a exhibir su ambición en la escala de espacio, tiempo y los elementos de los que se sirve para construir el relato. La trama principal abarca seis millones de años y tiene como protagonistas a Purslane y Campion, dos miembros del clan Gentian; un grupo de clones que viaja por la Vía Láctea negociando con información y creando diques que contienen estrellas cuya secuencia puede llevarlas a estallar. La primera parte del libro cuenta sus peripecias previas a una reunión de todo el Clan; el momento en el cual, tras 200.000 años, los shatterlings del grupo se juntan en un lugar prefijado para compartir/conjugar sus vivencias durante ese tiempo, antes de una nueva diáspora. A esa cita van a llegar con unas décadas de retraso, lo que les expone a una reprimenda. Sin embargo, este hecho desafortunado termina convirtiéndose en bienaventurado. En ese encuentro los Gentian van a darse de bruces con la posibilidad de su completa aniquilación.

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Matter, de Iain M. Banks

En 2008, ocho años después de la publicación de Look to Winward, apareció en el mercado editorial Matter, la octava novela de la serie de la Cultura. Preguntado en algunas entrevistas por las razones de esta larga pausa en la celebrada serie de anarquistas utópicos del espacio, Iain Banks ofrecía una serie de prosaicos motivos que se pueden resumir en “la vida es eso que pasa mientras andas ocupado en otros planes”. Que había estado muy liado con el proyecto de un libro sobre el whisky escocés que no llegó a ver la luz, que la redacción de The Algebraist, un tocho de considerable tamaño y exhaustivo worldbuilding, le había ocupado demasiado tiempo y que, para acabar de rematar, su matrimonio había atravesado una grave crisis, circunstancia que no le ayudó precisamente a encontrar el ánimo necesario para escribir. Y cuando en esas mismas entrevistas alguien le preguntaba si es que ya se había cansado de la Cultura, Banks declaraba que en absoluto, que precisamente le divertía muchísimo escribir sobre su más famosa creación, y que en Matter había disfrutado enormemente mostrando al detalle los entresijos de Circunstancias Especiales, ampliando todavía más el alcance galáctico de la serie y analizando las interacciones de las especies extraterrestres que entretejen la compleja jerarquía cósmica de su universo, una ambición que juega un poco en su contra como veremos más adelante.

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Light Chaser (Surcaluz), de Gareth L. Powell y Peter F. Hamilton

Light ChaserEl primer capítulo de Light Chaser (Surcaluz) apela a lo que me atrae en la space opera contemporánea. En una decena de páginas se asiste a una serie de tensas maniobras en las que los dos tripulantes de una nave se abocan a su propia muerte. Para describir el proceso, Gareth L. Powell y Peter F. Hamilton utilizan un lenguaje plagado de neologismos cuyo significado se intuye por el contexto, unas situaciones impensables con la tecnología actual. Apelan al hambre de sentido de maravilla y estimulan la curiosidad por descubrir los motivos detrás de esta acometida suicida. Una vez concluido el preámbulo, se toman las 130 páginas restantes para exponer el por qué de ese curso de acción, y coquetean con un tratamiento de la aventura espacial más apegada a la estética de la fantasía medieval. Por hacer un símil con las novelas de La Cultura, se alejan de Pensad en Flebas para sobrevolar Inversiones.

La protagonista es Amhale. Esta surcaluz se desplaza por los mundos que conforman el Dominio recogiendo unos collares que ha entregado a una serie de personas (nobles, artistas, mercaderes, campensinos…) un milenio antes. A modo de cronista, los dispositivos graban la vida de sus poseedores y almacenan unas experiencias que Amhale transporta de vuelta a su planeta de origen; el único lugar del Dominio con la capacidad para viajar en unas naves a velocidades relativistas. Así, se desplaza de sistema en sistema en un trayecto de siglos sacando partido de la dilatación temporal y las modificaciones a las que se ha sometido. En estos trayectos Amhale se imbuye en las vivencias recopiladas en los collares. Un día se encuentra con una mensaje directo a lo La Rosa Púrpura de El Cairo; como si durante la proyección de Casablanca uno de los figurantes se girara hacia nosotros y nos hablara. Es la puerta de entrada a la gran intriga detrás de su trabajo y, prácticamente, la arquitectura social del Dominio.

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Trouble on Triton, de Samuel R. Delany

En el ensayo sobre la utopía en la literatura de ciencia ficción, Soñar de otro modo. Cómo perdimos la utopía y de qué forma recuperarla, su autor, Francisco Martorell, señala una cuestión en principio sorprendente; a partir del trauma de la Segunda Guerra Mundial y el consecuente desprestigio de las utopías digamos “totalitarias” muy de moda a finales del siglo XIX y principios del XX, la ciencia ficción moderna apenas se ha ocupado de especular con otros mundos mejores o más justos de un modo que trascendieran dichas utopías decimonónicas, cuyas sociedades “perfectas” eran resultado de crudas operaciones de ingeniería social basadas en rígidas superestructuras que, en su propia naturaleza, albergaban la semilla de un sistema totalitario y opresor de la libertad individual, es decir, “el mundo según un iluminado”. Imaginar un sistema político, económico y social más justo e igualitario que no haya de estar reñido con las libertades individuales, que se encuentre en situación de cambio constante, y que no caiga en la prisión de la perfección y por tanto, del inmovilismo, parece una empresa a la que el género parece haber renunciado casi por completo. Martorell hace sus cuentas y en unos setenta años de ciencia ficción, apenas le salen tres obras que manejen estos parámetros; la Trilogía de Marte de Kim Stanley Robinson, la serie de La Cultura de Iain Banks (ésta pelín irrealizable de momento) y Los desposeídos de Ursula K. Le Guin. Da la impresión que la ciencia ficción se ha tomado más molestias en refutar la utopía o proponer distopías antiutópicas que en reformular sus propuestas para mejorar este asqueroso mundo. Parece como si los autores del género sólo fuesen capaces de tomarse la literatura utópica por lo literal en lugar de lo metafórico, un “espacio de las ideas” en el que proponer conceptos en un principio inconcebibles para el orden social imperante pero que con el tiempo fueran permeando en la esfera pública y social para finalmente mejorar nuestra vida como colectivo, por lo que uno se queda con la impresión (y la sospecha) de que si a la ciencia ficción “de toda la vida” le ha costado horrores imaginar un futuro posible diferente al capitalismo, el anarcocapitalismo o el libertarianismo es porque ha sido un género predominantemente conservador. Y aunque Trouble on Triton, la novela de Samuel Delany que he traído al especial anual “amojamado o solamente medio muerto”, comparte en cierto modo esta actitud antiutópica, en este caso los argumentos presentados por Delany, sobre todo filosóficos y literarios, resultan mucho más elaborados e interesantes que los de sus colegas más de centro sensato liberal, por lo que creo que es una obra que merece ser recuperada y revisada.

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Mis cinco libros de ciencia ficción (6)

A la hora de acometer la ardua y casi dolorosa tarea (escribo esto bajo la doble mirada reprobatoria de Playa terminal y Mitos del futuro próximo) de seleccionar los cinco libros de ciencia ficción que rescataría de la invasión de un calamar interdimensional, se me plantearon diversas estrategias: a) acudir a las obras que uno atesora en ese punto débil que se encuentra entre los diecitantos y los veintipico, la época del descubrimiento y el disfrute desprejuiciado, en el que las lecturas quedan marcadas a fuego en nuestra experiencia vital, convirtiéndose en parte de nuestra identidad y que por eso mismo defenderemos a muerte contra viento y marea aunque la última vez que nos acercamos a ellas fue hace treinta años; b) poner las cinco primeras que se me vinieran a la cabeza y volverme al sillón (ni confirmo ni desmiento); o c) superar la fascinación adolescente, y, comprobar si, siendo ya un viejo amargado con el colmillo retorcido, he podido descubrir en mis lecturas más o menos recientes obras de ciencia ficción que exhibieran el sentido de la maravilla, el poder de la narración, la fuerza desafiante de las ideas locas, y por qué no, que incluso hayan podido emocionarme como hicieron otras cuando todavía era joven e impresionable.

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Realismo capitalista, de Mark Fisher

Realismo CapitalistaEn esa contienda de discursos y visiones sobre lo que es y lo que debería/podría ser la ciencia ficción, cotiza al alza la demanda de historias con una perspectiva optimista/positiva del escenario, de las relaciones entre los personajes y/o su desarrollo. Tras años de dominio del fin del mundo, el postapocalíptico o la distopía, se ha activado la demanda de narraciones que combatan ese pesimismo, no sé si sanadoras o terapéuticas. Sin embargo en esta búsqueda parece quedar fuera de cuestionamiento la realidad política, económica y casi diría social de nuestra civilización. El capitalismo se mantiene como ideología imperante y su presencia anega cualquier relato hasta el punto de construir un efectivo muro de contención que impide sobrepasarlo. Pensar en una sociedad libre de su influencia continúa fuera de la ecuación.

Esa prevalencia sistémica, cómo el libre mercado ha colonizado hasta el ámbito más insospechado de nuestras vidas, es el objeto de Realismo capitalista. Mark Fisher se apoya en ideas de Deleuze, Zizek, Jameson y otros filósofos marxistas para cartografiar esta tiranía, las armas de las que se ha servido para someter cualquier otro sistema y domeñar el panorama incluso hasta alentar iniciativas percibidas como anticapitalistas. Esta aparente contradicción, una de las numerosas incoherencias apuntadas por el autor de Lo raro y lo espeluznante caracterizada a través de un film como WALL·E, deja de serlo cuando Fisher profundiza hacia sus cimientos en un mesurado equilibrio entre filosofía, sociología, psicología y semiótica.

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A barlovento, de Iain M. Banks

A barloventoEs admirable cómo Iain Banks construyó su universo de La Cultura a través de novelas independientes con repartos de personajes y escenarios creados ex profeso para la ocasión. Cómo cada título arroja luz sobre aspectos apenas tocados hasta ese momento y profundiza en su cosmogonía mientras se aleja de personalidades y entornos “gancho”, los socorridos recursos para ayudar a descodificar la historia sin adentrarse más de lo conveniente en ese territorio de popularidad en retroceso llamado incomodidad. En el caso de A barlovento además me he encontrado con el entramado más desdibujado de las cinco novelas de la serie que llevo leídas (siguiendo el orden cronológico de publicación, me faltaría Excesión). Mayormente se desarrolla en tres escenarios distintos; uno de los hilos alterna dos secuencias temporales; el reparto se puede calificar de coral… Y me temo que los engranajes de las tramas no están engrasados por igual. La que sucede en el entorno más original aparece encajada entre las otras dos de forma colateral, lo que unido a la naturaleza didáctica de la narración, muchas, demasiadas veces centrada en tratar la vida en La Cultura, resume por qué me ha costado entrar en él.

Pero no quiero restarle valor; A barlovento rezuma ese talento para el space opera grandilocuente tan característico en Banks. La mayor parte de sus páginas transcurren en un orbital donde un compositor exiliado de una civilización ajena a La Cultura se prepara para el estreno de su última gran obra. Justo cuando a esa mega construcción llegue la luz del estallido de una supernova desencadenada durante una de las acciones más trágicas de la guerra iridiada; aquel megaconflicto en la base de Pensad en Flebas donde comenzó a trazarse el carácter mayúsculo de este universo.

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Iain (M.) Banks, descanse en paz

Iain Banks

Iain Banks

Cuesta decir algo interesante sobre Iain Banks que no hayan escrito ya John Mullan en su exhaustivo obituario para The Guardian o Neil Gaiman en su emocionante recuerdo (a la espera de lo que escriban, si algún día lo hacen, M. John Harrison o fonz). Pero me he dado cuenta que, más allá de lo que todos van a resaltar, hay algo que puedo aportar. Probablemente no lo más apropiado por su punto amargo, pero la edad me ha hecho así.

Llegué a Banks como la mayoría de los aficionados a la ciencia ficción de comienzos de los 90. A través de sus novelas de La Cultura publicadas por Martínez Roca y, como no podía ser de otra manera, Pensad en Flebas. Iván Fernández explica el por qué en este fragmento que seleccionó para ilustrar una entrada sobre el space opera en Memorias de un friki. Aunque me gustó mucho más la que leí un par de años después, generalmente peor valorada: El uso de las armas. Además de ganarme por la magnitud de su peripecia me cautivó por su personaje protagonista y por su estructura. Quizás, como señala fonz en un imprescindible artículo sobre La Cultura de hace ya ocho años, excesivamente artificiosa. No obstante contiene todo lo que el space opera británico posterior carece. En gran parte.

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La Cultura, muerte y resurrección de la space opera

I. Introducción

Normalmente, cuando el lector ajeno a la ciencia ficción contempla, lee o escucha alguna referencia al género, lo primero que se le viene a la cabeza son descomunales batallas entre naves espaciales, imposibles haces de láser resplandeciendo en el vacío y fanfarrias imperiales de fondo. Podemos explicarles pacientemente que la ciencia ficción es mucho más que eso, podemos hablar de las ucronías, las distopías, el hard, el soft, la new wave, el cyberpunk y lo que haga falta, pero en el subconsciente colectivo del resto de la humanidad en lo primero que piensa cuando se menciona la ciencia ficción es en La Guerra de las Galaxias. O sea, en la space opera. Y es que la tan denostada space opera es, para qué nos vamos a engañar, la temática, el epítome y el estigma pulp de la ciencia ficción, con sus desenfrenadas aventuras espaciales, sus escenarios deslumbrantes y su melodrama épico. Y, sobre todo, es el lugar donde se destila el sentido de la maravilla en su estado más puro, esa sensación adictiva que nos convirtió en aficionados a la mayoría y que nos hace volver una y otra vez a las estanterías marcadas con el letrero de ciencia ficción.

0078Banks.jpg El escocés Iain M. Banks era uno de estos aficionados, criado entre lecturas de Heinlein, Vance y Bester, cuando a mediados de los setenta decidió emular a sus ídolos pergueñando las aventuras de Zakalwe, la figura trágica de un mercenario socarrón y cabronazo contratado por «los buenos» para limpiar atascos en las cloacas de la alta política intergaláctica. Banks, a la hora de dotar de un trasfondo político y social a la parte contratante, decidió retorcer los elementos característicos de la space opera con el objeto de llevarlos al terreno de sus preocupaciones como escritor y en consonancia con las corrientes contraculturales izquierdistas de aquel momento. ¿Por qué no dar una vuelta de tuerca a los clásicos que se limitaban a proyectar en el futuro distante un reflejo simplista del mundo tal y como era en la época? Así, en vez de crear un universo poblado de recios cadetes espaciales de nombres anglosajones al servicio de Federaciones o Repúblicas de carácter inequívocamente norteamericano, tendríamos uno lleno de anarco-hedonistas de nombres exóticos e imposibles de pronunciar que poblarían la civilización ideal en la que a Banks le gustaría vivir: La Cultura. Inoculando de paso dolorosas dosis de realidad en la space opera mediante esa inyección letal llamada Pensad en Flebas, bofetada que despierta dolorosamente a todo el subgénero de un dulce sueño de aventuras irresponsables. Y una vez cometido el crimen sólo quedaba aprovechar el cadáver como fértil humus de donde extraer nueva vitalidad para que la space opera creciera fuerte y vigorosa de nuevo, capaz de hablarnos de cosas que nos afectan y nos importan, más allá del mero entretenimiento escapista.

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