Dentro de la serie de entrevistas a Silverberg reunidas por Zinos-Amaro en Traveller of Worlds me sorprendieron bastantes asuntos. Lo habitual cuando te has formado una imagen de un escritor básicamente a partir de ficciones publicadas hace mucho tiempo sin demasiado contexto. Más allá de sus opiniones políticas o el recuerdo de ciertos momentos de su vida, me llamó la atención su recuerdo de esta novela y su pasión por la aventura en paisaje extraño. Una temática que, básicamente, pensaba había cultivado en su primera etapa, allá a mediados de los años 50 del siglo pasado, y en su regreso a la escritura a finales de los 70 con el pelotazo de Lord Valentine, cuando también era omnipresente en los libros escritos entre mediados de los 60 y principios de los 70. Desde esta óptica, El hijo del hombre (1971) se acerca además a un terreno para mi nuevo en su bibliografía: una extravagante fábula moral que encuadra sus inquietudes más extendidas en Alas nocturnas, Regreso a Belzagor, Muero por dentro, El libro de los cráneos y gran parte de las novelas de esta época.
Escrita en tercera persona y en presente, El hijo del hombre cuenta cómo un personaje contemporáneo, Clay, se desplaza involuntariamente a un futuro lejano. Allí se topa con otros viajeros, descendientes de la humanidad y bastante cambiados respecto a nosotros (unos con forma de esfera, otros de aspecto caprino), y con los habitantes de esa Tierra de otra era, en cuya compañía recorrerá un escenario vivo reflejo de los ideales hippies. Una naturaleza exuberante sin rastro de construcciones o tecnología encuadra a unos seres que han sublimado diferentes aspectos de la condición humana. El grupo al cual Clay se siente más cercano, los deslizadores, se convierten en sus guías por este a priori idílico paisaje.