El Pescador, de John Langan

El pescadorDentro de ese ideario en construcción que, al final, es toda colección de libros, el terror contemporáneo me parece el flanco mejor cubierto por La biblioteca de Carfax. Shaila Correa y María Pérez de San Román, sus editoras, están dando cabida a una serie de autores y obras esenciales para entender la actualidad de un género muy maltratado en España. Con cada novedad acrecientan la polifonía de un repertorio tan variado como la propia literatura de terror en sí e invita a ser leído independientemente del conocimiento de su autor o la novedad detrás de su propuesta.

El Pescador fue junto a Cero el plato fuerte entre los títulos presentados en 2018, con una preparación diametralmente opuesta a la de Kathe Koja. Si en Cero el conflicto central emanaba de las turbulencias de la creación artística contemporánea (la década de los 90 del siglo pasado), John Langan se acercaba a la base tradicional de lo extraño, en su frontera con el horror cósmico, e incorporaba un paisaje mental más cotidiano al tradicional desfile de criaturas y sensaciones abracadabrantes: la melancolía por la muerte de un ser querido. Básicamente, todo El Pescador da vueltas al desamparo de una serie de hombres que, por diversas causas, han perdido a sus mujeres. Tal es el caso del narrador, Abe, viudo después de que su esposa padeciera un cáncer que la debilitara hasta su muerte. Tras la inevitable zozobra, alcanza un consuelo en las rutinas asociadas a la pesca. Ese bote salvavidas le lleva a los ríos más recónditos del estado de Nueva York en unas largas jornadas a las que, después de unos años, se ha unido Dan; un compañero de trabajo cuya mujer e hijos fallecieron en un accidente de coche. Sin embargo, mientras Abe se ha “beneficiado” de haberse despedido de su mujer, el duelo de Dan tiene un cariz mucho más depresivo.

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Territorio Lovecraft, de Matt Ruff

Territorio LovecraftEl supremacismo anglosajón de H. P. Lovecraft es un tema ampliamente tratado. Lo que difícilmente podía pensar es que esta postura, más allá del terreno de la no ficción, sirviera de abono para una novela como Territorio Lovecraft, escrita hace tres años y recién publicada en España por Destino, con traducción de Javier Calvo. Matt Ruff se nutre de esa xenofobia, compartida por parte de la población blanca de EE.UU., y del pulp clásico de Weird Tales, para alimentar la maquinaria de un conjunto de historias entrelazadas que comparten personajes y acontecen en unos años 50 del siglo pasado cuando la mentalidad segregacionista estaba grabada a fuego en el ADN del país.

Además de la primera historia, “Territorio Lovecraft” es el epítome de las otras siete incluidas en el libro. Su protagonista, Atticus Turner, regresa a Chicago para encontrar que su padre se ha desplazado hasta un misterioso condado de Nueva Inglaterra particularmente hostil para los afroamericanos, empujado por descubrir el posible origen de la familia de su difunta esposa. Acompañado de su tío George y su amiga Letitia, inicia un viaje hacia el poblado de Ardham para caer en las redes de una logia de hombres blancos regentada por los Braithwhite, Samuel, el padre, y Caleb, su hijo, descendientes del hombre que a finales del siglo XVIII orquestó un macabro ritual durante el cual murieron todos los celebrantes. Este misterio, la salsa del pulp entre el horror y el weird, durante muchas páginas parece una cuestión menor si se lo compara con las muestras de racismo explícito e implícito a lo largo y ancho de la geografía de Territorio Lovecraft. Sigue leyendo

La oportunidad detrás de lo raro y lo espeluznante

Welt am Draht

¿Alguien recuerda el seísmo en el mundillo aficionado cuando, tras la traducción de Nunca me abandones, se publicaron unas declaraciones de Kazuo Ishiguro negando que fuera ciencia ficción? Yo mismo escribí un fandomsplaining al reciente premio Nobel, de ese que empieza y termina en tu microburbuja de confianza y que, con el transcurrir de los años, te permite echarte unas risas; esa intensidad, esa pedantería. Quizá por la distancia y las canas, de un tiempo a esta parte miro con ternura los desgarros de vestiduras #FIAWOL cuando otro escritor se atreve a poner en duda que su nueva obra sea ciencia ficción, fantasía o terror teniendo elementos para ello, y la califica como distopía, ucronía, proyección deliverativa… Esa emanación de enojo socializado-“no tienes ni puta idea de lo que estás hablando. Ahora te explico lo que has escrito” sin importar los detalles que pueda haber detrás, como si siempre existiera una visión única del asunto y los matices fueran innecesarios. Total, ya no entran en esas dos frases que deben formar el mensaje. Como si términos como ciencia ficción, fantasía o terror fueran etiquetas con un nombre adecuado para catalogar todo lo que comúnmente sus aficionados situamos en su interior. Como si no hubiera problemas para calificar no ya obras que se mueven en la frontera, si no títulos abiertamente tenidos como tal y que hablan de historias alternativas, poderes mentales, futuros a cinco minutos vista…

En este sentido es una pena que aquella lectura tan certera sobre los “géneros que manchan” establecida por Julián Díez en su desaparecido blog, Soria de los palabras, se haya perdido. Exponía con elocuencia la tiranía de la ciencia ficción sobre cualquier otro género. Cómo, por poner un ejemplo, una historia de asesinos en serie repleta de escenas truculentas, persecuciones y suspense escrita desde un monólogo interior, por el simple hecho de que el psico-killer fuera el clon del narrador, se convierte en ciencia ficción. El terror, el thriller o el rollo criminal quedan automáticamente supeditados a esa etiqueta, sin importar el nivel de especulación.

Desde esta óptica se entiende por qué he disfrutado tanto de Lo raro y lo espeluznante. Una colección de ensayos en los cuales Mark Fisher se sirve de un puñado de obras, literarias, cinematográficas, musicales, para delimitar dos términos de recorrido crítico difuso: lo raro (weird) y lo espeluznante (eerie). Dos sensaciones de máxima trascendencia narrativa tal y como atestiguan la fascinación por el relato Lovecraftiano, la relevancia del extrañamiento en la literatura contemporánea, textos divulgativos como los que Ismael Martínez Biurrun ha escrito en esta web… Dominantes en una miríada de ocasiones, marcando de manera inapelable la recepción por parte del lector/espectador.

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De la nueva carne a la nueva naturaleza

No lo oculto: este artículo se construye como una excusa para recomendar tres de los libros que más me han impresionado en los últimos meses. Se trata de Cero, de Kathe Koja, El alfabeto de fuego, de Ben Marcus, y Fafner, de Daniel Pérez Navarro, todos de reciente publicación en nuestro país, aunque escritos en un amplio espacio de tiempo entre 1991 y 2017.

Existe un vínculo posible entre estas tres remotas novelas, más allá de que se adentren por el territorio de lo fantástico y lo inquietante; tiene que ver, por un lado, con su apuesta por el relato físico, por la corporeidad como escenario y como código expresivo; por otro lado, los tres libros comparten una atmósfera de condición póstuma (término que tomo muy libremente de la filósofa Marina Garcés). Todos sus protagonistas se enfrentan a la certeza de un tiempo que se acaba: se acaba el amor en Cero, se acaba la familia en El alfabeto, se acaba el mundo tal y como lo conocemos en Fafner. La idea de extinción, íntima o colectiva, atraviesa el núcleo de estas tres novelas como una revelación fatal, un aprendizaje sin recompensa.

Videodrome

Clive Barker, fundador de la nueva carne junto con David Cronenberg a mediados de los ochenta, decía que sus historias no eran censuradas tanto por el exceso de violencia como porque amenazaban la integridad y la dignidad del cuerpo humano. Era necesario, para el ojo censor, preservar los límites de lo que se puede o no se puede hacer al cuerpo y con el cuerpo. Contra ese tabú, desde ficciones como Videodrome, Libros de sangre, la literatura cyberpunk o incluso el splatterpunk se abrió la veda para especular con todo tipo de transgresiones corporales, degradaciones, violaciones, mutaciones o hibridaciones que coincidió con la época dorada de los videoclubs y la efervescencia de cierta subcultura hecha en trastienda del mainstream.

Jamás he encontrado disfrute en el gore, pero en lo que se refiere a la exploración de lo físico siempre me ha atraído más el camino del terror que el de la ciencia ficción, quizá porque pone más el foco en el padecimiento humano que en el novum especulativo. Y padecimiento es otra palabra clave que vincula estas tres novelas, de las que solo Cero puede adscribirse al fenómeno de la nueva carne. Por supuesto, lo excepcional de estos tres títulos no proviene de la crudeza con que muestran la corrupción, el sexo o la violencia, sino de cómo consiguen que nos importe. El truco, como sucede siempre con la gran literatura, está en el lenguaje. Marcus, Koja y Pérez Navarro trabajan concienzudamente la prosa, en unos casos más lírica y en otros más directa o asfixiante, para sumergirnos en las tribulaciones emocionales y físicas de los protagonistas hasta lograr nuestra total identificación.

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