Mis otros cinco libros de ciencia ficción

Los últimos días he estado siguiendo con interés cada artículo de la serie “Mis cinco libros de ciencia ficción”. Si pienso en los títulos y autores que me fueron formando como lector del género, seguramente estén todos o casi todos ahí; la mayoría los leí hace un porrón de años y unos pocos siguen aún en la pila. Encuentro, sin embargo, que estos últimos también están aparcados en la montaña inacabable desde tiempos remotos… ¿por qué? Me pregunto si esto se debe a que el género no ha evolucionado lo suficiente, pero lo descarto de inmediato: rechazo creer que todo quedó definido en una horquilla temporal cuyo punto más próximo se encuentra hace 40 años.

Por lo general, he visto que casi todas las listas se basan en el criterio de “lo que más me impactó / marcó”, etc. Un planteamiento sujeto a muchos condicionantes y quizás capcioso ya que, en mi humilde opinión, lo que tiende a salir son siempre los clásicos, las obras con más recorrido, aquellas que han pasado el filtro de los años y cuyas imágenes se han convertido en referente. Hay algunas excepciones, por supuesto. He contado cinco o seis cosas publicadas en el siglo XXI. En este sentido, quizá el artículo de Adolfina García sea el que más se acerca a nuestros días. Ella, que se define como un garbanzo negro en el fandom, ha hecho una lista valiente.

Este artículo pretende ser una respuesta que huya de los vicios con los que me he topado en la serie. A su vez, se inspira en las mismas ideas, pues se trata de libros que me han marcado profundamente y que reafirman mi fe absoluta en el género. La diferencia es que todos ellos se publicaron en el pasado reciente, ninguno tiene más de quince años. Tampoco los ha seleccionado nadie hasta ahora (por mucho que me pese prescindir de cierta novela). Si se convertirán en futuros clásicos, no lo sé. Pongo en la mano en el fuego por alguno. Quiero mirar hacia delante, no hacia atrás; ni siquiera voy a mencionar a mis autores favoritos de todos los tiempos. Que habrá polémica, eso es seguro. Igual alguien hasta me llama tramposo. Pero no adelantemos acontecimientos, voy directamente al grano: sin ningún orden en particular, estos son mis otros cinco libros de ciencia ficción.

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Estación once, de Emily St. John Mandel

Estación OnceLeí, días pasados, en Twitter, una fugaz mención a la novela El alfabeto de fuego, de Ben Marcus, sobre lo pertinente que es leer hoy esa historia de un virus lingüístico que asola a los adultos, sólo a los adultos. Y estoy de acuerdo: podemos agregarle ahora un significado nuevo, dadas las circunstancias, más aterrador y preocupante. La reflexión sobre el lenguaje, tanto sobre sus peligros si se usa como arma, como sobre su carácter vertebrador y estructurador del pensamiento, es muy interesante, pero le sobraron páginas y le faltó color a esa novela. Dos años después, en 2014, apareció Estación once, de Emily St. John Mandel, novela también postapocalíptica y lectura todavía más pertinente, si cabe, por el inquietante panorama, sólo levemente exagerado, que plantea (tan parecido a lo que estamos viviendo ahora), y porque es, a mi juicio, mejor novela que la de Marcus (aunque el jueguecito de descubrir qué novela es mejor que otra, así, en general, me ha interesado siempre muy, muy poco).

Estación once es, a primera vista, un relato postapocalíptico sobre una gripe letal, contagiosa y desconocida, que no tarda en globalizarse, en ascender al estatus de pandemia y arrasar con el 99 por ciento de la humanidad. Pero lo primero que vemos, en una poderosa, cautivadora apertura, es una representación teatral de El rey Lear donde conocemos a Arthur Leander, actor de teatro y catalizador in absentia del libro, alrededor del cual se ramifican las historias. Se tejen así los dos escenarios principales: el mundo pre pandemia, y los pocos restos postapocalípticos que, renqueantes, le suceden.

Es sencillo: el tiempo empieza a contarse desde la eclosión de la pandemia (Año 1, 2, 15, etcétera), y ahí conocemos a la Sinfonía Viajera, compañía teatral que viaja por el mundo agonizante representando a Shakespeare porque “la supervivencia no es suficiente”, como dicen citando a Star Trek. Este escenario se complementa con el pasado, en el que conocemos a Leander, actor de teatro, sobre el que pivota el repertorio de personajes posterior, y a sus parejas y sus respectivas historias, y a algún amigo como Clark o Kirsten, actriz infantil en esa primera representación de Lear.

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De la nueva carne a la nueva naturaleza

No lo oculto: este artículo se construye como una excusa para recomendar tres de los libros que más me han impresionado en los últimos meses. Se trata de Cero, de Kathe Koja, El alfabeto de fuego, de Ben Marcus, y Fafner, de Daniel Pérez Navarro, todos de reciente publicación en nuestro país, aunque escritos en un amplio espacio de tiempo entre 1991 y 2017.

Existe un vínculo posible entre estas tres remotas novelas, más allá de que se adentren por el territorio de lo fantástico y lo inquietante; tiene que ver, por un lado, con su apuesta por el relato físico, por la corporeidad como escenario y como código expresivo; por otro lado, los tres libros comparten una atmósfera de condición póstuma (término que tomo muy libremente de la filósofa Marina Garcés). Todos sus protagonistas se enfrentan a la certeza de un tiempo que se acaba: se acaba el amor en Cero, se acaba la familia en El alfabeto, se acaba el mundo tal y como lo conocemos en Fafner. La idea de extinción, íntima o colectiva, atraviesa el núcleo de estas tres novelas como una revelación fatal, un aprendizaje sin recompensa.

Videodrome

Clive Barker, fundador de la nueva carne junto con David Cronenberg a mediados de los ochenta, decía que sus historias no eran censuradas tanto por el exceso de violencia como porque amenazaban la integridad y la dignidad del cuerpo humano. Era necesario, para el ojo censor, preservar los límites de lo que se puede o no se puede hacer al cuerpo y con el cuerpo. Contra ese tabú, desde ficciones como Videodrome, Libros de sangre, la literatura cyberpunk o incluso el splatterpunk se abrió la veda para especular con todo tipo de transgresiones corporales, degradaciones, violaciones, mutaciones o hibridaciones que coincidió con la época dorada de los videoclubs y la efervescencia de cierta subcultura hecha en trastienda del mainstream.

Jamás he encontrado disfrute en el gore, pero en lo que se refiere a la exploración de lo físico siempre me ha atraído más el camino del terror que el de la ciencia ficción, quizá porque pone más el foco en el padecimiento humano que en el novum especulativo. Y padecimiento es otra palabra clave que vincula estas tres novelas, de las que solo Cero puede adscribirse al fenómeno de la nueva carne. Por supuesto, lo excepcional de estos tres títulos no proviene de la crudeza con que muestran la corrupción, el sexo o la violencia, sino de cómo consiguen que nos importe. El truco, como sucede siempre con la gran literatura, está en el lenguaje. Marcus, Koja y Pérez Navarro trabajan concienzudamente la prosa, en unos casos más lírica y en otros más directa o asfixiante, para sumergirnos en las tribulaciones emocionales y físicas de los protagonistas hasta lograr nuestra total identificación.

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El alfabeto de fuego, de Ben Marcus

El alfabeto de fuegoLa extrañeza es un valor a la baja entre mis lecturas. Esas historias que transcurren en las zonas fronterizas donde las marcas de género se difuminan y ciertos detalles del escenario, el uso de sus elementos o el comportamiento de los personajes dan alas a una incomodidad reconfortante. Esta es una de las muchas razones por las cuales El alfabeto de fuego me ha resultado tan satisfactoria; cómo Ben Marcus ha jugado con mi concepción de lo que es o no ciencia ficción, retorciendo y empujando ciertas ideas previas a la manera de, en una acertada comparación de Ismael Martínez Biurrun, David Cronenberg en varias de sus películas. Sin duda el director de ExistenZ e Inseparables podría realizar una adaptación capaz de inducir en el espectador un nivel de desasosiego equiparable al que alienta su lectura.

El contexto de este drama familiar es desolador. Una degeneración física y psicológica asociada al lenguaje se extiende sin freno entre la población adulta de EE.UU. Mientras los niños continúan despreocupados con su día a día, la creciente incomunicación deteriora una convivencia ya de por sí complicada. El narrador, un padre en el área metropolitana de Nueva York, da testimonio de la desintegración de su familia, y por extensión de toda una sociedad. Una situación agravada por la entrada de su hija en la adolescencia y las rebeliones asociadas a esa etapa. El uso del tiempo pasado deja entrever que el proceso se ha detenido, si no revertido, y en el presente se conserva alguna forma de comunicación lingüística. Las 400 páginas que le lleva establecer su relato son su memoria de ese período apocalíptico.

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