La pasión de los hombres cometa, de Alberto Moreno Pérez

La pasión de los hombres cometaUna de las vetas más relevantes de la ciencia ficción transhumanista especula con la adaptación del ser humano a otros medios: planetarios, caso del narrador de Homo Plus, entregado a la supervivencia en Marte; o extraplanetarios, caso de los exters de Hyperion, los colmeneros de Mundos en el abismo o aquellos seres humanos diseñados para ser naves espaciales de Historia natural. La pasión de los hombres cometa entra de lleno en esta segunda categoría. Y no sólo se centra en cómo podría ser una adaptación en un plano anatómico/fisiológico. Bosqueja cuestiones psicológicas, motivacionales, de esa nueva humanidad capaz de orbitar una estrella sin estar constreñida al interior de un casco. Tal es el paso dado por los humanos de La Orden, una sociedad secreta que dedicó sus recursos a modificar los cuerpos de todos los miembros posibles y llevarlos a un conjunto de órbitas entre los planetas interiores de nuestro sistema solar y la nube de Oort. Alberto Moreno Pérez lo relata a través de las vivencias de Oort-36. En su trayectoria de cientos de años alrededor del sol, este neohumano se ve atrapado por unos problemas de funcionamiento cuya causa se convierte en la excusa para averiguar quién es, de dónde viene y a dónde va.

La estructura de este relato largo / novela corta (su extensión debe andar por las 20000 palabras) es hábil. El argumento sigue un ¿quién lo hizo? de libro, marco para un thriller espacial donde las escalas de tiempos y distancias, enormes, se comprimen hasta destilar el máximo atractivo de las historias de venganza. Quién era Oort-36 tiene una importancia equivalente a sus acciones para encontrarse con quien está detrás de sus problemas. Así, Moreno Pérez intercala ese viaje por el sistema solar con el descubrimiento del pasado de La Orden y la persona antes de las transformaciones padecidas para adaptarse al vacío.

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Una inesperada definición del sentido de la maravilla

Moby Dick

…y por ello (…) le llamaron loco.

Herman Melville

Releyendo, así por azar, unas páginas sueltas de esa delicia inigualada que es el Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer de David Foster Wallace, me detuve, esta vez sí, en la mención que hace al capítulo 93 de Moby Dick, titulado “El náufrago”. Y ¿por qué ahora sí y en el momento de la lectura original no? Ni idea. Pero, intrigado, quise ver cómo describía Melville esa sensación de estar solo y perdido en alta mar, e imagino que, al haber leído ya, entero, el texto de Wallace, la gula por leer hasta el final se había atenuado (un poco, al menos), y así me pude permitir el lujo de parar y seguir por el camino que proponía, coqueta, la digresión de esa referencia.

Desandando el camino, pues, que va de Foster Wallace a Melville, releí el capítulo de Moby Dick, esta vez en inglés, y aparte de tener la sensación, cada vez más convincente, de estar ante un poema en prosa en lugar de ante una novela, vi que en las palabras melvilianas, en el imaginario que teje, estaba la definición de nuestro tan ondeado sentido de la maravilla.

Foster Wallace menciona el capítulo porque, de pequeño, solía “memorizar las informaciones acerca de siniestros causados por tiburones,” y, después de enumerar varios de esos casos, recuerda que, cuando descubrió, en la preadolescencia, la novela de Melville, terminó “escribiendo tres ejercicios distintos sobre el capítulo “El náufrago””. No intervienen los tiburones en este tramo de Moby Dick, a diferencia de en otros, pero entra dentro de esa categoría que califica de ‘siniestro’, y de ahí los deberes entregados. Que menudos deberes, supongo. ¡Como para corregirlos!

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Ruidos humanos, de Carlos Pitillas

Ruidos humanosEsporádicamente me viene a la cabeza lo que me gustó Lo raro y lo espeluznante, aunque me costaría escribir más de 300 palabras sobre el libro de Mark Fisher sin consultarlo. Es lo que tiene mi precaria memoria. Entre lo que mejor recuerdo están las primeras páginas: Fisher amarraba su propuesta de caracterización de una parte del fantástico a partir del unheimlich freudiano. En la traducción, el autor de Realismo capitalista evitaba referirse a este término como lo siniestro; prefería llevarlo hacia un más mundano “no sentirse en casa”. Freud aplicaba esta sensación de extrañamiento a iconos o ideas concretas, pero en su flexibilidad puede extenderse para acoger bastante más bajo su paraguas. Y yo, que de psicología apenas tengo dos nociones, en mi atrevimiento de barra de bar y palillo en la boca no encuentro mejor punto de apoyo para recomendar Ruidos humanos. La primera colección de relatos de Carlos Pitillas me ha despertado una intensa extrañeza a partir de situaciones cotidianas. En su mayoría, agrietadas por cuestiones a veces mundanas, a veces extraordinarias, que remueven la cabeza del lector y empujan a los personajes desde ese “no sentirse en casa”.

“Aquello que se acerca”, el segundo relato de Ruidos humanos, me parece un buen ejemplo de la escritura de Pitillas desde sus primeras palabras:

Hemos conseguido que Ángel permanezca casi sesenta horas despierto. Probablemente no aguantará mucho más: apenas tiene cuatro años.

Este zarpazo estimula la atención desde lo enfermizo de ver a un padre y una madre someter a su hijo a tal tortura, de una manera racional, meditada, aséptica. El fundamento de este comportamiento se establece en una sucesión de rápidas escenas que muestran el retiro familiar para que la madre pueda realizar un trabajo artístico alejada de distracciones, y la amenaza en forma de una masa acuosa que llena el horizonte y se aproxima hacia su nueva casa cuando Ángel duerme. Marido y mujer se ven obligados a poner en marcha todo tipo de mecanismos para evitar el sueño de su hijo, alienándose de sus quehaceres y de su retoño. El proceso conduce hacia un final más sugerente que explícito que redondea el sentido de lo leído y encierra ese deseo inconfeso de tantos progenitores atrapados tras un cambio irreversible en sus vidas.

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El rastro del rayo, de Rebecca Roanhorse

El rastro del rayoSi El rastro del rayo fuera una película, no hubiera tardado ni medio segundo en encontrar la palabra exacta para describirla: «palomitera». Y este adjetivo implica, claro, varias cosas. Por un lado, que se trata de una historia entretenida, escrita con solvencia y repleta de diálogos ágiles y personajes molones, lo que no es poca cosa. Por otro, que no hay en la novela demasiado que rascar más allá de esa diversión, un tanto facilona, que ofrece. Lo que no deja de llamarme la atención, tratándose de una obra ambientada en una Tierra devastada por el cambio climático y cuyos personajes pertenecen a una minoría oprimida. Ninguno de estos temas es, sin embargo, abordado en sus páginas, más allá de la mera enunciación.

El libro, primero de la saga de fantasía urbana «El sexto mundo», ganó en 2019 el Locus a mejor primera novela (en la portada se mencionan también los premios Hugo y Nebula, que la autora, Rebecca Roanhorse, recibió por un cuento anterior, «Bienvenido a su auténtica experiencia india»). La acción se desarrolla en una reserva navaja, uno de los pocos territorios que quedan en pie tras un apocalipsis climático (el Agua Grande) que inundó gran parte de los continentes y fue precedido por un conflicto bélico a gran escala (las Guerras de la Energía). El territorio está protegido del Agua Grande y otros peligros exteriores por la muralla de quince metros de altura que lo rodea, pero tiene sus propios problemas: los seres que pueblan las leyendas navajas, no siempre amables y bondadosos, han cobrado vida. Paralelamente, algunos humanos desarrollan poderes sobrenaturales relacionados con los atributos de los clanes a los que pertenecen.

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Yo soy el río, de T. E. Grau

Yo soy el ríoEn la apertura de esta novela ya vemos lo que nos espera: un mundo de contornos difíciles de discernir, conformado por la constante superposición de recuerdos. Ahí, y así, nos adentran las primeras páginas de Yo soy el río, de T. E. Grau, con lo difícil que es mantener el equilibrio en una atmósfera que da pie a la confusión y, por tanto, a veces, a la impaciencia de quien lee. Pero lo que más despierta Yo soy el río es curiosidad e intriga por saber lo que oculta esa matriz de sensaciones o emanaciones entrecruzadas. Por saber cuál es el origen de esas pesadillas. Tenemos la guerra de Vietnam tan asociada al cine –tanto al de ficción como al documental– que acercarnos a ella a través de un medio literario es casi una novedad. No, claro, no es la primera novela ambientada en la guerra de Vietnam (pienso en libros de Bao Ninh, Tim O’Brien, Denis Johnson o, tangencialmente, en la inmensa Primera sangre de David Morrell), pero así, imbricada en un torrente de alucinación con incursiones en el terror metafísico, no hay tantas ni es algo a lo que estemos tan acostumbrados. Qué alegría nos depara este libro, pues, ya desde el mismo punto de partida.

Al inicio de Yo soy el río se confunden las realidades en la mente del protagonista, y vemos que los sabuesos legendarios de Louisiana (sobre los que le hablaban en la infancia), o el río del mismo título, que todo lo puede y todo lo arrastra, son esas metafóricas manifestaciones del trauma del protagonista. Al inicio de la novela, como ya digo, vemos esa bruma en la que unos interrogadores se confunden en la mente del protagonista, y un rostro se funde en otro hasta que los rasgos de uno aparecen en la cara del otro. Y de entre esa realidad difuminada van brotando, aislados, indescifrables, sus recuerdos, y poco a poco nos vamos adentrando en lo que ha originado esas manifestaciones, y es así que nos van reeducando hasta que entramos en la propuesta de la novela.

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En torno a Omelas

Quienes se alejan de OmelasMisteriosos son los caminos por los que progresa la cultura; investigar cómo ciertos movimientos y obras sobrenadan la corriente temporal hasta perdurar y destacar entre el resto se convierte en una labor, más que detectivesca, de rastreador profesional. Qué aleatorias parecen las causas por las que muchas veces un libro, una película o cualquier creación artística se mantienen, recobran vida y se proyectan hacia el futuro. En estos tiempos de información sin fin, fuentes ilimitadas y canales por doquier es prácticamente imposible seguir los vericuetos de la popularidad y determinar las causas del éxito de un producto cultural o el porqué de su resurrección. Les pondré un ejemplo de lo caprichosa que parece, en ocasiones, la recuperación de una obra.

En 2019, BTS, la gran boy band de los últimos años, ídolos del pop coreano y mundial, lanzan el videoclip de la canción “Spring Day”. En sus imágenes aparecen un par de referencias de ciencia ficción, ambas procedentes de dos obras distópicas. El objetivo al incluirlas en el vídeo no es profundizar en su carácter político, sino crear con ellas reflejos estéticos. De la película Snowpiercer, un pequeño éxito también coreano, se menciona el nombre en la letra de la canción. En el videoclip se puede ver a algunos miembros de la banda recorrer los pasillos de un tren que atraviesa la nieve. No es mucho, pero tras el estreno del vídeo hubo algunas alusiones en las redes a esta referencia. Si no obtuvo mayor repercusión fue debido a que la segunda acaparó casi toda la atención de los fans. En un par de planos, en grandes letras, aparecía una misteriosa palabra: Omelas.

La canción de BTS aborda la añoranza, el sentimiento de tristeza que te embarga al echar de menos a alguien querido. Las imágenes, en las que Omelas aparece dos veces como un rótulo luminoso, recurren a ese nombre propio con fines creativos, para provocar sensaciones estéticas mediante el uso de algunos elementos del trasfondo del relato al que da título. El más evidente muestra el malestar de uno de los miembros en soledad, siempre en contraste con la alegría del grupo unido. A los dos segundos del estreno, millones de adolescentes, toda una generación nueva, se interesaron por el texto que dio vida a esa palabra, el inmortal relato de Ursula K. Le Guin titulado “The Ones Who Walk Away From Omelas”. Busquen en youtube y encontrarán decenas de vídeos hechos por adolescentes tratando de explicar la fuente, el origen de esa palabra que da nombre a una ciudad y el significado del cuento que la incluye. Teorías, opiniones, análisis a mansalva más o menos certeros. Da igual que un fuerte porcentaje de este interés se corresponda, como bien sabemos, con la necesidad actual de generar contenido, de sacarlo de donde sea. Lo que cuenta es el impulso que recibió el relato de Le Guin, ese segundo aire en el presente y la seguridad de su permanencia en esas mentes en el futuro, su visibilidad para las siguientes generaciones. Algo tremendamente positivo, pues se trata, sin duda alguna, de un texto que va más allá de su valor literario, una de esas raras obras que, debido a la influencia de su discurso, no es exagerado calificar como imprescindibles.

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Los portadores del fuego. Narrativas posibles sobre un mundo en cenizas

Posapocalíptico

Conferencia de clausura del Congreso Internacional «Los fines del mundo. Textos, contextos, tradiciones y réplicas» de la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid, 4 de junio de 2021.

Me parece muy sugerente el plural del título de este congreso: no se habla del fin del mundo sino de los fines del mundo, no de uno, sino de una serie de finales, lo que apunta más bien a la idea de infinito, de algo que se renueva continuamente.

Seguro que aquí ya se ha hablado de cómo las sociedades primitivas vivían apegadas a los ciclos de la tierra, y al terminar cada año se producía una muerte simbólica y un renacimiento del mundo: de hecho, nosotros aún celebramos el año nuevo con una mentalidad parecida. Esta muerte y resurrección del mundo se experimentaba también a nivel individual o comunitario en los rituales de paso. Según Mircea Eliade: «En el escenario de los ritos iniciáticos, la “muerte” corresponde al regreso temporal al caos. Es la expresión paradigmática del final de un modo de ser: el modo de la ignorancia y la irresponsabilidad infantil».

Quizá lo que nos cuenta la ficción apocalíptica sea eso, por encima de cualquier otra cosa: el final de un modo de ser.

Incluso en la Biblia, que introdujo la linealidad en el relato mitológico, por decirlo así, no existe un único final sino una serie de finales parciales: la expulsión del Edén, el diluvio universal, las diez plagas de Egipto… Todos estos son en realidad relatos de supervivencia. En ese sentido Noé no se diferencia de Isherwood Williams, el protagonista de La Tierra permanece, ni el pueblo de Moisés se diferencia de los protagonistas de The Walking Dead.

Incluso el Apocalipsis que cierra la Biblia podría entenderse como una historia de supervivientes, o del final de un modo de ser, puesto que se habla de un más allá o una vida eterna para los justos.

Cuando hablo de literatura apocalíptica me voy a referir solo a historias en las que tiene lugar un evento ligado la extinción: meteoritos, epidemias, invasiones alienígenas, nubes tóxicas, guerras mundiales, zombies… No estamos hablando por tanto de ficciones que simplemente muestran sociedades distópicas o en proceso de desintegración, que en mi opinión tienen unas dinámicas narrativas diferentes.

Cabría incluso preguntarse si existe la ficción apocalíptica. Si nos tomamos al pie de la letra la noción del fin de los tiempos, por definición se trata de un suceso que no puede ser narrado, sino únicamente esperado o temido. Por eso la ficción apocalíptica en realidad solo tiene dos argumentos posibles. O bien se narran historias de supervivientes a dicho evento, que por lo tanto no es un final sino un posible reinicio, (lo que siempre hemos llamado género posapocalíptico), o bien son historias que nos hablan de la preparación mental de los personajes para una muerte que será inevitable.

La gran mayoría que produce nuestra cultura popular son historias de supervivientes. Más que nada, porque nos resulta muy difícil encontrar placer en historias donde sabemos a priori que el protagonista va a morir. Nunca veremos una tendencia o una moda de películas sobre la preparación para la muerte, a pesar (o precisamente porque) es un tema que siempre está de actualidad en nuestros miedos más íntimos.

Al final volveré sobre este tipo de historias, pero prefiero centrarme en las de supervivientes, que son las que más comúnmente asociamos con la ficción apocalíptica.

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Sistemas críticos, de Martha Wells

Sistemas críticosEra inevitable que tras la relevancia ganada por la fantasía heroica a finales de los 70 en las listas de ventas, las dimensiones de las novelas de space opera aumentaran en un peso similar. Esta carrera por ganar tamaño y/o dar origen a series llegó a poner en cuestión la posibilidad de reencontrarse con obras tan moderadas en su extensión y repletas de enjundia como (por citar un único autor) Nova, Babel-17 o La balada de beta-2. En los últimos años, con el auge del formato digital en EE.UU., una novela más breve ha recuperado una cierta importancia y ha contribuido a redistribuir los pesos de la narración. Levemente. Historias más de interacción entre los personajes, más “cercanas” a un paladar contemporáneo y, desde luego, más comedidas. La máxima expresión se encuentra en la serie de Matabot, de Martha Wells, que comenzara en 2017 con Sistemas críticos. Ganadora de los premios Hugo y Nebula a la mejor novela corta, y el Ignotus al mejor cuento extranjero.

Matabot es un androide con fobia social que, de manera fortuita, cuenta con libre albedrío. Y da fe que le encantaría ejercerlo a la manera de muchos de nosotros: mandar al cuerno a sus clientes, conectarse a su servicio de streaming y ponerse a ver películas y series de televisión. Sin embargo, en público no puede disfrutar de esa libertad por miedo a que se la arrebaten. En Sistemas críticos, primera entrega autoconclusiva de una serie, Matabot ha sido empleado como agente de seguridad de una expedición en un planeta inexplorado. Impuesto por la aseguradora, en las primeras páginas salva la vida de varios científicos del ataque de una criatura y padece una serie de daños de los que debe recuperarse. Esta situación, uno de los gags recurrentes, le permite a Wells plantear con eficacia el contexto y el tono de la narración. Un escenario con un peso mínimo y una interacción con los miembros de la expedición convertida en la salsa de la novela: ver la feria desde un personaje inseguro y pelín neurótico que debe mantener un perfil bajo para salvaguardar su secreto. Una opción imposible cuando la amenaza sobre todos es de muerte segura.

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