La vida en juego. La realidad a través de lo lúdico, editado por Alberto Venegas y Antonio César Moreno

La vida en juegoSoy un usuario de videojuegos tirando a vulgar. Aunque tuve mi tiempo de fan de la estrategia por turnos, los juegos de dios, las aventuras gráficas más allá de Lucasfilm y los RPGs (en PC; en 8 bits le daba a todo lo que hubiera), desde que hace 2 décadas aterricé en las consolas sobre todo me dio por la acción, las videoaventuras y, en la (pen)última generación, los mundos abiertos. Sin embargo, a raíz de escuchar podcasts sobre la materia, se ha despertado mi interés por otro tipo de producciones que promueven una experiencia diferente. No voy a ponerme estupendo y confesar que paso mis noches con un juego que me introduce en las carnes de un armenio que padece el genocidio a manos de los turcos. O que he visto la luz a través del simulador de conducción de Greyhound y hago trayectos de ocho horas entre Albuquerque y Phoenix, primero por la i40 y después por la I17. Pero en los últimos tiempos me estoy acercando a títulos que hace una década ni me hubiera planteado probar, exactamente por lo mismo que me llaman la atención ahora: tocan una serie de problemáticas que, a través de sus mecánicas o su narración, invitan a observar bajo una nueva mirada. Esa misma curiosidad está detrás de mi lectura de La vida en juego, un libro editado por Antonio César Moreno y Alberto Venegas para AnaitGames.

Moreno y Venegas se sirven del primer artículo, “Teorías y práctica de los juegos expresivos”, de Sébastian Genvo, para marcar el paso. No porque su propuesta vaya a estar detrás de cada uno de la docena y media de ensayos seleccionados para figurar en el libro, ni mucho menos, pero sí como idea fuerza destinada a resonar de una u otra forma en la mayoría. Frente a un mercado dominado por productos sostenidos sobre la acción, la conquista, la superación de retos a través de la violencia y/o la acumulación de recursos, Genvo sugiere abarcar otro tipo de creaciones que

proponen ponerse en el lugar de otros para explorar cuestiones sociales, culturales, psicológicas… al tiempo que permiten experimentar los dilemas, las elecciones y las consecuencias derivadas de esas situaciones.

Este concepto de videojuego expresivo se elabora gracias a una serie de títulos que afianzan y ahondan en lo que Genvo entiende por él. Sin negar otras interpretaciones, en la creación y el análisis invita a abrir el foco hacia cómo nos tocan emocionalmente mientras “nos hacen pensar en nosotros mismos, en los demás, en el mundo que nos rodea”. No limitarse a un entorno donde el papel activo del jugador está en las mecánicas mientras en la recepción queda arrinconado a un rol más pasivo, demasiadas veces mediante una serie de estímulos de una diversidad limitada. Este trampolín es desde donde Moreno y Venegas impulsan al lector hacia la riqueza del medio.

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El jardín del tallador de huesos, de Sarah Read

El jardín del tallador de huesosLos pastiches me caen en gracia, así en general. Fácil que soy, me basta con que alguno de los elementos apilados en sus entrañas sea novedoso y potencie su mordiente, o el conjunto se reordene de manera que le dé aire fresco. Así, que una novela ocurra en 1926 y remita a una historia más propia del final de la era victoriana no supone una barrera infranqueable. Más cuando su escritura se aleja del estilo de la época y actualiza sus formas, reduciendo la carga de las descripciones y poniendo el peso sobre la acción y los diálogos. Sin embargo, cuando esta es su única aportación, y el resto se sostiene en una base descuidada que, además, tensiona la suspensión de la incredulidad, cuando no la trasgrede, me cuesta dar cuartel. Aunque vengan en una envoltura tan sugerente como El jardín del tallador de huesos, ganadora del premio Bram Stoker a la mejor novela debut de 2020.

Charley, huérfano de madre, es enviado al internado de Old Cross por su padre, militar de carrera con destino itinerante por el Imperio. En este colegio de pretendida elite el niño es recibido por sus compañeros mayores con la hostilidad esperada, un rechazo acrecentado cuando descubren su fascinación por diferentes tipos de artrópodos. En los prolegómenos de su primera noche obtiene la primera muestra de “simpatía” de los veteranos, en una acogida a la que se une el “fantasma” del lugar; una presencia que, al caer la noche, recorre los pasillos de Old Cross y ejerce de heraldo del misterio a desentrañar. Algo tan poco dado al cambio como esta institución de enseñanza que afirma formar los futuros caballeros del Imperio, encierra una historia de cambio. El edificio fue originalmente una abadía que, se supone, después de la disolución de las órdenes monásticas por Enrique VIII, tuvo mejor suerte que las más conocidas de la comarca de York. Pasó a ser propiedad de una familia de rancio abolengo que terminó perdiéndola a finales del XIX. Así nació el internado.

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La tierra multicolor y El torque de oro – Saga del Exilio en el Plioceno, de Julian May

La tierra multicolorQué barbaridad la saga del Exilio en el Plioceno de Julian May. Qué barbaridad en todos los sentidos: para lo bueno y para lo malo. Porque qué derroche de imaginación, aventuras y sentido de la maravilla. Cuánta ambición y originalidad. Pero, pardiez, qué cantidad de personajes, muchos de ellos —aunque no todos— de una monocromía exasperante. Sus mil y un nombres (y algunos son literalmente solo eso, un nombre que se menciona en una o dos ocasiones para no volver a aparecer jamás) acaban amalgamándose en una lista interminable que arrolla al lector sin piedad, como un tsunami de fonética extravagante. Y cuántas, cuantísimas páginas también. Muchas más de las que hubieran sido necesarias para narrar lo que tiene que ser contado, incluso teniendo en consideración los numerosos meandros que dibuja la trama. Estos son algunos de los factores que hacen que la lectura de las dos primeras entregas de la tetralogía (La tierra multicolor y El torque de oro, publicadas por La máquina que hace ping,) sea una experiencia irregular. Las novelas brindan sin duda momentos emocionantes y de auténtico disfrute: uno chapotea en los alardes de imaginación de May como un gorrino en un charco. Sus excesos, sin embargo, a veces hacen que la narración se atragante como un mendrugo a palo seco.

Publicada en 1981, La tierra multicolor ganó el Locus a la mejor novela de ciencia ficción (aunque, en mi opinión, la obra encaja más en fantasía) y fue también finalista de los premios Hugo y Nebula, entre otros. El arranque del libro describe un siglo XXII en el que la humanidad, cuyas colonias se extienden a lo largo de centenares de planetas, está integrada en el «Medio Galáctico», una especie de confederación interplanetaria a la que pertenecen también cinco especies alienígenas: los «exóticos». Esta sociedad del futuro no solo dispone de una tecnología sumamente avanzada, sino que además pululan por ella algunas personas con «poderes metapsíquicos» como telepatía o telekinesis. May, en cualquier caso, apenas nos deja vislumbrar una pizca de cómo es la vida en ese Medio Galáctico (pocos años más tarde le dedicaría su propia saga), porque aquí el quid de la cuestión es otro: un científico francés, Theo Guderian, ha creado un portal temporal que conecta con el Plioceno, aunque este funciona únicamente en sentido ida: quienes lo cruzan no pueden regresar jamás. El «Exilio en el Plioceno» acaba siendo una opción abrazada con entusiasmo por románticos e inadaptados y aceptada a regañadientes por algunos convictos, a quienes se les ofrece como alternativa a la cárcel o el tratamiento de «docilización».

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Afterparty, de Daryl Gregory

AfterpartyHaber vivido el boom de las colecciones de cf y fantasía de finales de los 80 me lleva a recordar un tiempo en el cual había tantos títulos en el mercado que pudo tener sentido promocionar cada uno como el acontecimiento editorial de la estación de la semana; entre tanta novedad, de alguna manera habría que llamar la atención sobre tus libros. Sin embargo, en líneas generales no se hizo, sobre todo por la ausencia de canales para escribir sobre ello. Había alguna revista o fanzine, y Stephen King y Ursula K. Le Guin ya escribían sus blurbs (Martin todavía era ese hombre que saboteó su carrera escribiendo terror). Pero los reyes de la mercadotecnia eran el posicionamiento en tienda, la ilustración de cubierta y poner ISAAC ASIMOV en algún lugar, así en mayúsculas y bien en grande. Además el bucle entre disfrutar de un libro y necesidad de asociarlo a la etiqueta obra maestra todavía estaba muy limitado. Había menos libros evento; menos actos con autores varios; la “estatusfera” se reducía a la opinión que tu padre, madre o compañero de clase tuvieran de tus gustos; y, desde esta atalaya de prejuicios y envejecimiento, un menor complejo en disfrutar con relatos con sus fallas y puntos fuertes que no iban a pasar a la historia del género o la personal.

En aquel escenario abundaban los títulos de fondo. Libros que si bien no han desaparecido, se han diluido, escondido, perdido prestigio o camuflado ante esa eterna necesidad de reivindicar el tiempo o el estatus en las redes sociales a base de saltar de la gran obra a “es mediocre”, sin grados intermedios. Es en esta tierra de nadie donde encuadro Afterparty, de Daryl Gregory. Un thriller de intriga con toques de “quién ha sido” sin conceptos rompedores, ni personajes arrolladores, ni giros que te dejan con el culo torcido, con alguna tarilla, que lo hace casi todo lo suficientemente bien como para haberme dejado satisfecho. Su propuesta, además, planta sus ideas en regiones no muy transitadas, casi pasadas de moda en la cf actual, cuya recuperación merece un pequeño hurra: las drogas y la divinidad.

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Mary y el gigante, de Philip K. Dick

Mary y el giganteAunque tengamos a multitud de grandes autores de género desaparecidos en nuestras librerías, Philip K. Dick lleva años presente con distintas reediciones y ahora han comenzado la recuperación de obras que se mantenían inéditas en nuestro idioma. Minotauro ha dado un paso anunciado en el pasado por otras editoriales sin que llegase a materializarse, y ha empezado a publicar su producción no fantástica.

No quiero que el párrafo anterior suene a queja, es una realidad. En mi caso, hace tiempo que me di cuenta de que Dick es el autor del que más libros he leído y sigo haciéndome con todo lo que se publica, novela juvenil incluida. Tener a tu alcance la bibliografía casi completa de un escritor es un lujo y no puedo negar que sentía curiosidad por conocer estas novelas realistas. Anteriormente solo había leído Confesiones de un artista de mierda y, a pesar de distintos aspectos de interés, me dejó algo frío. En esta ocasión me encuentro con otro título menor: Mary y el gigante.

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It’s the End of the World, de Adam Roberts

It's the End of the WorldCuando una gran parte de los lectores ha perdido la noción de qué es una distopía y qué un apocalíptico (o postapocalíptico), la lectura de It’s the End of the World es toda una satisfacción. Adam Roberts no utiliza ni una sola vez el término distopía para describir las diferentes vertientes de lo apocalíptico y por qué es un tema central a la hora de contar historias desde los primeros textos escritos. Una vitalidad ratificada a lo largo de la historia de la literatura, realimentada por la actualidad del último año y medio a la que no se sustrae este blog, tal y como lo demuestran diversos textos escritos por Julián Díez, Santiago L. Moreno o Mario Amadas.

Roberts suena en España por Ejército Nuevo Modelo, la novela de ciencia ficción bélica con sustrato transhumanista publicada en 2016 por Gigamesh. Escritor prolífico, compagina su labor creativa con la enseñanza de Literatura Inglesa y Escritura en una de las múltiples facultades asociadas a la Universidad de Londres. Tiene una amplia bibliografía en el campo de la no-ficción e It’s the End of the World es su ejemplo más reciente. Un ensayo terminado durante el confinamiento de primavera de 2020 que se alzó con el Premio Británico de Ciencia Ficción al mejor libro de no-ficción. El aroma oportunista tanto en la publicación como en el galardón es inevitable. Sin embargo, basta leer la introducción para quitárselo de la cabeza. Roberts desenmaraña el corpus de ideas alrededor del fin del mundo y lo sistematiza a través de un discurso capaz de llegar a una serie de conclusiones. Algunas previsibles; otras, ¡bien por él!, no tanto.

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Fracasando por placer (XXIX): Gigamesh

Revista Gigamesh, la cabecera

No, no recuerdo con mucho detalle las cosas que escribí hace veinticinco años o más. Lo he constatado en los últimos meses con la preparación de un libro recopilatorio de parte de mis ensayos en el género. Porque, aparte, tengo el problema de haber escrito mucho. Más que Balzac, posiblemente, aunque mencionar esa comparación pueda dar lugar a equívocos sobre mi autoestima: hablo de cantidad, no de calidad. También es cierto que para ello he tenido a la mecanografía como aliada; escribo muy, muy rápido, participé en alguna ocasión en concursos con mecanógrafos profesionales, con resultados meritorios. Hubo épocas en las que firmaba cinco notas al día por término medio para una agencia extranjera, y luego me ponía a escribir críticas o ensayos sobre cf. En un Roland Garros, el que ganaron en categoría masculina Sergi Bruguera, en femenina Arantxa Sánchez Vicario y en junior Roberto Carretero, llegué a producir siete páginas enteras de periódico. Recuerdo el dato y que una de ellas fue la contraportada, con los festejos en la embajada de los Campos Elíseos. Por supuesto, ni la menor idea de lo que escribí. Ahora mismo ni siquiera me acuerdo de quiénes fueron los rivales de los españoles en esas finales (acabo de buscarlo: Alberto Berasategui y Mary Pierce, la odiosa franco-yanqui).

A la vez que me anotaba ese tipo de hazañitas estériles, dirigía una revista de ciencia ficción en una ciudad en la que al principio no vivía. Aunque me vienen a la memoria generalidades y anécdotas de la época, tenía la vaga sensación de que había perdido la noción de muchas de las cosas que escribí ahí, incluso de los relatos que escogí publicar. Hice un repaso hace unos días y, en efecto, me sería posible releer algunos números sin más que un recuerdo superficial de su elaboración, pese a haber supervisado cada coma. Aunque esa era la intención de este texto, ofrecer una valoración honesta de mi trabajo de entonces con la perspectiva de los años, como se verá más adelante no va a poder cumplirse.

A estas alturas, creo que puedo permitirme compartir algunos recuerdos. He sido una persona que cumplió buena parte de sus sueños, eso no puedo quitármelo nadie. A los 25 años empecé a dirigir una revista de ciencia ficción, una de las cosas que más deseaba en el mundo, porque eran mi máximo objeto de veneración. Seguramente ya habrá quedado claro a quien haya seguido estos artículos. Fue una combinación de factores realmente curiosa la que me puso al frente de Gigamesh.

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Ciudad de heridas, de Miguel Córdoba

Ciudad de heridasLa noche en que los perros de Gran Salto empiezan a atacar a sus habitantes, la policía investiga sobre el terreno la muerte de la familia del escritor Damián Mustieles, probablemente a sus manos. Y mientras los detectives recorren la casa, se topan con una serie de extraños acontecimientos. Si cierran la puerta de la habitación donde yacen los cuerpos de sus hijos se escuchan sus voces, y al abrirla de nuevo se encuentran sus cadáveres en una posición diferente. Y el manuscrito en el que estaba trabajando termina teletransportado a casa de un antiguo amigo de adolescencia donde otra escritora, Gabriela Flanagan, se ha refugiado junto a un grupo de escolares. Flanagan, desvelada, inicia la lectura del texto de Mustieles, de un nítido componente autobiográfico. Comienza durante su juventud cuando, junto a tres amigos, encontró unos papeles que anunciaban lo que les deparaba el futuro junto al cadáver de un hombre con chistera y abrigo raído. Folio a folio descubre otros recovecos de una vida atormentada, con diversos episodios de locura, una incontrolable dependencia del alcohol y los ansiolíticos, el apoyo y sufrimiento de su mujer y una carrera profesional en la que destaca una novela que está protagonizada por una escritora también llamada Gabriela. Este cabalgamiento entre planos narrativos, de ficción dentro de algo pretendidamente real donde se encuentran ecos de una base ficcional, es la base de Ciudad de heridas, la primera novela de Miguel Córdoba publicada por El Transbordador. Un narración construido sobre múltiples capas que alientan una serie de lecturas, literarias y metaliterarias, que pueden quedar en cuestión según se vaya avanzando a través de ellas camino de la comprensión.

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