El año del diluvio, de Margaret Atwood

El año del diluvioEl año del diluvio tiene algo de decepcionante. Oryx y Crake se movía adelante y atrás entre dos tiempos y géneros antagónicos, la distopía y el postapocalíptico. Así, entrelazaba causas y consecuencias de un acontecimiento catastrófico en una incisiva reformulación de un futuro cercano. Su desenlace daba paso a un camino que podría haber abierto el foco y penetrar en una historia futura que resolviera la disyuntiva ¿es realmente el fin del mundo o simplemente un nuevo comienzo? El año del diluvio le arrea un martillazo a estas expectativas: mucho más que Oryx y Crake, la autora de El cuento de la criada indaga en facetas de la distopía que conducen hacia la historia postapocalíptica a través de una serie de personajes con un protagonismo marginal en la anterior novela. Esta decisión se sostiene sobre la voluntad de desarrollar nuevos reflejos de la relación especular entre la sociedad occidental y su proyección en esta ficción. Durante bastantes páginas se enrosca en situaciones que avanzan en una espiral muy próxima a un círculo. Y aunque llegado el momento el futuro vuelve a ponerse de manifiesto, lo leído refuerza la idea de que MaddAddam, la tercera y última novela de la secuencia, posiblemente trabaje en esta misma línea. Pero de eso ya hablaré en unas semanas, que ahora mismo estoy con su lectura.

Como apuntaba, en El año del diluvio se alternan dos tiempos: unas migas del presente después de que un virus mortal haya asolado el planeta y el recuerdo de ese pasado que llevó hasta ahí. Ambas secuencias se cuentan a través de dos protagonistas: Toby y Ren. Las secuencias de Toby se cuentan a través de un narrador omnisciente que alterna dos tiempos (presente y, sobre todo, pasado), y las de Ren se relatan en primera persona. Este encadenamiento y sucesión de puntos de vista y aspectos verbales le sirven a Atwood para abarcar una ambiciosa amplitud de mirada: el complejo escenario en el que ambas se desenvuelven y unas vicisitudes emocionales que ponen en primer plano la precariedad de dos mujeres enfrentadas a situaciones de abuso y sus procesos de supervivencia.

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La parábola de los talentos, de Octavia E. Butler

La parábola de los talentosLa parábola del sembrador (1993) terminaba con un ligero soplo de esperanza para Lauren Olamina y para los que la habían acompañado en su viaje. Tras no pocas adversidades, al fin han encontrado un lugar más o menos seguro en el que asentarse y Semilla Terrestre, el credo concebido por Olamina, ha dado su primer paso. La parábola de los talentos (1998) nos sitúa cinco años después cuando la comunidad ha prosperado lo suficiente y es capaz de autoabastecerse. Sin embargo, el mundo a su alrededor no vive tiempos mejores. Los asaltos, los robos y la intolerancia de grupos de cristianos que se creen los salvadores del caos, ponen en riesgo el precario bienestar. El peligro se encarna en el senador Jarred: arrastra un pasado de fanatismo y lanza proclamas como «Ayudadnos a hacer que América vuelva a ser grande», que hoy en día suenan tan familiares. Este individuo de ideas reaccionarias, que fuera pastor baptista antes que político, tiene todas las papeletas para convertirse en el nuevo presidente de EE.UU.

En la primera parte de la novela Octavia Butler reincide en los horrores expuestos en La parábola del sembrador y ahonda en la desgracia y en la iniquidad que padecen sus protagonistas. Por momentos parece sacada de un episodio de The Walking Dead sin zombis. En medio de esta anarquía cada cual se busca la vida como puede e intenta protegerse de los ataques de los okupas y de los cada vez más frecuentes asaltos organizados por América Cristiana. Se trata ésta de una organización semejante al Ku Klux Klan incluso en sus símbolos, que, si no alentada por Jarred, es tolerada por el que podría ser el futuro mandatario de la nación. En estas circunstancias de calma previa a una tormenta y de desconfianza en los demás sobreviven Olamina y los suyos con el temor a ser asaltados en cualquier momento.

La diferencia con respecto a la primera novela de la serie es sobre todo formal. La parábola de los talentos no está constituida como sucedía en el libro anterior únicamente por los diarios de Olamina; Butler nos proporciona también los puntos de vista de otros personajes como el de Bankole, el marido de Olamina, no siempre conforme con las decisiones de su mujer. Pero más que nada es la presencia constante de su hija Larkin apostillando y juzgando las palabras de su madre lo que marca la diferencia. Los diarios han sido recopilados por ella y cada capítulo viene precedido de una introducción en la que ésta deja claro su escepticismo ante lo que considera la secta de su madre. Es como si la autora quisiera mitigar el tono apologético, que se vislumbra como uno de los aspectos más polémicos de la novela, dotándola de paso de un mayor dinamismo.

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El amor en el siglo cien, del Coronel Ignotus

El amor en el siglo cienEs muy conocida la frase de Borges: “el hecho es que cada escritor crea a sus precursores”. Nuestra lectura de Kafka –sigue Borges– “afina y desvía” nuestra lectura de textos anteriores a él, haciendo que reconozcamos su idiosincrasia, paradójicamente, en autores y autoras que no pudieron leerle. Lo que también es cierto es que, en la esfera de la creatividad humana, el tiempo no opera igual que en lo que por convención llamamos realidad. Vemos Futurama, vemos Interstellar, y, después, años después, acudimos, intrigados, a la novela El amor en el siglo cien, escrita por José de Elola y Gutiérrez en 1922, y comprobamos que algunos de los más encantadores logros de esas piezas audiovisuales ya estaban esbozadas en esta novela olvidada, y así vemos que, de alguna manera, serie y película han influido en tu entendimiento de esta novela porque la has asociado a unos logros que te son familiares. No es que serie y película hayan creado, como el genio de Kafka, a sus precursores: es que como en la esfera cultural el tiempo es, si queremos verlo así, circular, cíclico, Futurama e Interstellar, en nuestra red de lecturas acumuladas, vienen antes que El amor en el siglo cien y por tanto afinan y desvían tu lectura de la novela cronológicamente anterior –pero leída después– y, por tanto, intuitivamente posterior.

Aquí se amontonan varios temas; el primero y más acuciante, por supuesto, es que detrás del simpático nombre de Elola y Gutiérrez se esconde el Coronel Ignotus, nada menos, así que a partir de ahora le mencionaré como, simplemente, el Coronel. El segundo tema es: ¿vale la pena esta novela? Sí, claro, claro que vale la pena leerla. Estamos ante una novela de planteamiento original, que da pie a muchas ideas, a coloridos imaginarios futuros, sobre una pareja de bilbaínos que, como Fry en Futurama, se quedan congelados por accidente hasta el año diez mil. En la apertura de la novela, donde están las mejores páginas, vemos cómo la sociedad científica de ese futuro trata a la pareja criogenizada, casi, en ocasiones, como si fueran auténticas rarezas de circo: pasean sus cuerpos helados por todo el mundo hasta que, con el tiempo, cogen calorcito y empiezan a revivir. Hasta ahí, pese al castellano arcaizante y tosco del Coronel, todo bien.

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Afterparty, de Daryl Gregory

AfterpartyHaber vivido el boom de las colecciones de cf y fantasía de finales de los 80 me lleva a recordar un tiempo en el cual había tantos títulos en el mercado que pudo tener sentido promocionar cada uno como el acontecimiento editorial de la estación de la semana; entre tanta novedad, de alguna manera habría que llamar la atención sobre tus libros. Sin embargo, en líneas generales no se hizo, sobre todo por la ausencia de canales para escribir sobre ello. Había alguna revista o fanzine, y Stephen King y Ursula K. Le Guin ya escribían sus blurbs (Martin todavía era ese hombre que saboteó su carrera escribiendo terror). Pero los reyes de la mercadotecnia eran el posicionamiento en tienda, la ilustración de cubierta y poner ISAAC ASIMOV en algún lugar, así en mayúsculas y bien en grande. Además el bucle entre disfrutar de un libro y necesidad de asociarlo a la etiqueta obra maestra todavía estaba muy limitado. Había menos libros evento; menos actos con autores varios; la “estatusfera” se reducía a la opinión que tu padre, madre o compañero de clase tuvieran de tus gustos; y, desde esta atalaya de prejuicios y envejecimiento, un menor complejo en disfrutar con relatos con sus fallas y puntos fuertes que no iban a pasar a la historia del género o la personal.

En aquel escenario abundaban los títulos de fondo. Libros que si bien no han desaparecido, se han diluido, escondido, perdido prestigio o camuflado ante esa eterna necesidad de reivindicar el tiempo o el estatus en las redes sociales a base de saltar de la gran obra a “es mediocre”, sin grados intermedios. Es en esta tierra de nadie donde encuadro Afterparty, de Daryl Gregory. Un thriller de intriga con toques de “quién ha sido” sin conceptos rompedores, ni personajes arrolladores, ni giros que te dejan con el culo torcido, con alguna tarilla, que lo hace casi todo lo suficientemente bien como para haberme dejado satisfecho. Su propuesta, además, planta sus ideas en regiones no muy transitadas, casi pasadas de moda en la cf actual, cuya recuperación merece un pequeño hurra: las drogas y la divinidad.

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Guerra de regalos, un Orson Scott Card navideño

Guerra de regalosComo lo que queremos es reír y ser felices –¿por qué no íbamos a quererlo?– este año hay que celebrar la Navidad, si podemos, con algo más de intensidad de lo normal. Podemos animarnos –conscientes, sin embargo, de que quizá no todos puedan– con alguna lectura estimulante, celebratoria, que, sin solucionar nada, nos alivie un poco del peso acumulado de estos meses. Y si optamos por esa lectura de alegría, que nos cunda, al menos, con la prevención y humildad que declama José Ángel Valente en A modo de esperanza: “aunque sea ceniza, lo proclamo: ceniza. // Aunque sea ceniza cuanto tengo hasta ahora, / cuanto se me ha tendido a modo de esperanza”. Así y sólo así, yo diría, con estas precavidas consignas en mente, conscientes de su carácter ceniciento, podemos leer, esta Navidad, la Guerra de regalos de Orson Scott Card.

Si prescindimos del invasivo tufillo religioso de su autor –y sé que es mucho prescindir– encontraremos un relato navideño de familias quebradas, de traumas reprimidos. De dolorosos desasimientos que no te esperas en una novela corta protagonizada por niños en Navidad. Pero es que Scott Card ha entretejido espléndidamente bien las dos ramas de su cuento de Navidad: tenemos, por un lado, la historia enmarcada en el universo enderiano, con la Escuela de Batalla y la perenne hostilidad de los insectores como trasfondo, que entronca, por su ferocidad, con la estética y la ética estrictamente contranavideñas; y, por otro lado, tenemos la convivencia de unos niños sin infancia y todas las angustias que ello conlleva.

Así que no es la entrañable fiesta navideña descrita por Connie Willis en All Seated on the Ground, no: Guerra de regalos es un momento de celebración en el que se aprovecha esa misma laxitud para hacer aflorar sufrimientos silenciados y cuestionar costumbres heredadas. Vemos que el hermano de Ender recibe un trato muy hostil por parte de su familia (o sea que el héroe no viene de un entorno feliz), y luego está Zeck Morgan, el protagonista (criado por un violento pastor de iglesia que predica con lo que suelen predicar los fanáticos religiosos), que acaba siendo reclutado pese a su aureolado pacifismo.

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Parable of the Talents, de Octavia E. Butler

Parable of the TalentsSe hace doloroso observar cómo de las escritoras surgidas al abrigo de la ciencia ficción anglosajona durante la década de los 70, quien mejor ha soportado los rigores del tiempo (si exceptuamos a Tiptree, Jr., que publicó un puñado de relatos a finales de los 60) sea quien menos se ha traducido. Ya sea por su escasa repercusión en el fandom anglosajón o por la importancia en su narrativa de cuestiones raciales y de género, apenas hemos visto en España cuatro de sus obras. La última este año por Capitán Swing, con una repercusión que medio justifica la prevención a la hora de editar unos libros, los suyos, alejados de las coordenadas aceptadas por el entorno aficionado y las colecciones abiertas a una ficción híbrida. Butler es otro ladrillo de ese muro demasiado mainstream para el género, demasiado de género para el mainstream. Una circunstancia que lamento una vez más tras leer Parable of the Talents, su novela más apreciada tras ganar el premio Nebula en 1999.

Tras plantear Parable of the Sower como un relato preapocalíptico y de crecimiento interior, Butler dio varios pasos al frente con esta continuación que se inicia 5 años más tarde. La comunidad establecida por Lauren Olamina, Acorn, se ha afianzado y ha logrado la autosuficiencia. Sin embargo el ataque a una granja cercana les pone sobre aviso de grupos organizados dispuestos a destruir pequeños poblados para secuestrar o aniquilar a los supervivientes. En sincronización con estos asaltos, un baptista alienta y se beneficia del caos para llegar hasta la Casa Blanca bajo el grito de “Make America Great Again” (sic). En su punto de mira no figuran explícitamente los inmigrantes de primera o segunda generación. En el centro de su obsesión sitúa a quienes no profesan su misma fe; nuevos paganos destinados a ser perseguidos para ser esclavizados y, quizás, convertidos mientras sus hijos pasan a ser criados por familias adeptas al credo verdadero.

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El alfabeto de fuego, de Ben Marcus

El alfabeto de fuegoLa extrañeza es un valor a la baja entre mis lecturas. Esas historias que transcurren en las zonas fronterizas donde las marcas de género se difuminan y ciertos detalles del escenario, el uso de sus elementos o el comportamiento de los personajes dan alas a una incomodidad reconfortante. Esta es una de las muchas razones por las cuales El alfabeto de fuego me ha resultado tan satisfactoria; cómo Ben Marcus ha jugado con mi concepción de lo que es o no ciencia ficción, retorciendo y empujando ciertas ideas previas a la manera de, en una acertada comparación de Ismael Martínez Biurrun, David Cronenberg en varias de sus películas. Sin duda el director de ExistenZ e Inseparables podría realizar una adaptación capaz de inducir en el espectador un nivel de desasosiego equiparable al que alienta su lectura.

El contexto de este drama familiar es desolador. Una degeneración física y psicológica asociada al lenguaje se extiende sin freno entre la población adulta de EE.UU. Mientras los niños continúan despreocupados con su día a día, la creciente incomunicación deteriora una convivencia ya de por sí complicada. El narrador, un padre en el área metropolitana de Nueva York, da testimonio de la desintegración de su familia, y por extensión de toda una sociedad. Una situación agravada por la entrada de su hija en la adolescencia y las rebeliones asociadas a esa etapa. El uso del tiempo pasado deja entrever que el proceso se ha detenido, si no revertido, y en el presente se conserva alguna forma de comunicación lingüística. Las 400 páginas que le lleva establecer su relato son su memoria de ese período apocalíptico.

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El cuento de la criada, de Margaret Atwood

El cuento de la criadaAnte el estreno inminente de su nueva adaptación, donde a cada nueva promoción se intuye el cuidado puesto en su acabado final, no tenía sentido continuar dilatando el momento de acercarme a El cuento de la criada. Escrita en pleno auge del pensamiento neoconservador de los tiempos de Ronald Reagan, se ha vuelto a poner de actualidad tras el triunfo de Donald Trump en las pasadas elecciones de Enero. Su imagen de megalómano con mando en plaza, el grupo de extremistas de los que se ha rodeado, las ideas que han puesto sobre la mesa (suspensión de las ayudas a los centros de planificación familiar, destrucción de los avances en el derecho a una sanidad universal, el total desprecio por las evidencias científicas…), han llevado a un buen número de lectores a acordarse, entre otras, de esta novela escrita hace más de tres décadas.

En El cuento de la criada Margaret Atwood plantea un único escenario: la República de Gilead. Una región indeterminada de EE.UU. donde, después de un golpe de estado, se ha producido una regresión social de dimensiones ciclópeas hasta convertirla en un reflejo de la Nueva Inglaterra de los colonos puritanos. Además, tras diversas catástrofes ecológicas, la esterilidad se encuentra tan extendida como las malformaciones durante el embarazo. Un panorama donde el futuro de la propia humanidad parece amenazada. Fieles a las raíces evangélicas de su Estado, han encontrado el remedio a esta situación en un relato bíblico. Tal y como se solucionaba la esterilidad de Raquel y Jacob acudiendo a Bilhah, una esclava, para concebir los hijos de la pareja, en Gilead recurren a las llamadas criadas. Mujeres fértiles que en muchos casos ya han sido madres, aleccionadas en escuelas para cumplir en un único servicio a sus patrones siguiendo la máxima: de cada uno según sus capacidades; a cada uno según sus necesidades.

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El Libro de las cosas nunca vistas, de Michel Faber

El Libro de las cosas nunca vistasEsta es la típica lectura que invita a hacer una reseña de destrucción masiva. El análisis FIAWOLesco en el cual el aspirante a entendido se luce con las cuatro cosas que cree saber de un género y sus mecanismos a costa de los puntos débiles en una obra que encuentra meliflua, desnortada, apoyada en diálogos insustanciales y, sobremanera, excesivamente extensa para lo que termina contando. Pero quizás por ser tan fácil caer en ese análisis destructivo (y haber leído hace nada Música de mierda, de Carl Wilson, libro que les recomiendo desde ya), me sienta inclinado a tomar un camino más constructivo. Establecer una pequeña búsqueda de por qué Michel Faber ha podido escribir El Libro de las cosas nunca vistas. Entre sus valedores cuenta gente tan poco sospechosa de caer en los elogios desmedidos como Philip Pullman o David Mitchell, y ha inspirado análisis críticos bastante elogiosos como éste.

A lo largo de sus 600 páginas, Michel Faber plasma la epopeya de Peter Leigh, un sacerdote enviado al planeta Oasis por una corporación privada. Allí se ha establecido una base poblada por personal técnico; un grupo de ingenieros, mecánicos, médicos… cuyo propósito es establecer una colonia. En esa compañía Peter, con facilidad para entender los problemas personales a su alrededor, se siente alienado. Apenas comparte nada con el resto y acusa la distancia de hallarse a media galaxia de su iglesia y su mujer, Bea. Sólo puede comunicarse con ella a través de correos electrónicos en texto plano, un parche insatisfactorio y problemático a la hora de mantener la relación. En este contexto, se entiende su estado de ánimo y la entrega a su misión: llevar la palabra de Dios a un grupo de nativos ya iniciados en el cristianismo. En ciclos de 360 horas (unos 5 días en tiempo del planeta), convive con sus nuevos fieles y, mientras se implica en su día a día, llena los vacíos y dependencias de su interior.

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