Términos que el españolito de a pie puede mencionar cuando habla de Sudáfrica: mundial, apartheid, Nelson Mandela, la roja, zulúes, segregación racial, Iniesta, xenofobia, quizá el término bóer o a J. M. Coetzee, si es friqui Distrito 9, si le gustan las historias bélicas Rorke’s Drift o la batalla de Isandhlwana, Holanda (XD)… y poco más. Desarrollar cada idea, victoria de nuestra selección de fútbol aparte, es harina de otro costal.
A un servidor le vino bien la lectura hace un par de años de El factor humano, el libro donde John Carlin relataba cómo se las arregló Nelson Mandela para que la transición desde el apartheid al sistema democrático actual no fuera traumática. Cómo a través de las relaciones personales y con un símbolo como la selección de rugby, hizo trizas toda una serie de prejuicios que amenazaban con arrastrar a Sudáfrica al desastre de una guerra civil. Sin embargo aquel libro, un tanto errático en su comienzo, lleno de valores positivos y emoción en su desenlace, crea una visión distorsionada de la sociedad postapartheid. Una sensación realimentada por la adaptación de Clint Eastwood, Invictus, o la imagen edulcorada que transmitieron los periodistas deportivos durante el mundial de fútbol de 2010 (aunque si se ha leído a Coetzee ya hay un contrapeso importante; en mi caso gracias a la angustiosa La edad de hierro). Quizás por todo esto Diablos de polvo se me ha hecho todavía más terrible de lo que ya es. Esta es una novela negra que muestra el nulo valor que tiene una vida en aquel país. Sin destriparla, en sus 20 primeras páginas asesinan a un empresario mientras huye su amante, asesinan a esa mujer y a sus dos hijos pequeños en un accidente de carretera y uno de sus asesinos mata al otro; los primeros embates de una narración despiadada que no da cuartel.
Si después de esto alguien todavía no tiene claro qué puede encontrar en Diablos de polvo, quizás la mejor manera de profundizar sea a través de su personaje más cruel: Inja Mazibuko. Policía sicario al servicio de alguien que al principio no conocemos y que cumple con su tarea de una manera tan sistemática como inhumana. El cacique de Roca de Bhambatha, un poblado mísero en las proximidades de Durban que gobierna a la manera de los líderes tribales de antaño. Un enfermo de SIDA refractario a cualquier tratamiento, entregado a lo que el hombre medicina le prepara y en trámite de casarse con una virgen destinada a “llevarse” su enfermedad. El abismo sin fondo ante el que se hayan el resto de protagonistas, destinado a medirlos inexorablemente. Tanto como que a mitad de su extensión se han visto crímenes tan atroces que la insensibilidad puede blindar al lector ante todo lo que está por venir.
La sociedad sudafricana descrita por Smith es incluso más desoladora. Un gobierno podrido que no duda en utilizar los medios a su alcance para suprimir cualquier amenaza; una policía corrupta en la que los derechos de los ciudadanos están siempre supeditados a las necesidades de los miembros del cuerpo; una sociedad donde los tremendos desequilibrios económicos impiden a las personas de raza negra salir de los ghettos donde vivían durante el apartheid. Ghettos en los cuales el SIDA campa sin control alentado por la falta de educación, el pensamiento mágico y el sumidero económico.
Un panorama desgarrador que, también es cierto, apenas se desarrolla.
Con una prosa contundente y desnuda, Roger Smith se centra específicamente en lo que les ocurre a sus personajes y cualquier atisbo de crítica social queda, especialmente a partir de la mitad de la novela, en un tercer plano medio oculto bajo los problemas desatados por Inja. Echo en falta un poco más de ambición a la hora de trascender las tragedias personales y penetrar en los orígenes de la corrupción, una búsqueda más profunda de las causas de los conflictos que atrapan a los personajes. Algo que se atisba detrás de la historia un tanto diluido, tras unos sucesos concretos que, por otro lado, terminan siendo un tanto increíbles. De hecho las cincuenta últimas páginas requieren de un sostenido y creciente esfuerzo de credulidad.
Más satisfactorios son los personajes. Un periodista obligado a huir de la policía y enfrentado ante una Sudáfrica que pensaba era cosa del pasado, demasiado parecida a la que se había enfrentado durante su juventud como militante antiapartheid; su padre, un antiguo mercenario colaborador afrikáner recién salido de la cárcel que, entre otras cosas, estuvo en el grupo que detuvo a Nelson Mandela; un policía caído en desgracia adicto al sexo y destinado a ser el contrapunto de Inja; una pobre chica de ghetto, atrapada en la tela de araña que forma la tradición, enredada más y más en el tejido que impide el progreso de la población zulú. Es este último con el que se empatiza más; la mirada tierna hacia el futuro, llena de optimismo y esperanza a pesar de lo que atraviesa delante de sus ojos.
Diablos de polvo es una novela negra con fuertes componentes de hard boiled, escrita a base de sangre y pólvora. Una obra destinada a revolver las tripas que nos pone en contacto con instintos y sentimientos no solo presentes en el sustrato de la sociedad sudafricana. Aunque cualquier comparación con Ellroy, Lehane o Pelecanos, como hacen los blurbs de la cubierta trasera, le quedan a su autor un tanto grandes. Al menos todavía.