La extrañeza es un valor a la baja entre mis lecturas. Esas historias que transcurren en las zonas fronterizas donde las marcas de género se difuminan y ciertos detalles del escenario, el uso de sus elementos o el comportamiento de los personajes dan alas a una incomodidad reconfortante. Esta es una de las muchas razones por las cuales El alfabeto de fuego me ha resultado tan satisfactoria; cómo Ben Marcus ha jugado con mi concepción de lo que es o no ciencia ficción, retorciendo y empujando ciertas ideas previas a la manera de, en una acertada comparación de Ismael Martínez Biurrun, David Cronenberg en varias de sus películas. Sin duda el director de ExistenZ e Inseparables podría realizar una adaptación capaz de inducir en el espectador un nivel de desasosiego equiparable al que alienta su lectura.
El contexto de este drama familiar es desolador. Una degeneración física y psicológica asociada al lenguaje se extiende sin freno entre la población adulta de EE.UU. Mientras los niños continúan despreocupados con su día a día, la creciente incomunicación deteriora una convivencia ya de por sí complicada. El narrador, un padre en el área metropolitana de Nueva York, da testimonio de la desintegración de su familia, y por extensión de toda una sociedad. Una situación agravada por la entrada de su hija en la adolescencia y las rebeliones asociadas a esa etapa. El uso del tiempo pasado deja entrever que el proceso se ha detenido, si no revertido, y en el presente se conserva alguna forma de comunicación lingüística. Las 400 páginas que le lleva establecer su relato son su memoria de ese período apocalíptico.
La degradación de los suburbios, un paisaje humano en perpetua resonancia con el hastío psicológico de los personajes, es parte fundamental de la ruina emocional a la que Ben Marcus se abona desde la primera página y que demanda de una cierta atracción por el relato pesimista para perseverar. Esta devastación no es una vulgar apuesta por una atmósfera sadomasoquista. Se disfruta por más aspectos que desde la enfermiza fascinación por el sufrimiento ajeno, especialmente por su simbolismo a múltiples niveles.
La distancia del narrador con su hija, acentuada por el mal de la palabra, se evidencia mediante escenas poderosas: por ejemplo en la tregua de varios días cuando, junto a otros jóvenes, acude a un campamento y sus progenitores recuperan una porción de su cotidianidad perdida; o el impactante fragmento durante el cual el padre, en la distancia, la observa “golpear” con la palabra a uno de sus vecinos. La violencia del acto sólo es equiparable al shock de darse de bruces con la transformación experimentada por ese ser idealizado que convive bajo su techo y que, al menos, todavía es capaz de una mínima compasión.
Este retrato del lapso generacional se entrelaza con las diferentes visiones del lenguaje: la banalidad de la mayor parte de las conversaciones; la componente tóxica/infecciosa de muchas comunicaciones que alteran percepciones o mueven posturas arraigadas; la inevitable violencia con la que llega a utilizarse para erosionar y dañar al receptor… Marcus se preocupa de integrarlas en las situaciones en las que el narrador bien es testigo, bien un actor determinante, y las desarrolla con el fin de indagar en ellas. Esta faceta progresa hacia nuevas vertientes cuando avanza en una investigación sobre el origen del mal y las opciones para evitarlo. Una búsqueda surrealista que, a su modo, recuerda a aquel gag de los Monty Python sobre el chiste mortal utilizado en la Segunda Guerra Mundial. Se abren cuestiones espinosas sobre los límites éticos de la Ciencia, el cuestionamiento del principio de autoridad, o los efectos de que el conocimiento, lo objetivo, pierda su lugar frente a lo subjetivo. Todas ellas sin aparecer vinculadas al gran tema que las suele llevar adosadas hoy en día: internet.
Otro lugar preminente es ocupado por la religión. El narrador y su mujer participan de una delirante secta judía donde el lugar de la sinagoga lo desempeña una miserable cabaña en el bosque a la que acuden para recibir las enseñanzas de un rabino. La comunicación se establece a través de un extravagante aparato de radio cuyo funcionamiento invita a pensar en lo orgánico como parte esencial de la recepción. El credo mantiene un cariz aislante, rayando en el solipsismo, al prescindir del carácter comunitario de los pueblos semitas, y bascula entre convertirse en una fuente de revelación y de confusión. Este misterio no es el único aspecto donde se manifiesta el carácter místico de El alfabeto de fuego. El mito de Abraham, su fe inquebrantable hasta el punto de llegar su sacrificio a las últimas consecuencias, es clave en el último tercio de relato. Se entabla la enésima persecución sobre los judíos, acusados de extender la enfermedad…
Toda esta riqueza camina de la mano de la tensión entre coherencia-incoherencia sobre la cual se sostiene el discurso. Marcus se abona a una serie de disonancias donde el lector debe transigir en su horizonte de expectativas: la lectura como historia de ciencia ficción sensu-stricto está abocada al fracaso. Lo onírico de determinadas situaciones exige de una flexibilidad que el escritor se trabaja y gana. En mi recepción de su novela no he podido dejar de verla como la memoria y la autojustificación de un personaje enajenado en el acto de recontarse una etapa de su vida durante la cual observa, padece, participa y promueve acciones macabras. De hecho, mientras escribía esta reseña, me he acordado de las palabras con las que Ballard definía su literatura
Yo no considero que novelas como Crash, Rascacielos o La isla de cemento sean de ciencia ficción. Y creo que mucha gente sólo las describe como ciencia ficción porque de ese modo pueden neutralizar la incómoda sensación que desprenden. Ciertamente no forman parte del Realismo que domina la ficción moderna; en realidad sólo he escrito una novela “realista”: El Imperio del sol. No, creo que pertenecen más bien a otra tradición literaria, una que se remonta a Sade y que fue continuada por autores como Genet o Celine. Los chicos malos de la literatura, si quieres. Una tradición extraordinariamente poderosa que maneja las verdades que la gente no quiere oír. Yo siempre me he visto como una especie de moralista, de pie junto a la carretera con un cartel en el que se puede leer: ¡Atención, curvas peligrosas, conduzcan con cuidado!
El alfabeto de fuego es un perturbador artefacto que captura como pocos el espíritu apocalíptico dominante en buena parte de la ciencia ficción en la última década, cuando la llamada sociedad de la información más se ha resentido por las fallas en el uso de sus cimientos fundamentales. Una experiencia devastadora digna de ser experimentada de primera mano y que hay que agradecer a Catedral Books el arrojo de traer a nuestra lengua seis años después de haberse publicado en EE.UU. A su edición apenas cabe achacarle una traducción demasiado literal en momentos puntuales que no pone en riesgo la comprensión y el disfrute del texto. No he podido comparar como en otras ocasiones con la edición original, pero la presencia de expresiones como “vaso de precipitación” (220), “montículos de tierra en formación de cementerio” (224), “almacén de bienes” (384), “cámara de frío” (384)… me han hecho desear un último repaso del texto.
El alfabeto de fuego (Catedral, 2011)
The Flame Alphabet (2012)
Traducción: Milo J. Krmpotić
Rústica. 432pp. 22 €