Acervo fue durante una década larga el referente principal del comprador de libros de ciencia ficción en España. El fichaje de Domingo Santos como asesor/traductor llevó a que esta pequeña editorial barcelonesa, que empezó con la publicación de antologías, pasara a publicar novelas de cf: títulos tan significativos en la historia del género como Dune, Todos sobre Zanzíbar o La luna es una cruel amante, en sus primeras traducciones.
La positiva experiencia de las antologías caras, de la que ya hablé hace unos meses, le había enseñado a Acervo que podía correr el riesgo de publicar volúmenes gruesos y caros en tapa dura. Se convirtieron durante un tiempo en una suerte de santo grial de los aficionados. Cuando yo, con quince años, fui por primera vez a una librería del centro de Madrid a buscar libros de cf (hasta entonces, me alimentaba de la biblioteca y de los Bruguera o Ultramar que llegaban a los kioscos del barrio), quedé fascinado por esos gruesos volúmenes de precios inalcanzables, cercanos a las mil pesetas; los autores de los que había leído cuentos sueltos que me habían fascinado (Niven, Brunner, Dick) tenían novelas enteras a las que algún día quizá podría llegar a acceder, como a las de Asimov o Clarke. En la posguerra, según nos transmitió el cine español de los noventa, se entró en la madurez viéndole los pechos por una rendija del pajar a Maribel Verdú; yo creo que uno de mis momentos de acceso a la edad adulta en los ochenta fue acariciar, con la sensación de que jamás podrían llegar a ser míos, aquellos librotes cuyo diseño hoy me parece tan tosco y entonces encontré el súmmum de la sofisticación.
La relación de Acervo y Domingo Santos se fue deteriorando por impagos y detalles feos numerosos; al parecer, la señora Ana María Perales, que quedó dueña del lugar, era una dictadora de tomo y lomo. Luego llevó esa teoría a campos más prácticos dedicándose a la publicación de textos de veteranos nazis o simpatizantes, notablemente el militar-aventurero Otto Skorzeny. En cf, una vez que se marchó Santos, se limitaron a comprar lo que salía como lo más vendido en las listas de Locus. Pero la progresiva mala distribución, unas portadas que ya iban más allá de lo feo para adentrarse en lo grotesco y el desinterés por entonces del lector español por la fantasía hizo que autores como Stephen Donaldson, Terry Brooks o Anne McCaffrey, de grandes ventas fuera, nunca terminaran de cuajar aquí. El que sean bastante malos (bueno, démosle un aprobado a McCaffrey) igual también tuvo que ver. Pero otros muchos escritores malos han arraigado, así que quién sabe.
La colección de cf cerró en 1994, si no me equivoco, pero la editorial siguió con lo del brazo tieso y se la mencionó relacionada con el cierre por apología del nazismo de la Librería Europa de Barcelona en 2006 (en Barcelona siempre han cuajado más las librerías especializadas). Además, reeditaban como de tapadillo algunos clásicos de los que al parecer ya no tenían los derechos. En suma, puestos a acabar mal, hay que reconocerles el mérito, porque sé de poca gente que acabara peor.
La razón de releerme este volumen en concreto de estas antologías, que ya he contado que machaqué en mi adolescencia, es la presencia justamente de un cuento de John Brunner, «La fácil salida», que me impresionó mucho entonces y del que no recordaba nada. Hace poco encontré unas anotaciones juveniles en las que lo colocaba entre los mejores cuentos de nunca jamás (del nunca jamás de mí mismo de 18 o 19 años, cuando lo sabía todo, no como ahora), que me intrigaron por cuanto sí, tenía la noción de que este cuento me había encantado, pero no el porqué.
En la relectura encuentro claras las razones temáticas: los protagonistas se estrellan en un planeta no colonizado y, en una situación difícil, tienen la opción de activar un dispositivo (la fácil salida del título, que mucho mejor sería «salida fácil») que les hará caer en una ensoñación virtual de la que ya no podrán escapar, para morir de forma dulce e inadvertida.
Creo que debió ser una de las primeras veces que leí una variante sobre este tema, que me interesó después muchísimo y acabó por convertirse en un lugar común de la mano de Matrix, por lo que entiendo que de ahí mi entusiasmo. Si bien el relato en realidad no aporta demasiado en el contexto del momento en que fue escrito, cosa que sé ahora. «Muerte por éxtasis», de Larry Niven, de un par de años antes, daba algunos pasos más al presentar esa tecnología como una plaga social, y tanto Dick como Lem habían aportado obras capitales al respecto bastante antes con una perspectiva mucho más amplia. El cuento de Brunner traslada la idea a un escenario de space opera convencional con el buen pulso conocido en él, pero el balance es poca cosa también si lo comparamos con las grandes novelas que estaba publicando por entonces.
Hay otra razón por la que me hizo gracia la idea de releer esta antología, y es que es la única de «Lo mejor del año» que reunió Frederik Pohl. A mí, en general, todo lo que hiciera Pohl me parece bien: tanto en su primera época de gloria, los cincuenta, cristalizada en las diversas colaboraciones con Cyril M. Kornbluth, como en esta segunda que comenzaba en los setenta con el relato aquí incluido y con «La reunión», y que culminaría en una obra maestra como Pórtico y varias otras novelas de gran mérito.
Al margen de su incuestionable talento (conviene recordar que, ya en los sesenta, alguien del peso de Kingsley Amis dijo de él que era el mejor escritor de cf del mundo), también simpatizo con Pohl por su condición de animador/buscavidas dentro del origen del género, con esas historias de su emparejamiento tormentoso con Judith Merrill, la creación de revistas chungas, el protagonismo en la génesis del fandom, su rol impulsor del tipo de cf que me gusta al frente de Galaxy, etcétera. Aquí nos da una nueva muestra de ese tipo de personalidad barullera pero brillante cuando incluye un texto suyo como el más largo de la antología, y reconoce que lo hace porque no tenía mucho dinero para completar el volumen y le venía bien incluir un cuento gratis.
La cosa es que a Pohl, por su relación con Ace Books, le había caído el encargo de hacer el volumen de World’s Best Science Fiction correspondiente a 1972 después de que los responsables de esta serie desde 1965, Donald Wollheim y Terry Carr, partieran peras y se fueran cada uno a hacer su propia selección, el primero con su propia editorial DAW y el segundo con Ballantine. En ambos casos las series siguieron hasta el fallecimiento de sus responsables, Wollheim en 1990 y Carr en 1987. Pohl hizo aquí un trabajo aseado pero no especialmente brillante, y no hubo antología suya al año siguiente. Acervo había publicado las tres anteriores selecciones de Wollheim-Carr y aquí supongo que siguió de forma automática, en la que sería su última publicación de este tipo.
En el prólogo, Pohl da lo que viene a ser una explicación a priori de por qué no continuó con estas antologías cuando menciona la carta de un colega con muchos libros publicados (en el que no es difícil identificar a su viejo amigo Isaac Asimov): «Algo malo le ocurrió a la ciencia ficción alrededor de 1956. Estaba en pleno florecimiento, y de repente dejó de crecer. Lo que hemos tenido desde entonces es bueno, y a veces muy bueno. Pero no se supera el techo alcanzado (…)». Y luego despotrica un poquillo de la new wave, que lo cierto es que a esas alturas se estaba agotando para dar paso a una década que desde la perspectiva de hoy podemos considerar como de «neoclasicismo», tanto por la publicación de obras importantes de autores veteranos (la ya mencionada Pórtico, Los propios dioses, Cita con Rama o el último Heinlein legible, Tiempo para amar) como por el tipo de cf que cultivaron los principales autores nuevos de la segunda mitad de la década: George R. R. Martin, John Varley, Gregory Benford, Orson Scott Card, C.J. Cherry, Joan Vinge y otros cuantos.
Un buen ejemplo de esa nueva era, y el propio Pohl viene a sugerirlo, es «Luna inconstante», el cuento de Larry Niven que abre el volumen. Se trata de uno de esos relatos que en mi cabeza llamo «definitorios», que plantean un tema de forma nítida y de alguna manera lo dejan fijado en el paisaje colectivo de los aficionados del género. En él, todo es sencillo y eficaz, desde el propio planteamiento: un periodista científico ve que la Luna tiene un brillo extremo, inusual, y no tarda en entender que está reflejando un comportamiento extremo del sol… Y que el otro lado del mundo en el que es de día debe ya estar achicharrado. Un cuento costumbrista y a la vez sofisticado, merecido premio Hugo, escrito con el tipo de elegancia que hizo concebir hacia esa época la idea de que Niven sería una de las grandes esperanzas del género, como quedaba de manifiesto en otros de sus cuentos de entonces como «El rompecabezas humano», «Muerte por éxtasis» o «El hombre agujero», aunque apenas una década después se estancaría en continuaciones, metarreferencialidad y adocenamiento. Juntarse más de la cuenta con Jerry Pournelle tampoco debió ayudar mucho.
Doris Piserchia fue una autora prolífica en los setenta, aunque muy poco traducida al español, y el relato aquí presente, «Sueño programado», es una peculiar combinación de Kafka y Dick que abre el apetito de más. Le sigue en el volumen una contribución japonesa, «El crepúsculo, 2017 A.D.», de Ryu Mitsuse, que es la única justificación para el título de «mundial» en el original de la antología (algo que Wollheim y Carr ni se molestaron en procurar).
Pohl apunta que hubiera querido más relatos extranjeros pero viene a decir que traducir cf es imposible, lo que es cierto sobre todo si uno tiene el absoluto desconocimiento de otros idiomas y otras sensibilidades que suele caracterizar a los gringos. Quienes vertieron al inglés el cuento fueron otro autor japonés y Judith Merrill, y dado que entre medias hubo además un amanuense español, José María Aroca, no es posible juzgar con mucha seriedad el resultado, que se intuye que tenía una cierta vocación poética. El relato apunta por lo demás algunos detalles interesantes sobre personajes ciborgs y forma parte de una serie de escenario similar al del arranque de The Expanse.
En cuanto a «Demasiada gente», de H.H. Hollis, es un cuento bastante obvio sobre superpoblación, escrito con el tonillo de liberalidad propio de los primeros años setenta pero sin otro motivo de interés. Hollis era el seudónimo de Ben Neal Ramey, un abogado que según comenta el propio Pohl asesoraba a los miembros de la Asociación Mundial de Escritores de CF. Publicó una veintena de relatos apenas, pero su nombre me resulta muy familiar porque varios se tradujeron en lugares que tengo muy machacados como estas antologías o Nueva Dimensión.
Revisitar los dos cuentos de Ellison presentes en esta antología supone una experiencia agridulce para mí. Y eso que no son de los dos que tengo en mejor concepto del autor. En mi mocedad, el primer texto que publiqué en un fanzine se titulaba «En defensa de Ellison», nada menos, respondiendo a otro previo de Rodolfo Martínez. Pero tanto «El circo de los ratones» como «Silencio en Gehenna» tienen hoy por hoy poco que defender. Está ahí la energía, la pulsión de un literato vigoroso como era el Ellison de esa época. Hay momentos en que su agresividad sesentera alcanza notas casi de prosa poética. Pero el argumento es tan tenue, y la acumulación de llamaditas de atención tan caprichosa, que hoy no puedo recomendarlos en modo alguno, por mucho que en ellos se respire ese primer aliento de denuncia del tipo de futuro que se venía (nuestro presente) de buena parte de la cf de entonces.
También es efectista «Madre en el cielo con diamantes», la contribución de James Tiptree Jr. al volumen, sobre todo por el mecanismo de inmersión en el relato al que era tan aficionada. En el fondo hay bastante más chicha en esa historia que en las de Ellison, con un escenario que la cf empezó a utilizar con frecuencia por entonces, el de un cinturón de asteroides anárquico de pioneros hipertecnológicos, que aquí combina con esa suave sensación de añoranza bradburiana por tiempos aún no llegados. Por cierto que en la introducción del relato Pohl comenta que nunca ha conseguido coincidir con Tiptree cuando va a su ciudad; a la postre, pocos años después, sería Pohl quien desenmascarara la verdadera identidad del misterioso Tiptree tras un seguimiento detectivesco.
«Estilo coloquial» es uno de los seis relatos que el consultor Grahame Leman publicó a lo largo de su vida. Pohl viene a admitir que lo saca porque el tipo le cae bien. Es la muy predecible transcripción de un diálogo entre un programa de terapia psicológica y su paciente, un recurso que sería Pohl quien llevara a su cénit en Pórtico, quién sabe si inspirado en este cuento del montón.
Es el propio antologista quien cierra de forma brillante el volumen con «El oro al final del arco estelar», cuento que puede que le saliera gratis, pero desde luego está por derecho propio. De hecho, Donald Wollheim lo incluyó también en su propia antología del año, imagino que pagando. A partir de una investigación contemporánea en la que los niños estudiados demostraron ser capaces de encontrar mejores soluciones a problemas cuantos menos recursos tenían a su disposición, Pohl extrapola la idea de que en un viaje interestelar prolongado, sin distracciones, un grupo de superdotados llegarían a convertirse en superhombres. La premisa es de trago difícil pero para eso tenemos a un maestro como Pohl dinamizando la historia para que no nos detengamos en ella, y combinándola con un retrato decadente de los Estados Unidos hoy ya familiar, pero que por entonces resultaba todavía provocador.
Diez años después, alargó el relato a la novela que en España se publicó como Fuego de estrellas. Está bien, y de hecho ya del tirón me la releí por lo que me volvió a gustar el cuento, pero el regusto final que me dejó sirve para confirmar por enésima vez que lo mejor del género son casi siempre los cuentos, al menos para mí. Cuando no se hace necesario explicar demasiado, cuando el lector rellena los huecos por sí mismo, cuando se dan por supuestas cosas que es mejor no detallar para no caer en lo inverosímil.
¿Has leído el Pankera de Heinlein (la nueva publicada hace un par de meses)?
Es un pastiche un poco mejor que “El número de la bestia”, de hecho el final es bastante más coherente.
No, de hecho me faltan otros Heinlein finales, incluso traducidos. No me motivan mucho. Releí hace poco alguno de sus clásicos de los cincuenta y claramente me pareció que aguantaban peor que Clarke o Asimov
Julián, te agradezco de nuevo tu recomendación de estas antologías, que fue lo que me llevó a comprarlas.