Entre las innumerables contradicciones dentro del consumo cultural, una de las más llamativas está asociada a las diferentes manifestaciones de la ciencia ficción japonesa. Es innegable la influencia del manga y el animé en occidente desde mediados de los años 80. Hay una multitud de tebeos, películas, novelas que no se pueden concebir sin esa base, en multitud de casos vinculada a una interpretación en clave occidental de una serie de personajes, escenarios, tratamientos impresos a fuego en el ADN de la narración. Sin embargo, cuando nos movemos al campo de la literatura de ciencia ficción creada en Japón el desinterés es manifiesto. Más allá de un escritor mitificado como Murakami o ejemplos contados en colecciones creadas específicamente para el circuito otaku, cuesta encontrar títulos que hayan llegado a sellos de cualquier tipo y, además, hayan contado con una cierta visibilidad.
El emisario pasa por ser la segunda novela de Yoko Tawada publicada por Anagrama, y su temática entra de lleno en la literatura prospectiva que Fernando Ángel Moreno y Julián Díez definieron hace quince años. En un argumento próximo al apocalipsis suave, trata la inmensa mayoría de temas que atenazan a la sociedad japonesa y siembran dudas sobre su futuro. La natalidad hundida, las tensiones generacionales, el nacionalismo, el arraigo de las costumbres y el auge de la anticiencia copan la descripción de un país que, más allá de las marcas culturales, puede funcionar como cámara de resonancia para las preocupaciones de nuestra sociedad europea. Sus protagonistas, Mumei y Yoshiro, bisnieto y bisabuelo respectivamente, forman una unidad familiar de lo más habitual en este Japón a unos años vista. Las nuevas generaciones están aquejadas de cuestiones de salud que hacen imprescindible el cuidado por parte de unos mayores que, además, deben paliar las dificultades de progenitores para encargarse de esta tarea.
Tawada abre la novela desde la más elemental cotidianidad, con los pequeños quehaceres de su día a día. Entre estos rápidamente llaman la atención las disonancias respecto a nuestro presente: algo tan básico como la compra del pan se entremezcla con el alquiler de un perro para acompañarles durante un paseo matutino. Es así como Tawada comienza a establecer un lugar narrativo dominado por un Japón superviviente de algún tipo de apocalipsis ecológico y absolutamente separado del exterior a niveles que hacen pensar en los tiempos anteriores al periodo Meiji: las fronteras no permiten la llegada ni la salida de personas, la economía se rige por una especie de autarquía y toda influencia extranjera va camino de ser extinguida. Aunque el país está lejos de abrazar el tradicionalismo, germinan costumbres que se entretejen con las viejas y alumbran un nuevo espíritu nacional extrañamente coherente.
Esta descripción va de la mano del relato de las vidas de Yoshiro y Mumei. A través de los vínculos del primero con su hija, Amana, y su nieto se establecen las diferencias entre generaciones; desde el punto de vista personal, pero también de modus vivendi colectivo. Por ejemplo, con la emigración de Amana a la isla Okinawa para ganarse la vida entra en escena la nueva realidad de las explotaciones agrícolas adaptadas a los cambios en el clima, al agotamiento del suelo, las barreras internas que se han levantado dentro del país y una idiosincrasia reñida con lo posible. En general, no soy muy amigo de este tipo de narración eminentemente descriptiva, pero me han mantenido dentro la agilidad de Tawada para no deternerse más de la cuenta en un aspecto y llevar el foco de lo general a lo particular.
Sí que ha habido un par de momentos en los que me ha parecido que se perdía un poco, aunque rápidamente ha recuperado el curso y el propósito. También, hay una precisión en el retrato que ayuda a sobrellevar el peso de una cotidianeidad en la que no hay espacio para la acción o, prácticamente, de una trama tradicional. Que existe, pero de la cual no he sido consciente hasta las últimas 60 páginas, íntimamente relacionada con la figura de Mumei y el papel que le depara la vida. En este sentido hay que agradecer la cercanía de la traducción del título original en España frente a The Last Children of Tokyo, que elimina de un plumazo la carga simbólica de un libro plagado de ellos. De hecho ahí emerge el mayor disfrute de El emisario: nunca ceja de invitar a dar vuelta a los símbolos en los cimientos de su historia ni de exponer su visión sin sobreexplicarse. Un diálogo poderoso, incesante, con un lector atrapado entre los hitos del tan lejos, tan cerca que delimita la imaginación de Tawada.
El emisario, de Yoko Tawada (Anagrama, Col. Panorama de narrativas 1104, 2023)
Kentoshi (2014)
Traducción: Marta Morros Serret
Rústica. 176pp. 18,90 €
Ficha en La web de la editorial
Gran reseña y muy necesaria, Nacho. Para mí, la relación entre los dos protagonistas hay momentos en que me recuerda a La carretera. Es en el final donde más evidente se me hizo la influencia del anime.
Ojito a Scattered All Over the Earth, que quedó finalista de varios premios importantes y puede que veamos traducida también. La tengo, en inglés, esperando en lo alto de la pila.