Esta es la típica lectura que invita a hacer una reseña de destrucción masiva. El análisis FIAWOLesco en el cual el aspirante a entendido se luce con las cuatro cosas que cree saber de un género y sus mecanismos a costa de los puntos débiles en una obra que encuentra meliflua, desnortada, apoyada en diálogos insustanciales y, sobremanera, excesivamente extensa para lo que termina contando. Pero quizás por ser tan fácil caer en ese análisis destructivo (y haber leído hace nada Música de mierda, de Carl Wilson, libro que les recomiendo desde ya), me sienta inclinado a tomar un camino más constructivo. Establecer una pequeña búsqueda de por qué Michel Faber ha podido escribir El Libro de las cosas nunca vistas. Entre sus valedores cuenta gente tan poco sospechosa de caer en los elogios desmedidos como Philip Pullman o David Mitchell, y ha inspirado análisis críticos bastante elogiosos como éste.
A lo largo de sus 600 páginas, Michel Faber plasma la epopeya de Peter Leigh, un sacerdote enviado al planeta Oasis por una corporación privada. Allí se ha establecido una base poblada por personal técnico; un grupo de ingenieros, mecánicos, médicos… cuyo propósito es establecer una colonia. En esa compañía Peter, con facilidad para entender los problemas personales a su alrededor, se siente alienado. Apenas comparte nada con el resto y acusa la distancia de hallarse a media galaxia de su iglesia y su mujer, Bea. Sólo puede comunicarse con ella a través de correos electrónicos en texto plano, un parche insatisfactorio y problemático a la hora de mantener la relación. En este contexto, se entiende su estado de ánimo y la entrega a su misión: llevar la palabra de Dios a un grupo de nativos ya iniciados en el cristianismo. En ciclos de 360 horas (unos 5 días en tiempo del planeta), convive con sus nuevos fieles y, mientras se implica en su día a día, llena los vacíos y dependencias de su interior.
Para el lector llegar a ese entendimiento, comprender qué hace allí más allá de su labor como misionero, resulta fatigoso. Faber se toma 400 páginas en llegar a ello. No se puede decir que sean un yermo; en varios momentos logra pasajes atractivos. Así en su segunda estancia entre los oasianos, durante la cual afianza y profundiza en las relaciones establecidas en su primer periodo, desarrolla un espíritu comunitario íntimamente relacionado con los orígenes del cristianismo. Forma parte de un grupo de fieles vinculados por algo más que la fe, comparte con ellos el alimento, asiste a nacimientos y muertes, cultiva el campo… y se embriaga por el nivel de intimidad alcanzado. Pero esta significación se encuadra entre abundantes secuencias sin impacto en la narración y, lo que termina siendo cancerígeno para El Libro de las cosas nunca vistas, de una inspiración con el pulp muy subido.
El diseño de Oasis, el día a día de los nativos y sus fuentes de sustento, la mínima ecología a su alrededor, toda la tecnología humana allí establecida se abordan con demasiado detalle para lo que son: árboles de cartón piedra en una obra de teatro. Decorados falsos a los cuales los dramaturgos jamás prestan porque se preocupan de llevar los ojos del espectador hacia otro lugar. Material de atrezzo escasamente imaginativo que, mal iluminado, corre el riesgo de despertar bien una sonrisa indulgente, bien un abucheo a todo pulmón. Faber se empeña en no dejar resquicios a la duda y, si no se entra ciegamente en su enfoque, la verosimilitud está en continua tela de juicio.
Asimismo dedica varios capítulos a contar cómo viven los compañeros de Peter en la base, un puñado de fantoches tardoadolescentes desarraigados cuyo relieve hace parecer humanos a los protagonistas de “Las frías ecuaciones”. Es algo consciente, pensado para asentar algunas de las “revelaciones” del último tercio de la novela. No obstante hubiera sido suficiente con las veinte páginas de viaje estelar que lleva a Peter al planeta junto a tres tipos bastante cargantes. Cada nuevo retorno a la base, cada descripción de la convivencia con sus semejantes, ha aumentado mi tedio hacia una historia cuyos buenos momentos quedaban sepultados por la ración triple de cretinismo y falsa profundidad.
Este quiero y no puedo devora el retrato más conseguido de El Libro de las cosas nunca vistas: el de un Peter reenganchándose a sus adicciones previas al descubrimiento de su fe y su mujer, no a través de los estupefacientes sino mediante su labor entre los oasianos. Una tarea que le aboca a olvidarse de su propio bienestar, le lleva a la desnutrición y la deshidratación, le conduce a un síndrome de abstinencia cada vez que se aleja de ellos y, finalmente, le hace perder la conexión con su mujer. Esa experiencia entre los alienígenas se convierte en un sustituto de la dopamina equivalente a su feliz encuentro con Bea y su fe, sin el contrapeso de la relación con su mujer. Algo que le pone muy cerca de la perdición por su exceso de empatía, su ausencia de autoestima y unas metas absolutamente supeditadas a los demás.
En esta cadena de acontecimientos es fundamental la presencia de Bea. Tras las primeras páginas, sólo se manifiesta a través de los correos que intercambian y que Peter lee o escribe cuando tiene WIF… Shoot (el sistema de comunicación) en la base. Introducen el delicado estado del ecosistema terrestre, tratan la situación preapocalíptica de la sociedad occidental y, el meollo del asunto, funcionan como medida de la senda autodestructiva de Peter y catalizador a la hora de reconducirlo hacia otra nueva ratonera. Son el vial más puro a través del cual entramos en contacto con la manifestación del amor como entrega incondicional, el centro de gravedad de toda la historia. Sin embargo su carácter apenas escapa de la bidimensionalidad de la pantalla mediante la cual Peter lee sus textos.
Quizás con 300 páginas menos, más centrada en el mundo interior de Peter y menos en aspectos prescindibles, esta novela habría merecido la pena. Quizás si Faber hubiera explotado la faceta teológica y se hubiera acercado a los temas tratados, por ejemplo, en Un caso de conciencia o Rahkat, La última misión de la compañía, habría aportado un hálito de trascendencia del cual su novela carece. Pero tal y como ha quedado El Libro de las cosas nunca vistas, el viaje interior de Peter no me parece motivo suficiente para recomendarlo. Está saliendo demasiadas novedades suculentas como para dedicarle el tiempo (y el dinero) que demanda.
El Libro de las cosas nunca vistas (Anagrama, Col. Panorama de narrativas 914, 2016)
The Book Of Strange New Things (2014)
Traducción: Inga Pellisa
Rústica. 624pp. 24,90 €
Ficha en La web de la editorial