Afterparty, de Daryl Gregory

AfterpartyHaber vivido el boom de las colecciones de cf y fantasía de finales de los 80 me lleva a recordar un tiempo en el cual había tantos títulos en el mercado que pudo tener sentido promocionar cada uno como el acontecimiento editorial de la estación de la semana; entre tanta novedad, de alguna manera habría que llamar la atención sobre tus libros. Sin embargo, en líneas generales no se hizo, sobre todo por la ausencia de canales para escribir sobre ello. Había alguna revista o fanzine, y Stephen King y Ursula K. Le Guin ya escribían sus blurbs (Martin todavía era ese hombre que saboteó su carrera escribiendo terror). Pero los reyes de la mercadotecnia eran el posicionamiento en tienda, la ilustración de cubierta y poner ISAAC ASIMOV en algún lugar, así en mayúsculas y bien en grande. Además el bucle entre disfrutar de un libro y necesidad de asociarlo a la etiqueta obra maestra todavía estaba muy limitado. Había menos libros evento; menos actos con autores varios; la “estatusfera” se reducía a la opinión que tu padre, madre o compañero de clase tuvieran de tus gustos; y, desde esta atalaya de prejuicios y envejecimiento, un menor complejo en disfrutar con relatos con sus fallas y puntos fuertes que no iban a pasar a la historia del género o la personal.

En aquel escenario abundaban los títulos de fondo. Libros que si bien no han desaparecido, se han diluido, escondido, perdido prestigio o camuflado ante esa eterna necesidad de reivindicar el tiempo o el estatus en las redes sociales a base de saltar de la gran obra a “es mediocre”, sin grados intermedios. Es en esta tierra de nadie donde encuadro Afterparty, de Daryl Gregory. Un thriller de intriga con toques de “quién ha sido” sin conceptos rompedores, ni personajes arrolladores, ni giros que te dejan con el culo torcido, con alguna tarilla, que lo hace casi todo lo suficientemente bien como para haberme dejado satisfecho. Su propuesta, además, planta sus ideas en regiones no muy transitadas, casi pasadas de moda en la cf actual, cuya recuperación merece un pequeño hurra: las drogas y la divinidad.

La narradora de la mayor parte de los capítulos, Lyda Rose, está a punto de salir de una clínica de tratamiento a las adicciones en Canadá. Lleva años internada bajo el peso de las secuelas de su experiencia con el numinoso, una droga que ayudó a crear. Involuntariamente, fue expuesta a una gran cantidad al final de una fiesta y desde entonces comparte su vida con la doctora Gloria, una divinidad a la que sólo ella ve y que quedó empotrada en su cerebro por la sobredosis. La doctora Gloria se ha convertido en una manifestación de su conciencia y mantiene un toma y daca continuo con Lyda. En ese mismo centro de desintoxicación entró unos días antes una adolescente adicta a otra droga cuyos efectos son similares al numinoso, aunque la joven ha corrido peor suerte; privada de suministro, perdió el contacto con su dios y terminó suicidándose. Lyda se propone descubrir el origen de esa nueva sustancia y averiguar si está relacionada con esa droga creada por ella y que jamás llegó a distribuirse.

Afterparty es mi primera novela de Daryl Gregory y he de reconocer que maneja con oficio los diferentes aspectos del narrador de ciencia ficción. La caracterización de personajes es lo suficientemente pintoresca como para ser atractiva sin entrar en la ciénaga de lo extravagante. Ahí está Ollie, la pareja de Lyda, ex-agente del gobierno con sus propias secuelas por el consumo de estupefacientes: una paranoia creciente que necesita de un medicamento para salir de ella, con el peaje de quedar unos días transformada en un zombi inoperante. O Vincent/Vinnie, un sicario con desdoblamiento de personalidad: criador de vacas enanas en su vida de civil, asesino implacable en el mundo del crimen. Hay más y todos cuentan con chispa en sus diálogos y ese puntillo excéntrico que termina de darles forma.

Daryl GregoryEl lugar narrativo de Afterparty está a la orden del día. Las drogas se sintetizan gracias a una serie de impresoras que las fabrican en función a unas recetas que circulan pública o privadamente, productos de diferentes calidades… Gregory no utiliza esta cultura “háztelo tu mismo” para hablar de patentes y propiedad intelectual, como ocurría en Autonomous, o para especular con el cambio social a partir de la producción en el hogar, caso de Paz interminable. Es más bien el McGuffin para llevar a la protagonista por el camino de personajes desde Toronto a diferentes escenarios de EE.UU. y esclarecer qué pasó en aquella fiesta de la cual no guarda recuerdo más allá de esa resaca de años en forma de divinidad que ha marcado su vida y la de sus excompañeros de celebración.

Es aquí donde está el elemento más seductor: cómo en cada encuentro de Lyda con esos creadores de numinoso, las secuelas de su exposición a la droga se ponen de manifiesto. Cada caracterización de la divinidad subraya un aspecto diferente de cómo la religión actúa sobre la vida de una persona, desde quien ha cedido su autonomía a sus preceptos a quien ha visto su empatía exacerbada. Una idea que conecta las drogas y la religión con esa satisfacción personal que llamamos felicidad. Un ser humano deseoso de absolutos, de arrojarse en brazos de cualquier promesa de trascendencia con tal de no enfrentarse al vacío de la falta de un sentido mayor. Este enfoque es primo hermano al de Michel Faber en El libro de las cosas nunca vistas, aunque en el caso de Gregory desde una secuencia más juguetona.

Inevitablemente, la novela termina flaqueando bajo el peso de su propia extensión. Las correrías por Toronto y el viaje que lleva a los personajes a cruzar la frontera hasta EE.UU. permiten a Gregory moverse por el bajo mundo y subrayar las diferencias entre ambos países. Esta presencia, muy importante para un liberal estadounidense, viene acompañada con una visita a la nación mohawk enfatizada por una pintoresca escena de acción, con su importancia en el desarrollo de las dinámicas entre personajes pero alejando a estos del misterio principal. Afterparty se estira innecesariamente para lo que realmente cuenta. Al menos, Gregory se viste de voces narrativas con ingenio y maneja la estructura con buena mano. Los capítulos contados por Lyda Rose se alternan con otros que, al principio, amplían el bagaje de los personajes a través de un recurso tan bíblico como la parábola; interludios que amplían el trasfondo y potencian la intriga. Además, cuando a mitad de su extensión se materializa un personaje decisivo en la trama, su protagonismo se acentúa con sus propios capítulos sin que su ausencia hasta ese momento se sienta como una falla de la estructura.

Y aquí está el quid. Si todavía se es capaz de disfrutar de una buena novela de ciencia ficción de fondo de colección, con sus ideas bien plantadas, sus personajes algo excéntricos, unos narradores vivaces y una secuencia sin bifurcaciones, Afterparty es una buena piedra de toque. Con el valor añadido de que huye del territorio distopía/apocalíptico para apostar por un relato de carretera fresco con toques de historia de colegas. Sin embargo, los ansiosos por que les toquen la patata a diez manos mientras les golpean con un mazo en el entrecejo mejor que busquen en el territorio blurb “más grande que la vida”. Aquí terminarán decepcionados.

Afterparty, de Daryl Gregory (Gigamesh, col. Gigamesh Ficción nº 74, 2021)
Afterparty (2014)
Traducción: Carlos Abreu Fetter
eBook. 478pp. 6,5 €
Ficha en la Tercera Fundación

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