Good News, Everyone! (Sobre Futurama)

Futurama

Supongo que lo mejor es ir al grano, y decir que Futurama es una serie sobre la soledad. Cargada de personajes, de explosivas aventuras puntuales, de largas sub-tramas de evolución paulatina que recorren grupos de episodios y hasta temporadas enteras, de personajes terciarios que aparecen, desaparecen, y vuelven a aparecer para saludar un día por sorpresa, en Futurama hay, también, escenarios y planetas recurrentes, enteras secuencias extemporáneas e historias paralelas que se entrecruzan, para matizarla, con la trama principal. Es una serie expansiva, de largo alcance, con sus desarrollos y sorpresas, pero todo, en Futurama, está teñido de la triste constatación de lo solos que estamos, de que nos vincula, paradójicamente, la soledad en un mundo acelerado.

Añadido a la abrumadora soledad de los personajes está el otro tema capital de la serie: la definitiva destrucción de la familia. A diferencia de Los Simpson, Padre de Familia o Padre made in USA, donde la historia gira siempre en torno a la casa y la familia, en Futurama los personajes se reúnen siempre en el lugar de trabajo, que es lo que les une y da razón de ser (con lo que se adjudica sólo al trabajo el factor que fomenta la socialización), y la familia, en cambio –simplemente– no existe. Hay, en la narrativa norteamericana, un reducto de autores que se ha dedicado con encono a la destrucción de la familia, y es ahí donde pertenece Futurama. El núcleo familiar, tan evidente en las otras series, ha desaparecido en favor de la soledad extrema: el mundo de Fry es mil años más antiguo que el que le rodea (aunque ello no le afecte demasiado); Leela es la única superviviente de una raza alienígena que desconocemos (para luego descubrir otras cosas que no desvelo); Bender es un robot incapaz de relacionarse con otros robots, que depende de sus amigos humanos para escapar de sus tendencias suicidas; el profesor Farnsworth[1] vive solo, con su amargura y sus rencores, y sólo tiene su empresa de mensajería, la Planet Express, de la que pocas satisfacciones humanas obtiene; el Dr. John Zoidberg es el único de su especie en la Tierra, y así se lo hacen sentir el resto de sus compañeros; la joven Amy Wong, natural de Marte, está perdida y acomplejada y aislada de sus privilegios; y Hermes es el único personaje donde vemos los restos de lo que podríamos llamar ‘familia’: un hijo repelente y una mujer que a la mínima que puede se va con el secundario Barbados Slim.

Todos están solos, y, lo que es peor, se sienten solos, incomprendidos. La sensación de pertenencia, de sentirse parte de una familia, la encuentran únicamente, y de manera precaria y superficial, en el trabajo. En ese sentido, el trabajo ha invadido el espacio íntimo de las personas, ha engullido y excretado lo que antes era espacio para la vida privada. En Futurama la compañía y la calidez del semejante son algo lejano e inaccesible.

FuturamaSí, es cierto: los personajes se acaban haciendo amigos, grosso modo, pero no en un contexto de vida en común, edificante y constructivo, sino en uno laboral, en el que las relaciones se dan por la fuerza, impuestas y condicionadas por lo inevitable del día a día compartido. Se hacen amigos porque no tienen a nadie más; es decir: hay una soledad esencial en el núcleo de personajes protagónico, y, aunque, como digo, se acaben haciendo amigos algunos de ellos, lo que les une es esa soledad, y en ese sentido son como islas unidas en archipiélago: forman un conjunto, pero por separado.

La crítica social es otra de las pasiones generales que dan forma y contorno a Futurama. Rafael Sánchez Ferlosio dijo en Non Olet (que, por su furibundo anticapitalismo, podríamos considerar una lectura complementaria de la serie), que “…lo más deprimente es ver hasta qué punto se logra hacer pasar por una evolución familiar, social y cultural lo que no es sino puro efecto de la economía”, y así lo vemos perfectamente reflejado en Futurama, en la estructura de la sociedad y en productos tales como el Slurm, que no es un refresco sino un elemento de control, o en actitudes monomaníacas como la oligofrenia empresarial de Mamá (uno de los secundarios clave de la serie), o, de hecho, en la omnipresencia de los robots, cuyo motivo de ser es, a la vez, benéfico y perjudicial para el ser humano, pero siempre motivado por el estímulo del lucro. Se pueden hacer pasar como avances sociales, pero son condenas a mayores injusticias.

Matt Groening y David X. CohenCreada por Matt Groening y David X. Cohen en 1999, Futurama puede no parecer tan dura, tan deprimente ni enfocada a representar las honduras del sufrimiento humano como, por ejemplo, la mucho más reciente Bojack Horseman, de Raphael Bob-Waksberg, implacable en su disección de la tristeza y el empecinamiento en el error, pero si la revisitamos hoy y la vemos bien –bolígrafo en mano– observaremos cuánto más golpeadora es que Los Simpson, y lo estructural que es su crítica al ser humano y a la sociedad en que se pudre (por decirlo con unas palabras parecidas a las de Dámaso Alonso). Futurama se yergue como uno de los logros más complejos y enriquecedores que haya dado jamás el género, una de las mayores contribuciones a la ciencia ficción en cualquiera de sus campos: ya sea en cine, novela, cuento, cómic, series, animación, imagen real, música o lo que queramos. Entre otras cosas, y lo digo así, a vuelapluma y sólo después de haber empezado, tentativamente, la revisión de la serie de principio a fin, lo es porque combina humor, la demolición de una concepción tradicional de la vida en familia y de la organización social, por la creación de unos personajes carismáticos e imprevisibles, y por esa cosa sencilla y tan bonita que es la ciencia ficción animada, con todas sus ventajas en cuanto a imaginario y sentido de la maravilla conseguidos. En un marco de soledad y rechazo, nuestros personajes se encontraron y se hicieron amigos (conservando ese núcleo del que adolece de lo que le falta, del melancólico inconsolable).

He dicho que los personajes son imprevisibles, sí: que Fry y Leela no tengan nunca nada pese a todos los intentos y fantasías de Fry es triste y hasta cierto punto desesperante, pero un gesto de valentía por parte de los creadores y guionistas. El amor no siempre gana, y el amor no siempre es correspondido, y eso también hay que verlo ejemplificado en el corazón de una serie. Mil años en el futuro, seguiremos sufriendo por amor, y hay que ser atrevido para articular toda una serie en torno a un desamor. La apuesta segura es siempre orquestarla alrededor de un amor con problemas que se solucionan (para poder decir que incorporas algunos contratiempos a tu historia), y justificar, así, esa red de seguridad que es un final feliz, pero en Futurama la apuesta por el riesgo es total. Es la negación de lo más bonito que tenemos en un tejido, en una intemperie sin sucedáneos ni paliativos.

No hay marcha en Nueva York

Nace la serie con una referencia, con un guiño de complicidad y de admiración –así al menos lo veo yo, entre otras cosas por la recurrencia con que acabará apareciendo– a Star Trek, la serie original de Gene Roddenberry de los años 60. Y acaba siendo una doble referencia, un guiño madre a Star Trek del que se desprende otro, más sutil, a la escena de Regreso al futuro II en la que Marty McFly le enseña a un crío a jugar a un videojuego de los años 80, que es una delicia retro en ese futuro 2015 en que se sitúa la película, y el crío reacciona no con admiración sino con altivez e impaciencia, lo mismo que se encuentra Fry ante el impertinente que está mirando la pantalla de su videojuego. (Por cierto: siempre he pensado que el nombre de Philip J. Fry, con todo su parecido a James Dean a cuestas, es un guiño a Philip José Farmer. Aunque esto sólo es conjetura). Y más tarde oiremos la voz porosa y sosegadora del propio Leonard Nimoy haciendo hablar, una vez más, por suerte para nosotros, a Mr. Spock. La serie empieza así; con un guiño (a sus referentes), y un desprecio (a Fry), dos constantes que se expanden, significativas, a lo largo de los episodios, en un ambiente de fin de año que es pura depresión contranavideña. Este primer episodio nos marca el tono, el timbre y el pulso de la serie, y, aunque no lo sepamos, la serie nos hará volver a esta piedra angular para resemantizarla en un ejercicio de reescritura autoconsciente pocas veces visto en series de animación. En medio de unos llamativos, estilosos acentos neoyorquinos, a Fry lo vejan, lo ningunean y abandonan, y él, sin saberlo, va a encontrar la manera de vencer a esa red de abusos escapando de ella literalmente hacia adelante.

Despertado mil años en el futuro, y cayendo en la cuenta de todo lo que ha perdido, no puede sino felicitarse a sí mismo por la victoria, saltar de alegría y alivio por la liberación que le supone despertar. Más tarde verá lo que es la soledad, la representación tan gráfica de la soledad en la hiperpoblada y velocísima Nueva Nueva York de su nuevo presente en el año 3.000, como también podrá constatarla en las ruinas subterráneas que quedan de la guapísima Nueva York de nuestro tiempo. En el mundo al que despierta conoce a Leela, que se nos presenta haciendo un trabajo que no está a la altura moral (ni técnica) de sus capacidades, quien se define, harta ya de las preguntas por su ojo y su aspecto ciclópeo, como una alienígena solitaria en un mundo ajeno. A Bender le conocemos haciendo cola en lo que parece una cabina, pero que es, en realidad, una cabina de suicidios (elemento perturbador hasta decir basta, en realidad, el de estas cabinas. De hecho, parémonos un instante a pensarlo: hay cabinas en las que entras, pagas, y te suicidas, y nada de esto desentona en ese futuro. Es una inclusión subrepticia, añadida como quien no quiere la cosa, al tapiz de la serie, sin explicaciones ni excentricidades: pasa que hay, como un susurro, cabinas de suicidios en la ciudad).

Así nos van presentando a los protagonistas, en un marco arisco y desagradable para todos, donde ni el propio descendiente de Fry, el científico Hubert Farnsworth, le trata con excesiva dulzura ni curiosidad. Y tardamos muy poco en ver, por ejemplo, que esa dureza no es sólo la intangible dureza sin rostro de la sociedad, sino que el Dr. John Zoidberg, por ejemplo, y aunque no siempre sean exactas las analogías, es a la serie lo que Meg Griffin a Padre de familia: el personaje despreciado por los propios personajes principales y hasta por la serie misma, que los aparta de sí, de su primer plano.

Todo esto sin perder nunca el humor, un humor que no sólo te hace sonreír, como el de tantas series y películas, sino que te hacer reír plena y abiertamente.

Planet ExpressConstituida ya una primera composición de lugar, o el primer peldaño de esa composición, vemos por fin cómo los personajes se organizan en torno a su lugar de trabajo, la empresa de mensajería espacial Planet Express –liderada por Farnsworth– y así tenemos el motor narrativo de la serie: los encargos de llevar los pedidos de un sitio a otro del universo, con la rechoncha nave llamada también Planet Express, y las consecuencias que tienen estos encargos, cosa que nos permite ver y sentir la estructura laboral, el desánimo ante la falta de oportunidades, lo opacada que queda la frustración de tantos ante el tintineante éxito de unos pocos (Fry frente a Leela, por ejemplo, y su autorrealizada ilusión por liderar). De unas aventuras partirán a otras, que les llevarán a otras que no terminarán, pero el punto de partida, el núcleo físico y emocional del que parten y al que vuelven siempre los personajes de la serie, es el centro de trabajo. (Cruel e injusto futuro en que el trabajo domina y define tanto unas vidas. Cruel e injusto presente en que el trabajo domina y define tanto nuestras vidas. Cruel e injusto pasado en que el trabajo domina y define tanto, tantísimo nuestras vidas sometidas).

Esta primera temporada, y también la segunda, por cierto, contienen un detalle que se perderá con el tiempo: los prólogos. Cada capítulo viene precedido por una micro pieza que sirve de aperitivo y que nada tiene que ver con el argumento principal que le sigue. Son diminutas cápsulas flotantes que funcionan como la viñeta gráfica en el diario, brevedades humorísticas sin mayor pretensión que la de servir como delicias de anticipación. El primer encargo que reciben los personajes, de todos modos, es ir a la luna, nuestra amiga la luna de siempre, a dejar una enorme caja de peluches para Luna Park, parque de atracciones que coge el nombre del muy real Luna Park que hay en (la perfecta) Coney Island de Brooklyn, Nueva York. Y ahí ve Fry, empujado por las palabras aclaratorias y quizá en exceso duras de Leela, que el imaginario de aventura de su juventud no es en absoluto lo que él creía. Arranca uno de los pilares de la serie, pues, con él en el futuro, desengañándose a base de broncas y realidad.

Los eventos consuetudinarios

Ya tenemos el centro de trabajo como plataforma central desde la que empiezan las historias de Futurama, y la red de relaciones interpersonales tentativamente entretejida. Aparece también, en el tercer episodio de la primera temporada, la serie dentro de la serie (como en Twin Peaks): “Todos mis circuitos”, con ese narciso seductor que es Calculón de protagonista, que es otro de los caminos recurrentes que seguirá la serie. Aunque no tenga la importancia que tiene Invitación a la vida, la serie dentro de Twin Peaks, “Todos mis circuitos” funciona como repetido guiño al melodrama y como elemento de crítica al medio televisivo. La autoconsciencia dota de un mayor grado de intención y significado a la obra (abre un paréntesis en la ficción en el que se inmiscuyen los creadores para hablarnos directamente, sin el escudo de sus personajes y cosmogonía).

Avanzamos por la serie hasta que Bender y Fry buscan piso. Puede que sorprenda ver un episodio dedicado a algo tan prosaico como la búsqueda de piso, pero ahí queda. No hay, como decía en la introducción, núcleo familiar alguno, ni salen a pasear ni a comer ni a tomarse nunca nada. Tienen, sí, el lujoso restaurante Elzar’s para las ocasiones especiales, pero no está el bar de cada día para tomarse algo como en Los Simpson o en Padre de familia, y no lo hay porque no lo puede haber. Es tal la velocidad, tanto el tumulto en la ciudad, que no se pueden parar a hablar ni a conocerse, ni tampoco, por ejemplo, hay transporte público que dé pie a ello: el que hay es un tubo translúcido que te proyecta como una bala hacia tu destino. Siempre hay un motivo pragmático para que los personajes se junten. Todo, por lo que Ferlosio llamaba en Non Olet “el furor del beneficio del empresariado”; todo es consecuencia de esa vesania. En ese sentido de gigantesca ciudad del futuro, recuerda el imaginario al de ese monumento que es El Incal, de Moebius y Jodorowsky, en el que las capas urbanas ahogan los intentos de significación de sus habitantes.

Zapp Brannigan y LeelaEl cuarto episodio de la primera temporada, “Obras de amor perdidas en el espacio”, es de los más importantes en la cimentación de alguno de los hilos argumentales de la serie. Leela está buscando novio, sin prisa ni amargura, pero con ganas de compartir su vida con alguien (muy comprensiblemente, podríamos añadir), y ahí es cuando conocemos a Zapp Brannigan y a su ayudante Kif, pareja cómica a bordo de su nave espacial, la Nimbus, que funciona como unión de contrarios, como contraste continuo entre el fanfarrón incapaz y el resignado inteligente que tiene que lidiar con las despóticas tonterías de su jefe, que es, como ha dicho, hace poco, Noel Ceballos en su repaso a Toy Story, “la fórmula de “extraña pareja” que tan bien suele funcionar en animación”. Y que Leela se líe con Brannigan, en este escenario de búsqueda de amor, es tan humano, tan representativo de los errores que tan a diario cometemos todos, que me parece no sólo un excelente retrato y análisis de la naturaleza humana y de las inexplicables meteduras de pata del amor, sino un gesto valiente (por impopular): en el centro del episodio te plantan un error que el propio personaje percibe como error, y lo sufre como condena y arrepentimiento que le perseguirán, después, en ulteriores temporadas. Este episodio marca así un sendero al que iremos volviendo. Es cierto que Leela no dramatiza las cosas en exceso, lo cual está bien y dice mucho de su madurez emocional, pero también lo es que, por azar, Brannigan vuelva para recordarle su error, para pavonearse de lo que para él es un logro (más) de su eficaz galantería. No hay lecciones de amor ni felices conclusiones, en este episodio, sino algo de lo que arrepentirse. Algo que volverá para remorderle la conciencia a Leela.

El episodio también nos presenta a Nibbler (Mordisquitos), que, con su insaciable voracidad, resulta ser el creador de la materia oscura que les servirá de combustible a los tripulantes de la Planet Express. Cosa que será referencia común en el futuro, con lo que el episodio se convierte en el origen de próximas subtramas, de lugares comunes dentro de la serie. Empieza el canon Futurama.

Fundación

Lo que está pasando en estos primeros episodios es clave: la serie está creando referencias, está fabricando pasado; imaginario y origen. Con el correr de la serie veremos que vuelve una y otra vez sobre sí misma, en un intento de matizar y expandir lo ya dicho, lo ya establecido como canon. Tienden una red entre los episodios como si no siguieran tanto una sucesión lineal y cronológica, es decir, como si no fueran una serie de “tiempo adquisitivo”, como dice, de nuevo, Ferlosio, sino un todo amalgamado que existe en un “tiempo consuntivo”, por decirlo con palabras, otra vez, de Ferlosio, en el que “cada instante está en sí mismo”. Mejor dicho: (como tantas otras series), es las dos cosas a la vez. Y, por eso, puede crecer hacia adelante y hacia detrás, Futurama, porque es adquisitiva y consuntiva a la vez: al ser adquisitiva, tiempo en el que “cada instante está en función del anterior y el posterior”, la serie puede volver a sí misma, contradecirse en un continuo autorreferencial que la convierte en una masa consciente de sí misma, que se matiza o refuta, y cuyas tramas se desarrollan y especifican yendo hacia adelante y hacia atrás en el tiempo. Pero, aunque lo sea, también es verdad que muchos de los mejores episodios, como los que orquestan la trama alrededor de un tema concreto como el vegetarianismo, la ecología, el consumismo, la robosexualidad (que es la unión de humano y robot), el feminismo o el creacionismo frente a la evolución, son consuntivos, existen en un plano espaciotemporal aparte de la línea adquisitiva de la serie. Como si la base de la serie fueran las tramas de larga duración, la columna vertebral de tiempo adquisitivo, evolutivo, y sobre esa base flotaran los episodios de tiempo consuntivo, como esferas ingrávidas, para puntualizar algo o simplemente apartarnos un momento de la historia principal.

En el episodio “Unos valiosos pececitos”, conocemos a Mamá, figura tenebrosa que encarna el capitalismo calculador, imperialista, que sobrevuela gran parte de la sociedad futura. Ella es la figura dictatorial de la ciudad. El episodio es uno de mis favoritos por su nostalgia, por la mala suerte y por la pizza de anchoas. Con estos capítulos lo que hacen los creadores, como digo, es sembrar un cúmulo de referencias, personajes y estructuras que son, o serán con el avance de las temporadas, canon, y, en ese sentido, refuerzan la estructura adquisitiva de la serie al sembrar un origen del que luego se desprenderá argumentario e historia futura. Poco a poco se van sentando las bases, también, de lo que Fry empieza a sentir clandestinamente por Leela, en una de las tramas nucleares de la serie.

No hace falta resumir episodio por episodio, pero uno de los mayores aciertos de la serie es el haber sabido recrear todos los subgéneros de la ciencia ficción. No sólo está la space opera a la manera de Star Trek, sino la convivencia con los robots –de hecho, la creación de toda una sociedad robótica, con su mafia y sus propios planetas–, y están, también, las razas mutantes, los viajes en el tiempo (sobre los que volveré), los encuentros con alienígenas, la terraformación, los universos paralelos, la figura del científico loco, con su amable variante de rivalidades infantiles entre Wernstrom y Farnsworth, que tiene 149 años en esta primera temporada, y tantas otras variantes de la ciencia ficción. En el último episodio de la segunda temporada, “Mujer criónica”, vemos un mundo postapocalíptico (o no), y también hay un particular homenaje al western, en “Donde vagan los bugalos”, de la tercera temporada, delicada fusión que pocas veces funciona (pero en este caso sí).

En esta primera temporada también conocemos las tentaciones del Slurm y su repulsivo origen. Su parecido con el stroon norstriliano de los mundos de Cordwainer Smith está claro. Aunque las implicaciones del stroon sean mucho más graves, más escalofriantes y estén mucho más cerca (aún) de lo que es capaz de hacer, en su maldad, la naturaleza humana, el slurm es una crítica al capitalismo, a la manera de producir y consumir, y lo incorporado que está el slurm en los hábitos de la gente nos hace ver lo ciegas que son nuestras maneras de consumir, nuestras maneras de producir, lo eficaz que es la publicidad y su engrasada maquinaria, y lo mucho que nos da igual todo mientras tengamos lo que queremos cuando lo queramos. También será canon la marca Slurm.

Ya no estamos en Kansas

A todo este escenario, reducido aquí a cuatro párrafos insuficientes, a todo este complejo entramado de la plausible Nueva Nueva York del futuro, llegamos, como neófitos ignorantes, de la mano de Fry. Él vehicula el punto de vista de la serie. Y nos resulta fácil identificarnos con él: todos hemos tenido un trabajo como los suyos, y la soledad y los desamores no son pasiones desconocidas para nadie. Si Fry es un héroe o un antihéroe me preocupa menos que si concentra las preocupaciones mundanas de la gente, y creo que la respuesta es un claro sí como una catedral. Su deslocalización es la nuestra, en nuestro tiempo y circunstancia. Su soledad, su frustración, su alegría y su no entender los acontecimientos que le rodean, también. Sí, claro, hay una parte de grotesca exageración en él, pero cae más cercano que Homer Simpson o Peter Griffin, y lo que para él es nuevo lo es también para nosotros.

GandaharCuando nos presentan por fin a los mutantes del subsuelo de Nueva Nueva York, parecidos casi hasta el homenaje a los de Gandahar, de Reneé Laloux, los percibimos como pueblo invisibilizado de (y por) la sociedad. Aunque más tarde volveré sobre este asunto, el pueblo mutante de Futurama es una de las mayores agresiones al statu quo, a nuestra perenne hipocresía de ciudadanos aprobados por el Estado. Vemos cómo las jerarquías van construyendo el orden del mundo, sí, pero no sólo las totalitarias maneras de Mamá y su imperio económico, como era de esperar, sino que vemos cómo en toda relación hay jerarquía impuesta. Lo vemos en la mera existencia de los mutantes. Lo vemos en el hecho de que Bender y Fry, en el segundo episodio, se rebelen contra la blanda tiranía de Leela como capitana, y adopten a Brannigan como sustituto, para luego ver que quien manda es, en realidad, el –en apariencia frágil pero secretamente centralizador y aglutinador–, profesor Farnsworth. Y consecuencia de toda esta gradación son unos perjudicados directos, que son los últimos de la fila (los empleados de la Planet Express), y luego están los realmente perjudicados, que son lo que no están en ninguna fila, que son los mutantes. Aún no entro en el significado que tienen los mutantes en la serie, su papel de dedo acusador. Pero volveré.

A diferencia de otras series, no sabría decir si en Futurama hay un claro protagonista. Aunque Fry vehicule nuestra experiencia, el triunvirato entre Bender, Fry y Leela está lo suficientemente equilibrado como para no poder discernir un único personaje como centro de atención. El que quizá más veces haya sido estampado en camisetas y demás productos del merchandising habitual es Bender, y, en ese sentido, no sé si será el personaje más carismático, pero, en cualquier caso, la serie no tiene vocación de podio para un personaje único, y Bender no es tan unidimensional como pudiera parecer. Se quiere suicidar en el primer episodio por remordimientos al enterarse de que su trabajo como doblador de vigas se destina a la creación de cabinas de suicidio, y en el episodio de la mafia robótica (“Bender, el mafioso”), por poner otro ejemplo, le vemos sinceramente preocupado por sus amigos, hasta le vemos arriesgándose por ellos. Las bondades de Bender en el episodio del orfanato de la tercera temporada (“Las normas de la cíber casa”), en el que vemos cómo fue la infancia insultada de Leela, quedan muy bien ejemplificadas. Sigue siendo hosco e interesado, pero acaba por encariñarse de sus 12 huérfanos adoptados. Es capaz de aprender, de querer cuando antes era frío. Es el orgulloso que, por orgullo, no quiere admitir que quiere a sus amigos.

Todos odian su trabajo (al menos antes del episodio piloto). En uno de los capítulos de Futurama y la filosofía, libro colectivo coordinado por Courtland Lewis (que podría haber sido un buen libro), Heather Salazar, la autora, lo dice así: “Es fácil deprimirse cuando el trabajo es el único foco en la vida”, y, más adelante, añade que “Bender y Fry arriesgan su libertad y su vida, en vez de participar en profesiones que ofenden su identidad”, y, en ese sentido, concluye: “hay buenos razones para pensar tanto que la muerte es mala como que puede haber algo peor que la muerte”. Exacto: la depresión, incardinada, arraigada en los entresijos vivos de la ciudad y su estructura vertical, está muy presente en la serie. Vemos personajes derruidos, abandonados en el laberinto de esas calles hiperpobladas, “con el sol asesinado en su rostro”, por decirlo con palabras de Dylan Thomas, que son simples residuos de la maquinaria. Nadie lo menciona nunca, nadie dice nada jamás. Sí, se forja la amistad, o algo parecido a la amistad, pero la amistad entre los desclasados, entre unos happy few, en el fondo, que llegan a la meta. Cuánta gente triste hay en Futurama. ¡Demasiada! Aquí hay un canto a la amistad quebrada, y a la vez un retrato triste, pero muy real, de la depresión en una sociedad velocísima, cegada por el vicio y la corrupción.

Rick y Morty

Precursores, oh precursores

El extraordinario talento de Justin Roiland y Dan Harmon, creadores de Rick y Morty, para la ciencia ficción es una alegría permanente de nuestro tiempo, uno de los motivos para presumir de género. Desafiante y divertida, la serie es de las mejores aportaciones del género en lo que llevamos de siglo. Pero su humor está más cerca de Padre de familia u otros parientes cercanos de Seth MacFarlane como Padre made in USA, y su apuesta es una que ya conocemos (y nos gusta): pasarse de la raya como gesto autosuficiente. Futurama en cambio es tan sutil que parece inocente. Y ahí está la jugada maestra de la serie. No parece que critique, pero critica. No parece que cuestione, pero cuestiona. No parece tan compleja, pero cuando desentrañas las nervaduras que le dan estructura, ves una serie de gran alcance, de ramificaciones e implicaciones que van más allá de los episodios encadenados que la constituyen. Rick y Morty está triunfando (y ojalá le iguale la impecable Final Space, de Olan Rogers, sobre la que tenemos que escribir con urgencia), y sin duda me encanta, pero es más chispeante y se apoya demasiado en la pirotecnia del invento increíble, que se menciona y cuyo funcionamiento se explica para que nos lo creamos hasta convertirse en una eficaz herramienta narrativa y en algo digno de ostentación, pero ya está. Futurama no es así, se contiene más. También se aleja, por poner otro ejemplo, de Love, Death and Robots, ideada, entre otros, por David Fincher, como una versión contemporánea, quizá, de Heavy Metal, y de la que espero que tengamos más episodios en el futuro. Pero el humor ahí es más chocarrero que en Futurama, la crítica es más dócil.

Lo podemos decir de otra manera: Padre de familia y sus adláteres son más bestias porque su crítica y su humor se basan en destrozar lo que está bien ordenadito sobre la mesa, se lo cargan todo hasta que no quede ya nada reconocible. Salvo la estructura. Futurama en cambio lo que ha hecho es quitar las patas de la mesa.

Bojack HorsemanSi seguimos por aquí, podemos encontrar varias maneras de clasificar las series de animación para adultos, pero se me ocurre una, simple, que consiste en dividirlas en dos bloques principales, y luego en un tercer bloque, algo alejado, reservado para pocas incursiones intermedias. Por una parte está la vía de Los Simpson, y, por otra, la vía de Padre de familia. Luego viene esa rareza lúgubre y potentísima, esa pieza maestra de la contundencia emocional que es Bojack Horseman, de la que ha aparecido, hace poco, una digna heredera que parece que también aúne las dos vertientes de las series en este tercer bloque extraño, que es la rarísima The Midnight Gospel, de Pendleton Ward. Y en este sentido Futurama es claramente hija de Los Simpson (así como Rick y Morty es hija de Padre de familia), no sólo por compartir creador sino porque tienen un sentido del humor parecido, y porque hay paralelismos continuos (Burns/Mamá, Rev. Lovejoy/Robot Reverendo, la cambiante cabecera de la serie, presencia explícita de la Mafia, etcétera).

Lo normal es creer que las mejores series son capaces de afinar los aciertos de los dos bloques principales, como Bojack Horseman, pero Futurama, que no lo hace, contiene en cambio la genialidad de la modestia y la contención, y la complejidad temática, narrativa y estética, más llamativa. Lo veo como que Los Simpson abrieron paso para que llegara Seth MacFarlane con su maquinaria pesada y su brillante gamberrismo ultra referencial, por una parte, y para que, por otra, llegara Futurama a presidir la mesa, sin aspavientos ni delirios ególatras. Más sentida serie que ninguna, con sus desamores, su soledad, su tristeza, su crítica y su esperanza. El slogan publicitario podría ser: Futurama, sutilmente humana.

Todo esto sucedió, más o menos

Se van hilando muchas historias crecientes, como la forja de la soledad de la que viene Fry (como vemos, en una de las ocasiones, cuando redescubre a su novia del siglo XX), los sentimientos de Fry por Leela, que entre la primera y segunda temporadas empiezan a crecer, los escarceos de Fry con Amy u otros personajes secundarios, Bender y su relación con sus amigos –desagradable pero fiel– y vemos, también, cómo Leela va haciendo leves alusiones al hecho de ni siquiera conocer a nadie de su misma especie. Se van desplegando poco a poco estas apuestas argumentales, y acontecimientos como la búsqueda de la raza de Leela, que ya desde el principio sabemos que ha condicionado su vida, concomitan con eventos futuros, van ligando la armazón de la serie, su capacidad de emular, en clave de preciosa ciencia ficción humorística, las complejidades de lo que, con osadía, llamamos ‘vida real’. Como el trasfondo sentimental de Farnsworth y Mamá, que no es sólo una curiosidad, sino la prueba de que la serie crece también hacia atrás para resignificar el presente: verles cuando eran jóvenes y contrastarlo con cómo son ahora, ya de viejos, es una constatación más de la penetrante amargura de su soledad, de lo implacable que ven el futuro los creadores de la serie.

Como rápido paréntesis añadiré que, si tuviera que otorgarle un color a Futurama, le daría sin vacilar el azul. Azul celeste, azul marino, azul eléctrico, aguamarina y lapislázuli. Es una serie cromática y le pegarían los oscuros rojos casi negros del Infierno Robot, en muchos casos, pero Futurama es azul no porque en inglés se asocie ese color a la tristeza; es que la veo claramente y sin más y en toda su extensión azul.

PopplersEn “Mis problemas con los poppler”, de la segunda temporada, vemos el despliegue habitual de posturas sobre el vegetarianismo que abunda entre la clase media (y que hoy se centrarían en torno al veganismo), en un episodio de tiempo consuntivo (en la demostración que saben manejar esos dos tiempos complementarios). La sensata postura de Leela está bien representada en su justo y no muy atrevido término medio, pero lo destacable, para mí, es el papel de Brannigan y cómo nos ayuda a conocerle mejor (y congraciarnos algo más con él, aunque, en el fondo, resulte imposible odiar a ese zorrillo). Más adelante veremos posicionamientos sobre la religión, la orientación sexual o los peligros del consumismo exacerbado, que se van diseminando y dosificando en sucintos episodios de tiempo consuntivo que sirven como prontuario moral del canon.

El episodio “Parásitos perdidos” plantea uno de los debates sobre la naturaleza humana más difíciles de abordar. Futurama se atreve a meterse de lleno por esa senda por la que también transitó, mucho antes, el poeta Gonzalo Rojas con su imbatible pregunta: “¿Qué se ama cuando se ama?”. Leela claramente no quiere al Fry que conoce, o no al menos en el sentido del enamoramiento. Le aprecia, le tiene cariño y simpatía, pero no está enamorada de él. Pero como vemos en el episodio, cuando el conocido Fry desaparece en favor de una versión de sí mismo adulterada por la ingesta de parásitos que le hacen ser más inteligente, tener más talento y sensibilidad, Leela, de repente, despierta a la posibilidad de que le guste su amigo, de corresponderle. Entonces ella ¿qué ama, si ama al nuevo Fry cambiado? ¿Al Fry que todos conocemos? ¿A un espejismo? ¿Ama a lo que se refleja de ella, en él? No hay culpables de nada, aquí. Sólo la verdad de nuestros sentimientos, que no se pueden, ni se podrán nunca, forzar. Pero qué pasa: al final resulta que Fry, si se esfuerza, si, tenaz y perentorio, trabaja, igual sí consigue ese talento que seduce a Leela. Es lícito mejorar, o sea cambiar, por amor. Pero ¿que te lo pidan es lícito? ¿Le puedes pedir a alguien que cambie por ti por amor? ¿Seguirás siendo tú mismo si eres otro por amor? Yo creo que Fry hace lo correcto, que es intentar estar con Leela siendo él mismo, tal cual, y lidiando con la verdad posterior. Eso nos lleva a otra frase, que podemos convertir en pregunta, esta vez de Raymond Carver: “¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?” Si seguimos a Futurama, ¿hablamos de forzar la realidad para que case con nuestros deseos? ¿De ser lo que quiera la otra persona y no uno mismo? Y esto aún puede llevar a una tercera, más triste, pregunta, que liga con el tono subterráneo de la serie. Aquella que lanzó Edgar Lee Masters con su contundencia de verso: “¿Qué es el amor sino una rosa que se marchita?”

La resignación ante el amor perdido, ante el que no funciona o no nace. Eso también es Futurama.

También hay tiempo para lo emotivo, en la serie. El episodio del trébol de siete hojas, “La suerte del frylandés”, íntegramente construido a base de flashbacks salpicados por tiempo presente (o al revés), sirve para conocer mejor el trasfondo de Fry, cómo era su familia y cómo era, sobre todo, la relación con Yancee, su hermano, pero también para ver cómo de ahí surge todo lo que conoceremos después. Vemos las raíces de nuestro presente en el año 3000. Y el ejemplo más genuino de amor en lo que llevamos de serie; lástima que, siguiendo los patrones habituales, sea un amor pasado, de cuya existencia aprendemos cuando ya es tarde y no hay nada que hacer.

Capitalismo, velocidad, imposibilidad de tejer relaciones humanas duraderas. ¿Qué nos pasa en el futuro, Doc? Hay robots de todo tipo, es decir, producción humana, pero no interacción con los habitantes del alcantarillado de Nueva Nueva York, hay alienígenas pero no están integrados en la vida humana, ni hay humanos integrados en la vida alienígena. ¿Nos volvemos gilipollas, o algo parecido? Como si Futurama entera fuese una mutación, una enorme cabeza humana sin oídos.

Otra de las pasiones humanas tan bien y tan sutilmente representadas es el miedo. El lema de la universidad de Marte es “El conocimiento trae el miedo”, y en el segundo especial de Navidad –episodios que, lamentablemente, no son el fuerte de la serie– los personajes acaban unidos no por amor ni amistad, nostalgia o recuerdos compartidos, sino por miedo.

Consecuencias naturalesPonerse en el lugar del otro como en el primer episodio de la cuarta temporada, “Kif es ligeramente fecundado”, en el que Kif, como promete el título, se queda embarazado, pero no de Amy, su pareja a distancia, sino de Leela, por un contacto por puro azar, es una inversión de papeles como la que ya ensayó Elia Barceló, con profundidad e intención, en Consecuencias naturales. Futurama también quiere participar del cuestionamiento de los roles asumidos y de cumplir con lo que se espera de ti en sociedad. Lo que tiene que estar en el lugar A, de repente y para toda sorpresa, está en el lugar B. Y ese giro es la frescura de la revolución. Más tarde, en la sexta (en realidad quinta, pero de eso ya hablaremos), temporada, volverán a ello los creadores con igual fuerza en el episodio en que Leela aprende a ser una cuentacuentos para los alumnos de su antiguo orfanato. (El episodio que se llama “Yo, Leela”).

Aquí también quiero llamar la atención sobre Amy y Kif y su relación del todo menos modélica, donde vemos un patrón de comportamiento muy común en las parejas. Como si la serie nos acercara un espejo sucio, ensuciado por la realidad común de nuestras relaciones antes que por el modelo de relación habitual publicitado por los medios. ‘La realidad deseufemizada de Futurama’ sería un buen título para un ensayo sobre la serie.

Y el segundo episodio de la cuarta temporada, “El planeta natal de Leela”, en el que Leela conoce al fin su verdadero origen, es una de las más emotivas piezas de narrativa de animación que yo haya visto (cuya potencia aumenta en contexto, claro). Vemos cómo se redefine su pasado, sus prejuicios –y los de toda una sociedad desarrollada– y cómo se evapora, por un momento, su sensación de soledad y aislamiento. El gesto de los padres en su infancia fue un sacrificio extremo, hasta cuestionable, pero hay que preguntarse por qué lo hicieron, qué situación condena a los mutantes en Futurama, y a qué límites de conducta les empuja. El reencuentro es bonito y es triste, pero la soledad sigue siendo el rasgo más definitorio de la familia recién unida en el reconocimiento mutuo de su parentesco. El gesto nos habla de miedos (de los padres, que temen por la aceptación de su hija si se presenta al mundo como mutante), de desesperanza, de la eterna desubicación de Leela, de los prejuicios y odios, de que siempre hay alguien más repudiado que tú (a quien tú repudias). Porque más que un reencuentro o un autodescubrimiento, lo que tenemos en este episodio es la constatación de una fractura social y de las consecuencias que tiene en las vidas de la gente.

No amanece el cantor

BenderTambién le dedica la serie una atención especial a una pulsión característica del solitario que ha perdido la esperanza: la autodestrucción. Los personajes se abandonan, a veces, en ese ámbito de desprecio institucionalizado, tan extendido que casi no se ve, porque tener esperanza en determinados contextos es poco menos que una necedad. Como si la serie hubiese crecido con un leitmotiv parecido a lo que decía Kafka: “Hay esperanza, pero no es para nosotros”. Leela, que quiere querer y que la quieran, parece, con el correr de la serie, asumir que no encontrará eso que todos buscamos, pero no se le agría el carácter: es más como una cabizbaja resignación ante unos hechos incontestables. Fry, igual. Aunque él, que es, en términos generales, bastante lerdo, lo sobrelleva de otra manera, encontrado pasajeras distracciones a su dolor (lo cual quizá demuestre que no es tan lerdo). Pero la destrucción perdura: ¿dónde está esa voluntaria aniquilación de la posibilidad de ser? En Bender la vemos claramente en el episodio de la cuarta temporada en el que tiene una relación con la nave de la Planet Express (“Amor y cohete”). Y todo va bien, por primera vez. Se le ve contento, a él y a la nave, hasta que cae de nuevo en sus hábitos, en su tendencia al vicio y la autodestrucción, que es un modo de vida que uno puede escoger, claro, pero si compartes tu vida y tus emociones con otra persona –u otro robot, como es el caso– ceder a esas gratificaciones instantáneas tiene unas consecuencias desastrosas que no cuesta mucho tener en cuenta, y Bender desperdicia, boicotea y mata, así, tontamente, la oportunidad de tener algo bonito en la vida. (No olvidemos que ya en el primer episodio él y Fry se conocen en una cabina de suicidios).

Hay una inquebrantable propensión de la vida hacia la muerte. Hacia el sufrimiento y la muerte. Y todo esto ocurre en el mundo de Futurama sin que nadie se escandalice, tan sutil es la serie, tan entretejida en la cotidianeidad está la crítica. Como cuando, en otro episodio de la misma temporada, suben los recién descubiertos padres mutantes de Leela a la superficie, y vemos con cuánta sorpresa, con cuánto rechazo reaccionan sus queridos amigos de cada día cuando les ven. Ni siquiera Leela se sorprende, y accede a sacarles un permiso especial para que ‘puedan’ pasear por las calles de la Nueva Nueva York donde habita. Nos hace sentir como piezas de un juego que no controlamos, porque de repente nos dice la serie que todos, hasta nuestros amigos animados, tienen su lado miserable y cruel. Creo que Leela, al descubrir a sus padres, tendría que, o sería normal pensar que quisiese, incluirlos en su vida y recuperar algo de tiempo, integrarlos en su círculo y conocer el suyo, que se diera la ósmosis que jamás pudo darse, pero no. Leela, tácitamente, acepta la segregación (como todo su entorno, como la sociedad del año 3000, como nosotros).

El largo viajeEn Futurama todo está estructurado y enfocado de tal manera que se atenúan estas salvajadas, hasta el punto de hacerlas invisibles. Lo que habla, ejemplifica y motiva, en ese imaginario de animación, es una tendencia humana espantosa: la de neutralizar el horror. Importarlo a nuestras emociones hasta suavizarlo. La de aceptar, porque lo vemos cada día, lo que no podemos aceptar. No hablo de cerrar los ojos, hablo de tenerlos bien abiertos y no dejar que lo que veas te afecte. Es tal ese mundo, “tanto galope de bestias en la estrella”, como diría Neruda, que nos parece inconcebible que unos mutantes caminen por las calles junto a nosotros. ¿Que estos mutantes son los padres perdidos de Leela? Da lo mismo. Que, de hecho, sean mutantes y pseudovivan en las alcantarillas ya es un hecho que a nadie perturba. A nadie. Como cuando Jorge Semprún le reprocha a los vecinos del bonito y tan bucólico pueblo de Buchenwald que nada dijeran del campo en el que él y los suyos agonizaban. Hacia el final de El largo viaje, Semprún, con un tono más macabro, habla de lo mismo que destaco yo ahora en Futurama:

Pero nunca debieron de plantearse, en realidad, el problema de nuestra existencia, el problema que nuestra existencia a su vez les planteaba. Seguramente formábamos parte de esos acontecimientos del mundo que no se les planteaban como problema, pues carecían de los medios necesarios para planteárselos, y ni siquiera deseaban, además, planteárselos como problema, afrontarlos como un problema.

Este párrafo podrían haberlo escrito los padres rechazados de Leela. Los personajes centrales de Futurama, esos a los que tanto queremos, tampoco quieren plantearse ciertos tramos de su realidad como problemas (palabra intencionadamente repetida en el parrafito sempruniano). Como Leela con sus padres, con el hecho de que no puedan caminar tan libremente como ella por las calles de su ciudad. Esta realidad puede servir para explicarnos esa inclinación nuestra de evitar la culpa, de justificar unos hechos con el conocido sonsonete (chorra) de: “todos lo hacen”, “siempre se ha hecho igual”. Bueno, que siempre se haya exigido un permiso a los mutantes para salir a la calle no implica que esté bien, pero preferimos entender que sí. Sí, cierto, la organización social y quienes tienen el poder para imponer una determinada moral son responsables de estas injusticias, pero no son los únicos responsables. Hay una responsabilidad individual de fomentar el rechazo a las ideas impuestas, a las costumbres heredades, y repensarlas y actuar en consecuencia, cueste lo que cueste. Hay que horadar ese muro de residuos históricos, de apriorismos asumidos acríticamente, y actuar. Pensemos en que en la actitud contraria está la clave de la capitulación.

BenderTVY cuántas cosas puras pasarán

La metanarrativa en Futurama está siempre al servicio de la crítica, no del rizo onfaloscópico. En “Bender no debería salir en televisión”, el sexto episodio de la cuarta temporada, tenemos crítica, y por tanto autocrítica, de la televisión: ahí vemos cómo no nos hablan los personajes ni el intramundo de la serie, sino sus creadores y guionistas, desde el más sensato sentido común. Sí, claro, en última instancia, siempre son los creadores los que nos hablan, pero transubstanciados en sus propios personajes, que ya tienen vida propia, entidad autónoma, independizada, como para existir en sí mismos e interactuar y que esas relaciones creen significados propios, alejados de sus creadores. En este episodio, que también hay que saber cuándo intervenir, vemos a Groening en su sano ejercicio de humildad y autocrítica.

En la cuarta temporada hay una cadena de tres episodios que son un asomo inesperado de ternura. El episodio en el que Fry recupera a su perro con los tan humanos celos de Bender entrometiéndose, o “Ladrido jurásico”; el episodio en el que se vuelven todos jóvenes y Leela aprovecha para tener la infancia familiar y convencional que nunca tuvo, o “Los obstáculos de Leela como mutante adolescente”; y el episodio en el que, por el calentamiento global, deciden que hay que exterminar a los robots, o “Crímenes del sofocón”.

En medio de un extenso panorama de frustración, vemos que la ternura también se hace su hueco, como no podía ser de otra manera, en la hostil batalla citadina por existir. Y ese contrapunto no hace sino acentuar la sensación principal de ruptura, de incomprensión entre los personajes solitarios de Futurama. Que veamos a Fry emocionarse con la presencia renacida de su perro podenco, o recalibrar el recuerdo de la relación con su hermano, lo dota de una capacidad para el amor y el sentimiento que ya conocemos por lo que siente por Leela, pero no por los otros afectos familiares, que nunca echa de menos. Ver que sí nos dice lo solo que está. Lo hace todo más triste el ver que todo lo bonito está ahí, esperando renacer, mientras suena esa delicia que es “I Will Wait For You”, de la legendaria Connie Francis (que, junto a Brenda Lee, Peggy Lee o Linda Scott, aligera el peso de nuestros días con su voz, si así lo decidimos). Menudo momento nos regalaron con esa canción, y eso que Matt Groening y David X. Cohen no hicieron de la música extradiegética un rasgo característico de la serie, pese a lo mucho que aciertan cuando la incluyen, como veremos, otra vez, más adelante, con la tan certera inclusión del “Just The Two Of Us” de Bill Withers.

Asistimos a una reformulación del episodio piloto en “El porqué de Fry”, de la cuarta temporada, cuando vemos que es el mismo Fry del futuro el que, aconsejado por Mordisquitos, da el empujón final a la silla en la que se balancea para que venza, y caiga y entre, definitivamente, en la cápsula de criogenización que le conservará, bien fresquito, hasta el año 3000. La clave es que Fry escoge hacerlo. Es él, aprendemos ahora, el que intencionadamente, el que con toda voluntad y deliberación, decide abandonar su vida en el año que le era connatural por el año en el que Leela no le corresponde, pero está. Espejea este episodio aquellos Versos del pluriverso de Ernesto Cardenal: “y yo pude escoger no haberte conocido nunca, / pero no lo haría”.

Tan fuerte es el amor, nos dice la serie, que hasta un amor quebrado y atrofiado como el de ellos es preferible a la grisura anestesiante y vacua en la que se arrastra Fry en Nueva York. Es como si guionista y creadores estuvieran pasando por años sensibleros, donde quisieran reflejar, aunque fuera por ausencia, las cosas buenas de la vida. Como el homenaje que le rinden a Star Trek en el capítulo siguiente, “Donde ningún fan ha llegado antes”. Un guiño, un saludo, como reverencias fieles a la serie que más mencionan. Estaban sentimentales en esta cuarta temporada los responsables de la serie, como si, de repente, entre tanta crítica y tanta demolición, tanta desesperanza y amargura, quisiesen hacer un alto en el camino a dar las gracias, a estar en paz un rato y celebrar las cosas buenas que también tiene la vida, y no sólo señalar la condición de animales solitarios e incomprendidos que nos define.

O el episodio “La picadura”, que sucede a esta ristra de episodios emocionales, y que es, seguramente, uno de los mejores y más complejos de toda la serie. Le habla de tú a tú a 2001, y antecede en siete años a Origen, del tremendamente irregular Christopher Nolan, prefigurando la realidad intangible, curvilínea, de la inmersión en los sueños dentro de los sueños. La tripulación de la Planet Express va a recolectar miel de unas vibrantes abejas asesinas del espacio exterior. Sobre esta premisa tan directamente enmarcable en la serie Z (sobre lo que hay que escribir, magma que hay que reivindicar), construyen un episodio sobre la culpa y el remordimiento, sobre el duelo y la tristeza, que se erige fácilmente en un estudio de las emociones humanas más allá del contexto capitalista en que se desarrolla la serie, que salvajemente critica la serie. También es un episodio sobre el amor; sobre la tenacidad, y sobre, a veces, incluso, la terca contumacia del amor perdido. Sin duda hicieron un parón en su largo camino de crítica a la sociedad, al capitalismo y al desplazamiento, tan neoliberal, de las relaciones humanas por el estímulo del lucro (vamos a decirlo así), y los creadores, en este tramo de la cuarta temporada, pero sobre todo en estos últimos episodios, se pusieron sensibles e hicieron de cada capítulo un poema de amor (herido). Leela se atreve a mirar al abismo; lucha contra su pena y la vemos fuerte pero también débil, como nosotros.

(Antes de este revisionado completo de la serie y películas, creía que las dos primeras temporadas eran, claramente, las mejores. Ahora, a tenor de lo vuelto a ver en esta cuarta, me debato).

En “La paracaja de Farnsworth” vemos otro ejemplo más de genialidad. Nos presentan la posibilidad de conocer universos paralelos en los que se mezclan la diversión de ver diferentes versiones de nuestros personajes, pero también la gravedad de las consecuencias que tiene ese despliegue. Dos factores importantes aquí: en ese Universo B, Leela y Fry han tenido más suerte juntos (cuyo contraste con el Universo A me recordó, como tantas cosas me recuerdan, a uno de los Epigramas de Ernesto Cardenal: “Viniste a visitarme en sueños, pero el vacío que dejaste cuando te fuiste fue realidad”), por una parte, y, por otra, vemos al liso y romo Hermes, el burócrata, y su duda final, tan consecuente con lo que hemos aprendido de la responsabilidad camuflada de los intelectuales y de los funcionarios en el siglo XX, con su coartada constituida por el dogma autoexculpador del “cumplía órdenes”. El mal a veces está tan institucionalizado, tan arraigado en los patrones de comportamiento de las empresas y el Estado, que, simplemente, no lo vemos. Hasta que alguien cumpliendo órdenes aprieta el botón.

En el último episodio de la cuarta temporada, “Las manos del diablo son juguetes ociosos”, hacia el final de la ópera que Fry, con ayuda del Diablo Robot, crea para Leela, oímos, como quien no quiere la cosa, otra de esas frases que servirían para titular un ensayo sobre la serie: “menos realidad, más fantasía”. (La dice Hedonismobot. Él y Scruffy,  por cierto y por otra parte, son los mejores secundarios de todo Futurama).

Los creadores de la serie no temen ser sentimentales ni emotivos como ese poeta de combate que deja sus versos de guerra, por un momento, para escribir encendidos poemas de amor.

Las películas, el cine

Aquí tengo que hacer una intervención para apartarme un momento de la serie. Futurama fue cancelada por la cadena Fox después de la cuarta temporada, por falta de audiencia (esa vara de medir no siempre fiable), pero era una falta de audiencia que se debía a los continuos cambios de hora de emisión de los episodios por parte de la Fox y no por falta de interés del público. En fin: el fenómeno fan hizo que la serie volviese con las temporadas 5 y 6 aunque comúnmente se conozcan como 6 y 7. Como en Star Trek unas décadas atrás, el genuino entusiasmo de la gente hizo que la serie volviera.

El gran golpe de Bender

Así pues, lo que se conoció como la quinta temporada en realidad es el resultado de trocear en píldoras de 20 minutos los cuatro largometrajes con que se reinventó la serie. El gran golpe de Bender, dirigida por Dwayne Carey-Hill en 2007, fue la primera. Así que, a partir de ahora, me referiré a las películas por su nombre y no por el inexacto título de quinta temporada, y a lo que se conoce como sexta temporada lo llamaré por lo que realmente es: la quinta temporada. Fox cancela la serie por falta de audiencia, y con mención a eso empieza la película. Se reivindican a sí mismos, criticando la cadena que les borró de la pantalla, y, con visible rabia, la serie se aparta de sí misma para hablarnos del trasfondo que le da existencia (y se la quita). La reivindicación y autodefensa ante el poder; estas películas son el atrevido descaro de los creadores, que las hicieron en defensa propia, y decidieron optar por el cine como respuesta al mutismo que les impuso la cadena.

No me quiero extender demasiado en las cuatro películas, porque daría como para escribir sendas reseñas, pero en El gran golpe de Bender tenemos viajes en el tiempo, codicia y amor, en una trama que se va expandiendo, haciéndose más compleja pero sin dejar piezas sueltas, y que es, también, un coqueteo con el canon de la serie. (Y es mejor que ese episodio extendido que fue Los Simpson. La película). El código tatuado en el culo de Fry les permite crear un canal para viajar en el tiempo; la idea, cogida de los alienígenas desnudos, es robar los grandes tesoros de la historia, Bender mediante, pero la cosa se tuerce, y ahí es donde empieza la redefinición de algunos tropos de la serie. La primera vez que ves la película te llevas una gran sorpresa; una sorpresa emocionante que te hace volver al pasado de la serie, a reinterpretarla y ponerla en contexto. Estas películas, y la serie misma, de hecho, como ya he dicho, acaba siendo inclusiva; hace partícipe a su pasado, lo tiene en cuenta y habla con él para reincorporarlo en el presente.

En La bestia con un millón de espaldas, de Peter Avanzino, de 2008, tenemos desamor, soledad e incomprensión. El pensamiento único y los lavados de cerebro, tanto los tutelados por las corporaciones como los autolavados que nos hacemos por conseguir lo que queremos, también están presentes en la película. Todo está encaminado a decirnos que por mucho que lo intentemos, la soledad y la frustración, pese a las amistades, definirán nuestra existencia. Una prueba más de la poca esperanza que depositan en la humanidad los creadores de la serie.

Bender's GameCon El juego de Bender llegamos a la tercera película y a algo que no he mencionado hasta ahora, y es las referencias o guiños en los títulos de los episodios. Aquí es tan claro que no hace falta mencionarlo. Dirigida también por Dwayne Carey-Hill, y asimismo también de 2008, la película es una fusión –de las pocas que vemos en el universo Futurama– de ciencia ficción y fantasía, en la que la ciencia del futuro permite crear, con la imaginación adulterada de Bender, un universo paralelo de fantasía heroica a la manera de los juegos de rol. Además, es una indagación en los poderes del monopolio, en lo que significa tener el monopolio de una sustancia (aquí materia oscura, trasunto indisimulado del petróleo), sus implicaciones y peligros. También de su fragilidad; pierdes la sustancia, pierdes el poder. En ese sentido, es una de las piezas de la serie que, a mi juicio, menos lecturas ofrece. El alcance de la película es reducido; y sus lecturas, frontales.

Llegados a este punto –me doy cuenta– se hace difícil referirse a Futurama como ‘la serie’, dado que existen las cuatro películas, y casi que prefiero a partir de ahora llamarlo canon, o universo Futurama. Las películas no son entes aislados, autónomos, que existen en sí mismos con su set de normas y realidades apartadas de la serie. En las películas los personajes aprenden que Mordisquitos, por ejemplo, habla y es un ser sentiente, cosa que a lo largo de la serie se mantiene oculta. Quieren inscribirse y continuar, e incidir en el transcurso habitual de los episodios. Dicho de otra manera, lo que pasa en las películas repercute en la serie.

En la cuarta y última película, Hacia la verde inmensidad, de Peter Avanzino, y de 2009, hay una reivindicación (quizá algo tardía, para lo que es la serie) de un feminismo combativo ligado a Leo Wong y sus delirios por convertir Marte y un sistema planetario en su mini golf particular, gracias a la corrupción de Farnsworth y todo el aparato legal de la serie. El zigoto cósmico del final, en el que salvan el ADN humano (porque sólo salvan a las especies galácticas en peligro de extinción), es, quizá, menos significativo para el desarrollo de la serie que ese final en el que la tripulación de la Planet Express apuesta, valiente, por entrar en un agujero negro del que no saben si saldrán, ni qué habrá al otro lado. Como la serie, que, así, acababa su corta, cercenada existencia.

Pero volvieron. 

Mobius Dick

No hay tiempo para el miedo, es todo demasiado interesante

Adentrándonos en lo que comúnmente se conoce como la sexta temporada pero que es, en puridad, la quinta (como ya he dicho, laberínticamente, más arriba), nos metemos en un terreno que es todo un reto para cualquier creador: el regreso a primera fila. Es tanto lo que se espera de ti, es tanta la presión por añadir algo bueno y no defraudar, que lo normal es no llegar a cumplir con las expectativas.

El estado de ánimo que había nutrido e incoado la serie desde el principio, mutilado por la Fox, no podía ser el mismo, y sin embargo en el episodio “Mobius Dick”, por poner un ejemplo, encontramos un precioso homenaje y revisión en clave Futurama a esa obra maestra de la humanidad que es la novela ballenera de Herman Melville. Una rareza de episodio que es una pieza emocionante, visualmente atrevida, llena de significados, con un espíritu fresco de apertura. La obsesión, la pérdida, el pasado jamás mencionado de Zoidberg, que lo sitúa en un plano de existencia mucho más carismático, las interdimensiones y el coqueteo constante con el clásico, con guiños a Perdidos y Encuentros en la tercera fase de regalo. Vemos un funeral con tan poca asistencia que ya, en Futurama, nada nos sorprende, dada la incomunicación en la vida de esa Nueva Nueva York que nos espera. Cómo entra y sale de las dimensiones esa ballena que es muchas cosas a la vez, pero sobre todo monomanía; y cómo amplía el pasado de la serie, este capítulo, ampliando a su vez el radio de acción de John Zoidberg.

Por fin un poco de cariño para él.

Volvieron con fuerza. Volvieron con arrojo.

Pero retrocedamos al inicio: al empezar la temporada vemos que Fry está cada vez más cansado de un trabajo en el que lleva mil años, del que hace mil años que intenta huir, y, sin embargo, parece que con Leela las cosas por fin van mejor. Parece que tienen un amor pactado, amistoso, de abrazos, besos en la mejilla y palabras titubeantes, esos amores a medio gas, de ahora sí, ahora no y que no saben definirse pero que en cuyo caparazón parece configurarse la difusa forma de la pareja convencional. Una de esas relaciones conformadas en el fondo más por la sincera amistad que, voluntariosa, desea ser más, que por el apasionado amor mutuo; una de esas relaciones desiguales, en las que se percibe el amor verdadero de uno y el cariño y el querer inevitablemente insuficiente de la otra, con el consecuente sentimiento de culpa que arrastra esta mitad, en este caso ella, como visible sustrato anímico. Esas relaciones existen. Así las vemos en Futurama.

John ZoidbergYa en la lejanía de esta quinta temporada real, después de las cuatro películas, descubrimos el pasado común, cómplice, de John Zoidberg y el profesor Farnsworth. El solo hecho de ver que le llama Johnny en los flashbacks ya nos cambia la concepción que teníamos de su relación. Cómo dota de cariño, de repente, este episodio, “La punta de Zoidberg”, con sus flashbacks. Vemos que hicieron un pacto de juventud, y, sobre todo, vemos cómo une la experiencia compartida, qué pocas palabras se necesitan cuando entre dos personas hay una vivencia que les aísla del resto, de cuyas implicaciones sólo unos pocos son conocedores. Les dan una sensación de pertenencia. Agrandar el pasado, estirar la serie hacia atrás y hacia adelante como mecanismo narrativo.

Fry y Leela, en el penúltimo capítulo de la quinta temporada real, parece que vayan a tener algo sólido en el futuro; lo leen prefigurado en un papel que el sobreacelerado Bender ha escrito, y así nos apartan, en elipsis, una posibilidad de conocer el desenlace de una de las constantes de la serie. Y acaba la temporada con un repaso a las distintas estéticas de la animación, desde la danzante de la era muda hasta el anime pasando por los primeros videojuegos, ortopédicos y ultrapixelados, con lo que, parecen decirnos, toda esta historia eslabonada tiene sus precursores pero también sus sucesores, y Futurama se enclava en ella con las ligaduras del tiempo adquisitivo. Por mucho que las cadenas de televisión clausuren su futuro.

El episodio “El difunto Philip Fry” de la sexta y última temporada es de los más celebrados de la serie, y con razón. El título en inglés, “The Late Philip J. Fry”, contiene un juego de palabras que se pierde en castellano: “late” significa tanto difunto como, en este contexto, impuntual, y de eso va la cosa. La tan sencilla premisa de que Fry llega siempre tarde a sus citas, al trabajo, a todas partes, y la enorme irritación que provoca en sus compañeros. Farnsworth inventa una máquina del tiempo que viaja sólo hacia adelante, y Bender, Fry y él viajan, entonces, hacia adelante, hasta el mismísimo fin del universo y del tiempo. Y cuando llegan a esa era en que la Tierra es una estéril roca pelada, hacen lo único que pueden hacer, que es nada, no preocuparse y disfrutar de las vistas del final. Una espléndida lección de sentido común. No tengo muy fresca la novela Indoctrinario, de Cristopher Priest, así que lo diré con la boca pequeña, pero recuerdo, en ella, ese alegre, agradecido descanso de vivir el invencible fin del mundo. Es un episodio flotante, de tiempo consuntivo, tan sencillo que hasta podríamos calificarlo de simple, y sin embargo qué bonito es, con cuánta razón y belleza consigue transmitir ese sentimiento de paz, de relajación ante el fin de todo. Esa sensación de descanso.

MutantsComo bonito es también el revolucionario “Revuelta mutante”. Pero no revolucionario en el sentido de ser un episodio que cambia las reglas narrativas del juego, sino de ejemplificar la revolución, donde por fin vemos orquestado, sí, el ansiado triunfo de la revolución.

La sexta y última temporada parece concebida ya con la conciencia del fin. Todos los episodios están en un tiempo consuntivo precisamente para no aumentar el radio de acción de la serie. Sí, tienen un inconfundible aire de despedida estos episodios, de calidez y de cierre, y yo no sé si todo el mundo ha visto o no el último episodio, esa despedida, cansada y triste, antes de apagar las luces y cerrar la puerta, pero realmente creo que todos tendríamos que dejar lo que estamos haciendo y volver a verlo, una vez más, y callar.

La próxima vez que vea la serie de principio a fin, lo haré sin la libreta ni el boli con que he ido interrumpiendo los episodios estos últimos meses, y la veré con el placer de volver a un lugar conocido, que mantiene sus secretos y sus alegrías, sus significados y sus sorpresas, por la pura diversión de ver sin tener que pensar. Y si toca esperar y esperar mil veranos para ver nuevas temporadas, nuevas adendas al canon de Futurama, hasta ese momento irá sonando, o de la espera misma irá brotando, mejor dicho, la bonita canción de esperanza y paciencia que es “I Will Wait For You”, de Connie Francis.

 


 

Algunas referencias gratuitas, conspicuas y cogidas al vuelo a lo largo de la serie, son: Star Trek, Regreso al futuro, Destination Moon, H. G. Wells, Georges Mèlies, Karl Chapek, La invasión de los ultracuerpos (la de Philip Kaufman), Galaxy of Terror, guiños más que probables a Indiana Jones en el templo maldito, a Independence Day, y muy evidentes a Star Wars, Soylent Green, Titanic, Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Cowboy de medianoche, Charlie y la fábrica de chocolate, La dimensión desconocida, El último hombre sobre la Tierra, Christine, El padrino, La jungla de cristal, El viaje alucinante, Ghost, Moby Dick, El principito, 2001, El planeta prohibido, Terminator, Matadero 5, Perdidos, Encuentros en la tercera fase, Avatar, Tron, Minority Report, Los cazafantasmas, El exorcista, Terminator 2, Hace un millón de años, Barbarella, Blade Runner, Star Trek. La película, Con faldas y a lo loco, El tiempo en sus manos, El planeta de los simios, Cuando ruge la marabunta, lo que diría que es Tras el corazón verde, Toro salvaje, 2012, Carrie, Están vivos, Faster Pussycat Kill Kill!, Parque Jurásico, Twin Peaks, El cementerio de animales, El amanecer de los muertos, El valle de los malditos, Dune, Zardoz, una novela de Elizabeth Moon, El malvado Zaroff, Matrix, Forrest Gump, Ocean’s Eleven, La dama y el vagabundo, E.T., Friends, El show de Truman, Atmósfera cero, probablemente Straight Outta Compton, Tiburón, La isla del doctor Moreau, Señales, La cosa y Cuando Harry encontró a Sally.

[1] Quien, por otra parte, me ha recordado siempre físicamente a Cordwainer Smith.

2 comentarios en “Good News, Everyone! (Sobre Futurama)

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