No, no recuerdo con mucho detalle las cosas que escribí hace veinticinco años o más. Lo he constatado en los últimos meses con la preparación de un libro recopilatorio de parte de mis ensayos en el género. Porque, aparte, tengo el problema de haber escrito mucho. Más que Balzac, posiblemente, aunque mencionar esa comparación pueda dar lugar a equívocos sobre mi autoestima: hablo de cantidad, no de calidad. También es cierto que para ello he tenido a la mecanografía como aliada; escribo muy, muy rápido, participé en alguna ocasión en concursos con mecanógrafos profesionales, con resultados meritorios. Hubo épocas en las que firmaba cinco notas al día por término medio para una agencia extranjera, y luego me ponía a escribir críticas o ensayos sobre cf. En un Roland Garros, el que ganaron en categoría masculina Sergi Bruguera, en femenina Arantxa Sánchez Vicario y en junior Roberto Carretero, llegué a producir siete páginas enteras de periódico. Recuerdo el dato y que una de ellas fue la contraportada, con los festejos en la embajada de los Campos Elíseos. Por supuesto, ni la menor idea de lo que escribí. Ahora mismo ni siquiera me acuerdo de quiénes fueron los rivales de los españoles en esas finales (acabo de buscarlo: Alberto Berasategui y Mary Pierce, la odiosa franco-yanqui).
A la vez que me anotaba ese tipo de hazañitas estériles, dirigía una revista de ciencia ficción en una ciudad en la que al principio no vivía. Aunque me vienen a la memoria generalidades y anécdotas de la época, tenía la vaga sensación de que había perdido la noción de muchas de las cosas que escribí ahí, incluso de los relatos que escogí publicar. Hice un repaso hace unos días y, en efecto, me sería posible releer algunos números sin más que un recuerdo superficial de su elaboración, pese a haber supervisado cada coma. Aunque esa era la intención de este texto, ofrecer una valoración honesta de mi trabajo de entonces con la perspectiva de los años, como se verá más adelante no va a poder cumplirse.
A estas alturas, creo que puedo permitirme compartir algunos recuerdos. He sido una persona que cumplió buena parte de sus sueños, eso no puedo quitármelo nadie. A los 25 años empecé a dirigir una revista de ciencia ficción, una de las cosas que más deseaba en el mundo, porque eran mi máximo objeto de veneración. Seguramente ya habrá quedado claro a quien haya seguido estos artículos. Fue una combinación de factores realmente curiosa la que me puso al frente de Gigamesh.
Con menos de veinte años, otros amigos y yo nos escribíamos con Lluís Salvador, que por entonces era la cara visible de la librería y de su fanzine. Cuando Alejo Cuervo decidió convertirla en revista, en 1991, organizó una pequeña presentación-cóctel, y yo tomé un autobús de ida Madrid-Barcelona a las ocho de la mañana y otro de vuelta a las doce de la noche; llegué a la estación del Sur de Madrid, me hice un lavado de mínimos en sus horribles baños repletos de viejos pajeros y me fui a trabajar. Ese tipo de majaderías eran mi especialidad.
En Barcelona yo les hacía mucha gracia a los aristócratas del lugar: un chaval al que le podías hablar del título de un cuento cualquiera y te decía en qué número de Nueva Dimensión había aparecido, en qué año había sido escrito originalmente y, en bastantes ocasiones, en qué publicación estadounidense había visto la luz. Me comentabas un tema, un autor, y yo enhebraba una retahíla de títulos como un papagayo amaestrado para exhibiciones de la habilidad memorística más estéril concebible. Sin entrenamiento: simplemente retenía esa información, la absorbía cuando me llegaba. A lo largo de los seis o siete años previos, desde los catorce o así, me había leído literalmente todas las antologías posibles, las publicadas en España, así como buena parte de las revistas argentinas. Había leído dos veces las veinte antologías Acervo disponibles en la biblioteca de mi colegio. Gastaba mi escaso dinero en libros de género viejos. Me viene a la cabeza alguna anécdota disparatada. Con mi primera chica, decidimos (ingenuidad de 18 años, una de tantas) poner nuestro dinero en común. Sus abuelos le dieron a los pocos días mil pesetas, una pequeña fortuna para un adolescente del sur de Madrid en los años ochenta, y yo me las gasté al día siguiente en la Cuesta de Moyano; sé que entre las varias cosas que compré estuvieron un Nueva Dimensión y la edición de Adiax de Sivainvi, de Dick. Ella tuvo la reacción que razonablemente cabría esperar, poniendo fin para siempre al experimento, y recuerdo que mi primera reacción fue de incomprensión: al fin y al cabo, ella también leía género. ¿Qué mejor destino para aquel dinero?
En el verano tras el cuarto curso de Ciencias de la Información conseguí unas prácticas en Diario 16. Terminé en la sección de Deportes, básicamente porque era al único becario del grupo que entramos ese año al que le interesaba mínimamente algún deporte (en mi caso, el baloncesto). Cuando me presentaron al jefe, al parecer lo segundo que hice fue preguntarle si iba a poder tomarme una semana de vacaciones en agosto, porque ya tenía reservado el viaje a la Worldcon de La Haya, en el que había invertido buena parte del dinero que había ganado el verano anterior, en el que trabajé de botones en un hotel cercano a la Gran Vía. Instantes después, el jefe me puso a ordenar el archivo fotográfico, que Deportes mantenía al margen del resto del periódico, por una de esas incomprensibles guerras internas que no falta en ninguna oficina. Estuve tres semanas trabajando sin días libres, de diez de la mañana a diez de la noche, ordenando fotos y creando carpetas, sin rechistar, sin ser en absoluto consciente de que me sometían a un castigo, bromeando con los veteranos y observando el funcionamiento de la sección. Según me dirían los compañeros más adelante, superé con esa prueba de resistencia inconsciente la metida de pata de reservar la semana de vacaciones cienciaficcioneras, que me concedieron con generosidad pese al hecho obvio de que yo estaba allí para que quienes tuvieran vacaciones en agosto fueran los veteranos. Fui el único becario que al cabo de un año seguía trabajando allí; sumé siete en total, hasta que decidí marcharme por los problemas del periódico. Esa sería otra historia.
Con veinticuatro años o así era un periodista con cuatro años de experiencia que había estado en unas cuantas batallitas, había tenido inmejorables maestros (por entonces, el periodismo deportivo era algo mucho más vivo, callejero y a la vez analítico de lo que es hoy) y contaba con un bagaje como lector de ciencia ficción ridículamente exhaustivo. Había conseguido incluso que me aceptaran con alguna regularidad reseñas y artículos sobre género en el suplemento cultural de mi periódico, que por entonces dirigían Benjamín Prado y el que luego fuera ministro de Cultura, César Antonio Molina.
Tenía la abrumadora confianza en mí mismo de alguien joven al que las cosas le salían casi siempre bien, y notabilísimas carencias en el plano personal, tanto en el terreno práctico como el afectivo. Era, como mucha gente que sobresale hoy, un especialista monomaníaco que en cambio no sabía colgar un cuadro, hacer ninguna comida más complicada que cocer pasta, y ni siquiera se había sacado el carnet de conducir. Todo eso conformaba una personalidad desequilibrada en la que me era difícil encontrar satisfacción a mis éxitos, siempre a la sombra de mi incapacidad para pensar a largo plazo, para mantener relaciones estables o valerme por mí mismo en entornos de problemas reales.
Nada de esto suponía un obstáculo en el fandom de entonces, que pese a presentar una mejora respecto al de años anteriores (la gente que conocí procedente de los 70 y muy primeros ochenta, salvo honrosas excepciones como Juan José Parera, Domingo Santos, Elia Barceló o César Mallorquí, eran personas problemáticas. dicho esto con la mayor suavidad), seguía monopolizado por los bichos raros al punto de que yo me tenía a mí mismo, pese a todo lo dicho, por razonablemente normal. Me convertí muy pronto en un notorio del mundillo, firmé textos en las publicaciones de la época (incluyendo BEM, para los malpensados), y cuando Alejo Cuervo puso la revista Gigamesh en prolongado barbecho al cabo de tres números (creo que decepcionado por las descomunales devoluciones en su intento de distribuir a través de quioscos: hablamos de 10-15.000 ejemplares sobrantes de cada número), me ofrecí en una cena a sacarla adelante. Él pensó que podría hacerlo, dado mi bagaje. Y así fue.
El problema de Gigamesh en esos tres primeros números era el mismo que se prolonga hasta hoy en cualquier ámbito especializado que genera su propio microcosmos irreal: había mucha gente con talento, había muchas personas que se sentían (o eran) importantes dentro de esa reducida estatusfera, pero hacer cosas, lo que se dice hacer cosas, ya costaba más. ¿Para qué esforzarse en exponer el lugar obtenido en el mundillo, arriesgándose al esfuerzo de crear contenidos que se pudieran someter a la crítica ajena, tan acerada como era la propia con los demás? Es mucho más fácil soltar un discursito que escribir un artículo, poner pegas a la labor de los demás que emprender la propia; hoy eso se ha trasladado a las redes sociales, pero ya existía por entonces de forma notable en el fandom. Abundaban los personajes que te salvaban cualquier reunión con su ingenio, pero a los que luego sacarle un folio escrito costaba un cojón de mico. Lo que yo ofrecí en Gigamesh era exactamente lo contrario: resolutividad. No tan brillante, es posible, pero inmediata, efectiva, fiable. La mentalidad de que, pase lo que pase, el periódico debe publicarse al día siguiente. A veces sale mejor, a veces peor, en ocasiones hay que meter contenidos por debajo del estándar. Pero tiene que estar terminado a una determinada hora. Esa es la primera ley.
La tirada se redujo progresivamente, y estuvo casi siempre en torno a los mil ejemplares. En un periodo inicial, Alejo mantenía la última palabra sobre lo que se iba a publicar. Eso llegó a suponer, en una ocasión, que una revista ya terminada permaneciera parada seis meses (el número siete, en concreto) porque él no encontraba tiempo para revisarla, al haber sido abducido por cualquiera de las aficiones que le secuestraban sucesivamente: Catán, Magic, Fanhunter, comprar discos, la cocina japonesa, lo que fuera. Alejo es uno de esos personajes Bigger Than Life que a la vez sazonan y amargan la existencia ajena, y he terminado por pensar que haría un gran protagonista trágico para una novela documental a lo Emmanuel Carrère. Obviamente es una persona de una inteligencia extraordinaria, de naturaleza generosa, y con una intuición que no puede atribuirse en modo alguno a la casualidad, pero al menos mientras yo le traté de manera cotidiana, resultaba por momentos enervante con su volatilidad, sus caprichos de Peter Pan permanentemente ganador (por tanto, reforzado por los hechos) y la extensión de su seguridad en sí mismo a cualquier orden de la vida, incluyendo muchos sobre los que no tenía ni puñetera idea.
Coincidiendo con mi mudanza a Barcelona, porque había sentado la cabeza con la que fue mi pareja estable durante algunos años y me ganaba la vida deambulando por ahí como freelance, conseguí que Alejo me diera plenos poderes en la revista. El planteamiento era sencillo: yo voy a hacer la revista y tú no la puedes parar. Cuando no te guste, me despides, pero el control de cada detalle me corresponde a mí. Además, propuse dejar de cobrar mensualmente para hacerlo por número acabado, con lo que tenía una motivación adicional para cumplir plazos. Es fácil averiguar en qué momento se produjo el cambio: dejé de aparecer en el staff como redactor jefe y pasé a ser director. Estas denominaciones no son casuales, sino que responden a una terminología periodística concreta, que puede resultar trivial para un externo pero no para mí. Como redactor jefe, ejecutaba órdenes. Como director, decidía.
Alejo respetó escrupulosamente esos términos y me comentó, de vez en cuando, decisiones mías que no le agradaban. Dado que él era al fin y al cabo el editor, yo las justificaba ante él o, en algún caso, las corregía para lo sucesivo si me parecían razonables. Por ejemplo, la beligerancia de la revista contra BEM en los años de plomo de esa afamada disputa fue mayoritariamente responsabilidad mía, y él por lo general la desaprobaba (aunque tengo la conciencia parcialmente tranquila: creo con toda sinceridad que siempre respondí, nunca inicié hostilidades, si bien en algún caso mis contramedidas llegaron más lejos de lo que hoy consideraría prudente o aceptable). Pese a ello, él siguió siendo visto injustamente como el villano principal de una historia que, para mí, no tenía otro fundamento que el ansia de figurar de unos mediocres a los que el tiempo ha ido poniendo en su lugar (o sea: el olvido, más que nada). Algo que habría ocurrido igualmente, y quizá antes, si yo hubiera sido más maduro y más elegante en el manejo de la situación en vez de contribuir una y otra vez a embarrar aún más el escenario.
La revista apareció entonces de forma regular, cada dos meses, durante unos cuatro años en los que nos convertimos en la publicación hegemónica. Y creo que conseguimos hacer una revista de género que sólo es inferior, en la historia de la ciencia ficción española, a los buenos tiempos de Nueva Dimensión. Digo “conseguimos” no por falsa modestia. Aquel proyecto, como todos, tenía muchos participantes necesarios, tanto como yo mismo: Alejo poniendo el “sustrato ideológico”, el dinero y todo el armazón logístico, en primer lugar, pero también un equipo de colaboradores realmente formidable. No puedo mencionar a todos, pero sí al menos lo haré de forma totalmente subjetiva con aquellos por los que guardo especial cariño: el imprescindible Juanma Santiago, luego mi sucesor con brillo breve pero intenso, siempre mi amigo; Adolfina García, que por mucho que le joda es un puñetero ser de luz, tanto por carácter como por talento; Alberto Cairo, al que no conocía de nada, que llegó a través de Adolfina y fue como un breve relámpago de ingenio, sinceridad, talento y vitriolo en nuestro campo; Juan Carlos Planells, una de esas personas un tanto defectuosas del fandom, que terminó consumido por su propia tragedia, pero que conmigo fue indefectiblemente bueno en cualquier sentido posible del término; Alfredo Esteban, dibujante de talento singular, cuyas cartas eran siempre motivo de alegría; Carlos Pavón, un auténtico máquina, desde entonces presente siempre en las bambalinas de mi vida; Antonio García Soto, un lector divertido y un caballero formidable. Y muchos, muchos más que aportaron su granito de arena, en algunos casos grande como un menhir.
Mi etapa en Gigamesh llegó a su fin de forma bastante natural. Empecé a tener de nuevo más trabajo en Madrid, lo que me llevó a trasladarme y terminar con las pocas esperanzas que le quedaban a mi relación en Barcelona. Apenas un año después de volver, empecé a vivir con la que es hasta hoy mi sufrida compañera. Con todo ello, viajar a Barcelona para dar los últimos toques a la revista y entregarla en imprenta se fue convirtiendo en una carga cada vez más incómoda, y el propio éxito de la editorial hacía que la revista deviniera en un producto marginal y deficitario en el contexto de una empresa de facturación creciente. No tenía fuerzas para sobrellevar la nueva situación, un par de números se retrasaron ahora sí en parte por mi culpa, y preferí dejarlo en manos de alguien con nuevas ideas, Juanma en ese caso, que mejoró el nivel de mis últimos y ya algo fatigados números, pero no pudo darle continuidad prolongada por los condicionantes ya mencionados. Gigamesh ya tenía publicidad más que suficiente y empezaba a ser obvio que la editorial había llegado a una pista de despegue formidable por otro camino distinto.
Desde entonces, creció la leyenda de que Alejo y yo habíamos salido tarifando, lo que no es cierto. Nuestros desencuentros fueron posteriores, y tengo la impresión de que más bien fruto de malentendidos y de la ponzoña de terceros algo metijones, porque en las raras ocasiones en que nos hemos visto en persona todo ha sido cordial (dentro de que nuestra cordialidad incluyó siempre frecuentes desacuerdos, a veces expresados de manera vehemente pero siempre amistosa). La última vez, eso sí, fue hace seis años, y en ella descubrí algo que me amargó durante días y reconozco que me costará mucho perdonarle. Fue con motivo de Sant Jordi, cuando nos invitó a Fernando Moreno y a mí a hablar en la nueva librería, recién inaugurada, de la antología que habíamos preparado para Cátedra.
Otro de los invitados para esos días era John Clute, al que le había publicado una selección de artículos. Clute y yo comentamos las veces anteriores en que nos habíamos visto y salió el tema de una entrevista que le había hecho en la Worldcon de 1998, en Baltimore. Me dijo que no había recibido el ejemplar que (creo) le enviamos, y que le gustaría tenerla. Pedimos a la gente de la librería algún número atrasado, y resultó que Alejo había ordenado destruirlos todos en la mudanza. TODOS. Es obvio que era insostenible guardar la cantidad de ejemplares sobrantes, pero ni siquiera había guardado tres, cinco de cada número. Había borrado sin dudar una parte de su vida, lo que por otra parte es muy propio de su carácter. Pero también había eliminado una parte de la mía, sin duda mayor que la suya en número de horas invertidas, sin posibilidad de recuperación, y ni siquiera me había avisado de ello: con gusto le habría comprado tres o cuatro juegos completos (apenas una caja no muy voluminosa) para donarlos a bibliotecas, o para cuando alguien me pidiera algo de información. Hoy, por mucho que hable aquí de lo buena que era la revista, sólo podrán constatarlo o negarlo quienes la conocieron en vida. No hay apenas ejemplares en el circuito de segunda mano. A mí me falta uno, perdido en alguna de mis mudanzas, y no sé cómo conseguirlo.
Como periodista, estoy acostumbrado a que el fruto de mi trabajo sea pasajero, ya he contado que lo asumo desde que en los títulos de crédito de Lou Grant se veía al periódico puesto en la jaula de un pájaro para recoger las caquitas. Pero eso es periodismo, por definición pasajero, y además están las hemerotecas. Esto yo lo trabajaba como literatura, quería que dejara un recuerdo como el de Nueva Dimensión, y no sé si alguien aparte de mí y algún otro particular mantiene un archivo. Son años de trabajo, mío y de muchas personas, que siento desvanecido, ninguneado. Un día, en algún acto, diré que hice una buena revista hace unos lustros atrás y todos a mi alrededor me mirarán como a un chiflado que se ampara en un fantasma, quizá para darse importancia.
Quienes sigan esta sección, quienes hayan leído simplemente el comienzo de este texto, pueden darse cuenta del valor que las revistas de género tienen para mí. Yo hice una, bastante buena, durante años, quitándome horas de sueño después de mi trabajo, pero no existe. Hacer todo aquello fue un placer, pero nunca esperé que su recuerdo terminara dejándome en la garganta un regusto tan amargo a derrota, al punto de que empecé la idea de escribir este texto con la relectura de algún número olvidado para darle un juicio con perspectiva, pero no he reunido el coraje para hacerlo porque me resulta demasiado triste.
Gigamesh ha quedado como un hito del género, pero también como un hito de la literatura en general: una revista seria que duró mucho -más de lo normal para una revista literaria en España-. Cuando hablamos de la generación del 27, por ejemplo, y de sus revistas, nunca nos percatamos que fueron cuatro, diez números, que duraron uno, dos años. Gigamesh ha dejado una huella clara, que tarde o temprano será reivindicada. o, bueno, aquí ya comienza a ello. Enhorabuena, Julián.
Veo continuidad entre la época fanzine y la época revista, veintipico años y más de medio centenar de números en total. No sé si tengo perspectiva para juzgar de una manera objetiva, pero sigo creyendo que Gigamesh fue lo más grande que se hizo en España en aquella época, que en sus mejores momentos estaba al nivel de Nueva Dimensión (o Cuasar y Minotauro, saltando el Charco) y estoy orgullosísimo de haber participado en esa locura. Aparte, debo decir que tal vez sea la entrada que más me ha gustado de esta serie y casi todo lo que dices lo firmaría palabra por palabra, incluyendo el título de la columna. Enhorabuena y mil gracias por lo que escribes y cómo lo escribes.
Hoy, a mi pesar, me has gustado, Julian. Fue una gran revista, referente, merecía mejor puerto. En todo caso, y casi siempre desde la discrepancia del mero aficionado, muchas gracias.
Totalmente de acuerdo con Juanma. Gigamesh siempre ocupará un lugar de predilección en mi alma de aficionado, y un capítulo muy largo en el ensayo sobre revistas y autores pioneros de la ciencia ficción española que estoy escribiendo. Muchos saludos, Julián.
Gigamesh fue la revista más profesional que hemos tenido en España. Y Julián fue responsable de ello. Junto con Alejo. Supiste sacar lo mejor de la gente que trabajaba para la revista en un momento que en España había grandes aficionados con ganas de hacer y decir cosas. Creo que la mayoría aún no estaba preparada para ese nivel. Es cierto que a veces tienes tus cosas pero quéjate no. tuve la suerte de que hicieras el periódico de noticias para la Hispacon De Santiago de Compostela sin cobrar un duro y fueron unos días espectaculares. Espero que disfrutes allá donde estés y con ganas de volver a saludarte. Un abrazo Julián.
Desde finales de los 80 hasta fin de siglo fue una época dorada del fándom en España. Su principal motor fue Julián Díez y sus años de gloria fueron los años de Gigamesh. Los que lo vimos de cerca sin caer en la desenfrenada carrera por situar egos sabemos reconocerlo. Conservo mi colección de la revista Gigamesh con cariño y con la certeza de haber sido ejemplo para muchas publicaciones posteriores.
Tanto Nacho como yo entendíamos que, en una sección como esta en la que hablo sobre todo de revistas de ciencia ficción, en algún momento debía escribir sobre la que yo mismo dirigí. Y lo lógico era hacerlo de forma subjetiva. Mi intención no era embarcarme en ningún tipo de egotrip, pero la respuesta ha sido inesperadamente positiva tanto aquí como en redes sociales y a través de mensajes personales. Os agradezco sinceramente a todos vuestros comentarios. Sólo quiero añadir que espero que este texto sirva para que haya lectores que caigan en la cuenta de que la ciencia ficción española no nació ayer. Nuestra tradición no es exitosa, y aquel era un mundillo mucho menos variado y con menor proyección exterior, pero sí creo que reúne bastantes méritos que no conviene olvidar