Saliendo de la estación de Atocha y 10:04, de Ben Lerner

Llegué a la conclusión de que, mucho más que cualquier argumento o sentido convencional, me importaba la mera direccionalidad que sentía al leer la prosa, la textura del tiempo al pasar, la máquina blanca de la vida [1]

Leaving The Atocha StationAsí se expresa Adam Gordon, el alter ego de Ben Lerner en Leaving the Atocha Station, la primera entrega de lo que parece que va a ser la novelística del autor de Topeka (Kansas), una serie de romans à clef en las que se narra y se cuestiona la peripecia de este (y otros) sosias del escritor. Ben Lerner/Adam Gordon no engaña a nadie, deja bien claro que eso es lo que le atrae de la narrativa [2], y eso es lo que el lector va a encontrarse. Quien busque otra cosa saldrá escaldado.

Adam es un poeta estadounidense que gracias a una beca pasa unos meses en Madrid, supuestamente con la intención de escribir unos poemas relacionados con la Guerra Civil. Vive solo en un apartamentito en la plaza de Santa Ana; se da sus paseos por el centro; se tumba en los céspedes del Retiro, a la bartola, disfrutando de la distancia con lo real que ofrece un porro bien calibrado; lee El Quijote, entendiendo de la misa la media (Adam entiende de la misa la media todo el rato, tanto en sus lecturas como en sus intercambios con sus pocos conocidos españoles, y en eso reside gran parte de la singularidad de su visión, en lo sesgada que es su percepción de la realidad –lingüística– en un entorno que le es extraño: al no tener ni papa de español, todas las conversaciones se convierten en suposiciones, en variables, en alternativas de significados posibles); se corre sus juergas en eso que se ha dado en llamar «la noche madrileña»; va a alguna que otra fiesta en las afueras; hace alguna que otra escapada fuera de la ciudad (un fin de semana fugaz en Granada en compañía de uno de sus rolletes españoles); y, de vez en cuando, porque le da por ahí, miente sobre algunos detalles de su vida, como si se dejara llevar por la irrealidad constituida por el extrañamiento cultural y geográfico en el que vive. También va al museo del Prado, a alguna galería y a alguna que otra presentación poética. Básicamente se aburre. Hace como que escribe. Se fuma otro porro. Lee sus poemas. Y así hasta que se le acaba la beca y se vuelve a los Estados Unidos.

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Echopraxia, de Peter Watts

EchopraxiaAntes de abordar la tarea de resumir y comentar Echopraxia, y sólo para aquellos que no estén familiarizados con la obra de Peter Watts, diremos que es biólogo marino, que después de ejercer como tal unos cuantos años dio la espantada (parece que el malmeter de la industria no le dejaba conciliar el sueño) y se puso a escribir, y que en su obra suele abordar, entre otros, temas relacionados con la ciencia y sus limitaciones, la religión, la reciprocidad (o más bien la falta de ella) entre conciencia e inteligencia, el libre albedrío y la evolución, todos ellos pasados por un tamiz científico (como no podía ser de otro modo), aunque no del todo cientista.

Una de las particularidades que hace que Watts sea uno de los autores de ciencia ficción más interesantes de los últimos años es que es capaz de producir obras de cierto calado mental y con cierta tersura filosófica, y al mismo tiempo, aparte de la mera enjundia y la mera profundidad, plantear estas inquietudes sobre un armazón narrativo que podemos tildar, sin ningún tipo de pudor, como popular (entendido el término en su sentido friquista imperante en nuestros días), y que podríamos resumir así a bote pronto, y ciñéndonos concretamente al díptico Firefall1, como el cóctel no del todo excepcional que obtendríamos si mezcláramos el cine de terror espacial al estilo Alien: el octavo pasajero, los vampiros depredadores de una película como 30 días de noche y los zombis desnortados de un Romero o un Fulci (aclaro que no hay zombis en Visión ciega). Pero, como decimos, esto sólo sería una burda aproximación, unos torpes brochazos para orientarnos un poco, porque, claro está, ni los alienígenas, ni los vampiros, ni los zombis de Watts tienen mucho que ver con los alienígenas, los vampiros y los zombis a los que nos tiene acostumbrados el cine/literatura/cómic/vídeo-juego de terror al uso. Los monstruos de Watts sí son excepcionales, como también es excepcional el tratamiento que hace de los temas clásicos de la ciencia ficción. Watts no se ha inventado nada, pero ese cóctel, espolvoreado con montañas de datos y unos cubitos de acción trepidante, presentado con rigor científico (o al menos con un buen barnizado de rigor) y un estilo descarado no exento de lirismo (un lirismo tecnoide), hacen del canadiense un autor fuera de lo común.

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Víbora, de Andrzej Sapkowski

VíboraAndrzej Sapkowski es el autor de una de las mejores sagas de fantasía de todos los tiempos, o eso dicen, porque un servidor, que no es un ávido lector de esa fantasía que podríamos llamar «de capa y espada», de «héroes y gestas», «épica», no la ha leído, y si me he animado con esta Víbora es porque se presenta como una rareza dentro de la producción del polaco.

Víbora es una novela pegada a la realidad (aunque la cubierta del libro, precisa y paradójicamente por la literalidad con que ilustra una escena de la novela, pueda hacernos pensar lo contrario). En ella Sapkowski retrata someramente las desventuras y tropelías de un pelotón ruso allá por los años ochenta (del siglo pasado), cuando la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas invadió Afganistán. Cierto que es una realidad trufada de misterios, de esos subterfugios de lo incognoscible, de lo irretratable, que se ovillan en los resquicios de la historia, tan antiguos, si no más, como el propio homo sapiens. Pero incluso esa parte misteriosa, esa fantasmagoría liminar, se plasma en primera instancia de forma realista gracias al uso que hacen nuestros protagonistas de ciertas sustancias que tan a mano se tienen por esas tierras y que tan irresistibles resultan en las circunstancias extremas de la guerra.

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Here Comes The Nice, de Jeremy Reed

Here Comes The NiceMejor lo digo de entrada: nunca me han interesado los sesenta, ni los Stones, ni los Who (admito que no he visto Quadrophenia), tampoco los mods han despertado en ningún momento mi curiosidad, y puede que la sustancia de las de andar por casa que menos me gusta sea el speed. ¿Por qué digo todo esto? Pues porque de esto va Here Comes The Nice, la última novela hasta la fecha del británico Jeremy Reed.

Y lo digo porque me ha enganchado desde el primer párrafo. De acuerdo en que me interesa mucho la música, el devaneo de la cultura popular en general, sus modas, sus tribus, su cuitas y vaivenes, pero lo que quiero dejar claro es que el mérito es exclusivamente del autor, ese maldito enfant terrible de la cosa literaria británica.

Es bastante probable que no hayas oído hablar de él porque se le ningunea de mala manera desde hace décadas. Marginal por los dictados del libre albedrío y del estar a lo que hay que estar, Jeremy Reed escribe como un Ballard extasiado, con una sagacidad que por momentos parece atravesar la realidad de lo descrito, como si las palabras fuesen bisturíes que esgrimiera un William Gibson hasta las cejas de Adderall. Reed es ante todo poeta y le basta con un par de párrafos para sumergirte en su alucinada recreación y sacarte del continuo espacio-temporal en el que como lector estás obligado a subsistir.

Y de eso va también y sobre todo Here Comes The Nice, de viajar en el tiempo, de abstraerse del flujo temporal del presente, de licuarse y filtrarse hasta un tiempo que no es el propio mediante una especie de hibernación lúcida que ralentiza todo lo que no es el organismo.

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